14 septiembre,2021 5:38 am

Hasta siempre, Tío Venado

TrynoMaldonado

METALES PESADOS

Tryno Maldonado

Tuve el privilegio de conocer a Bernardo Campos Santos, el Tío Venado. En 2014, durante los meses de mi estancia en Tixtla, Guerrero, tras la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa llegamos a convivir diariamente y, casi sin conocerme –tal como su generoso corazón hacía siempre con los extraños— me abrió las puertas de su casa en el barrio de El Fortín.

La primera vez que el Tío Venado y yo hablamos fue durante una marcha hacia Los Pinos en fin de año. En medio de los manifestantes que incendiaban piñatas con las efigies de Enrique Peña Nieto y Jesús Murillo Karam don Bernardo me preguntó si ya había cenado. Muy típico de él. La marcha y el frío habían hecho estragos en los que nos ofrecimos como voluntarios para formar la valla de contención de las familias de Ayotzinapa. Yo no llevaba ropa adecuada para una lluvia y una helada como la de ese día. Al verme así, me ofreció un tamal y atole caliente que él mismo estaba tomando. Era de esa clase de hombres. De los que, a pesar de las carencias, no dudan en compartir con los demás lo poco que tienen antes que sacar provecho para sí mismos.

Pero hay un momento –de los muchos entrañables que vivimos con las familias de Ayotzinapa– que se quedó grabado para siempre en mi memoria y en mi corazón. El recuerdo lo comparto con mi amigo Enrique García Meza, director del documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga, y con mi amigo El Verde, uno de los normalistas sobrevivientes del 26 de septiembre de 2014 cuyo dormitorio quedó vacío tras la desaparición de sus 43 compañeros.

La tarde del 11 de enero de 2015, Enrique le anunció un inesperado hallazgo a don Bernardo Campos. Nos encontrábamos en la cancha techada de la normal. A don Bernardo le habían asegurado que cuando su hijo José Ángel desapareció vestía una playera color naranja a rayas muy reconocible. Sin embargo, El Verde, compañero de generación, le compartió a Enrique el dato de que varias prendas de los desaparecidos quedaron colgadas al sol en una reja de las tierras de cultivo de la normal. La razón es que muchos de los normalistas estuvieron realizando actividades diversas antes de partir a Iguala en los autobuses. Por eso se cambiaron de ropa y varios, entre ellos Jhosivani Guerrero, dejaron pertenencias como sus lentes y cartera en su dormitorio. Al escuchar la noticia, don Bernardo atravesó ansioso la escuela en la que de niño vendía gelatinas. El cloqueo de sus huaraches desgastados resonaba sobre el concreto hidráulico de los pasillos. Cruzó el comedor y la cocina hasta llegar a la zona de los establos. Más adelante, los chiqueros y las parcelas. El terreno de cultivo de la Ayotzinapa donde los aspirantes a normalistas hicieron sus pruebas de admisión estaba cercado en esa época por una valla de alambre metálico. En ella, los muchachos acostumbraban dejar sus ropas limpias para ponerse la ropa de trabajo. En efecto, aún era posible en esos primeros meses de su desaparición distinguir algunas prendas de los 43.

Don Bernardo nos decía en esos días que sólo una vez había llorado sin parar desde que desapareció su hijo. “Se me rodaron”, dijo refiriéndose a las lágrimas. Fue una noche en que toda la familia, su nuera y la bebé recién nacida de su hijo José Ángel, cenaban. La silla de José Ángel vacía.

Cuando don Bernardo descubrió lo que lo habíamos llevado a ver en la parte posterior de la normal, a un costado de la brecha de tierra, entre hierba silvestre, basura y las bostas de caballos, de nuevo “se le rodaron”. Don Bernardo contuvo la respiración durante un momento. Se agachó aprisa para recoger de la tierra una camiseta tipo polo a rayas. Estaba manchada de lodo y desteñida después de más de tres meses a la intemperie. Los niños debieron jugar con ella y arrojarla hasta ese lugar. Lo que debería ser un color naranja intenso se había vuelto un rosa salmón, pálido, luego de todo ese tiempo.

“Es de mi hijo, es la que le gustaba llevar a los toros”, dijo don Bernardo doblando la prenda deshilachada y sucia con el mismo cuidado votivo que una reliquia para luego arroparla amorosamente entre sus manos ásperas sin poder contener el llanto. La abrazó como si abrazara por última vez a su hijo José Ángel.

“Es de mi hijo. Es la playera de José Ángel”.

Meses y años después, mientras duró su intensa lucha por encontrar a su hijo y a los otros normalistas desaparecidos por el Estado mexicano, a don Bernardo solía vérsele vistiendo esa playera. Como un símbolo. Como un recordatorio cotidiano de fortaleza.

El pasado 3 de septiembre el Tío Venado murió tras una intensa batalla de su cuerpo contra las complicaciones a su salud tras años de búsqueda de su hijo y los 43 normalistas. Es el cuarto padre que muere sin saber de su hijo en este cruel proceso al que el Estado mexicano ha orillado a las familias de Ayotzinapa. Denunciamos la indolencia e insensibilidad de todos los niveles de gobierno hacia las familias de los normalistas en este eterno proceso de burocratización del dolor a que han sido sometidos desde la desaparición.

No dejaremos que tu memoria y tu lucha sean en vano. Hasta siempre, Tío Venado.