29 septiembre,2022 5:02 am

¡Hundamos el Cincinnati! Cuando los marines tomaron Acapulco

Anituy Rebolledo Ayerdi

 

Leonardo Nayo Flores Salas ya descansa en paz. Será recordado por su carácter jovial, sus crónicas, sus obras teatrales, sus empeños culturales y su culto a la amistad. Nuestra solidaridad emocionada para su compañera Silvia y sus hijas Mónica y Martha.

 

Tiburcio

–¿Y por qué no mejor hundimos a la pangota esa, jefe?, –interviene un campesino macilento blandiendo un machete tirando a bolo.

–¡Cállate, pinche Tiburcio, no digas pendejadas!. Ya te he dicho que no te metas en pláticas de gente grande. Tú nomás ve, oye y calla. O, ¿sabes qué?: mejor vete a ver si ya puso la marrana.

Los actores del diálogo se refieren a la presencia en la bahía de Acapulco del crucero USS Cincinnati, de la Marina de Estados Unidos. Una presencia perturbadora y amenazante pues sus poderosas bocas de fuego apuntan al fuerte de San Diego y a la sede de los poderes municipales.

La rebelión

Acapulco es la segunda ciudad de la república en secundar la rebelión del sonorense Adolfo de la Huerta contra el presidente Álvaro Obregón, por causa de la imposición de Plutarco Elías Calles como su sucesor. Tres paisanos sonorenses.

El mando del alzamiento lo asume en Guerrero el general Rómulo Figueroa, con tan mala suerte que a los pocos días deberá dejarlo a causa de un nacido en la entrepierna. Lo releva el coronel Crispín Sámano, cuya primera acción será imponerse  frente al espejo el águila y las estrellas de general divisionario.

–¡Qué grande eres Crispín!, –se dice metiendo la mano derecha entre la botonadura de su casaca.

A Obregón le bastarán sólo cuatro meses para someter a los alzados entre quienes figuran  generales notables a los que, sin piedad, da cuello. Se le escapa Adolfo de la Huerta, quien logra huir a Estados Unidos, dejando  una estela de 4 mil muertos y muchos millones de pesos en daños. Allá, en Los Ángeles, el militar atenderá su propia escuela de canto por ser él cantante de ópera. De ahí su apodo de El Dodepecho.

Los Escudero

Acapulco tendrá como signo infamante de aquella revuelta el asesinato de Juan R. Escudero y sus hermanos Francisco y Felipe, aliados de Obregón. Un crimen pagado por las casas españolas y ejecutado a la luz del día porque no hubo quien los defendiera. También por la negativa de Juan y sus hermanos de abandonar el puerto para ponerse al frente de la resistencia obregonista en la Costa Grande. Negativa derivada de una amenaza de doña Irene Reguera, la madre, persuadida por su confesor, el cura Florentino Díaz. Los amenaza de arrojarse al pozo de agua de la casa si los muchachos la abandonan para irse con la chusma. El cura va con el mitote al “general” Sámano y éste aprovecha la crisis familiar para capturar a los Escudero. Los entrega a los sicarios de los gachupines quienes asesinan sañudamente a los tres. La doña se la vivirá en la iglesia, rezando.

El conflicto

 “¡Vámonos para Acapulco!”, ordena Amadeo Vidales a su gente una vez que ha descabezado en Petatlán el movimiento delahuertista en toda la Costa Grande.

El arribo inminente al puerto de las fuerzas agraristas, presentadas como la reencarnación de las legiones de Atila, provoca un pánico demencial entre los españoles y sus socios criollos. Están convencidos de que aquellos hombres furiosos vengarán la muerte de los Escudero, pasando a cuchillo a todos los españoles de la ciudad y no sólo a quienes habían urdido los asesinatos.

La paranoia hace presa a la poderosa élite obligándola a jugar una última y peligrosa carta. Comisionan al cónsul de España en Acapulco, Juan Rodríguez (papá de Chuy, el de La Condesa), para que, junto con su homólogo estadunidense, Harry K. Pangburn, soliciten al capitán del crucero USS Cincinnati protección para las familias hispanas como si se tratara de paisanos en peligro. El buque tenía apenas tres años de servicio y realizaba una visita rutinaria al puerto.

El doctor Pangburn acepta el encargo aunque lo condiciona a la intervención del señor Amado Estrada, un civil inexplicablemente al mando de la guarnición militar del puerto. Éste acepta finalmente y sólo por tratarse de las “cacas grandes”. Firma sin leer el pliego elaborado por el popular médico que lo mismo saca una muela que atiende un parto. Un documento insólito de un mequetrefe pidiendo la intervención de fuerzas extranjeras para dirimir un asunto de histeria colectiva.

El desembarco

Así, ante la incredulidad y expectación general, el 13 de marzo de 1924 se produce el desembarco de infantes de marina del USS Cincinnati, para ocupar rápidamente puntos estratégicos de la ciudad. El capitán C. P. de Nelson se instala con su Estado Mayor en la sede del consulado de su país, una de las pocas casas “de alto” del puerto en la calle Hidalgo (hoy Telmex).

A partir de ese día, ambos cónsules caminarán por las calles de la ciudad escoltados por marines, lo mismo que algunos gachupas en pantuflas. Personas, domicilios y bienes de la colonia hispana quedarán a partir de aquél momento bajo la protección de la bandera de las barras y las estrellas. Los reparos morales de los hispanos quedarán solucionados al acordarse de que las mujeres y los niños no subirán al Cincinnati. Ocuparán lanchas y lanchones y lanchones para pernoctar alrededor de la nave guerrera.

Advirtamos que el capitán Nelson sí sabía en la que se metía. Por ello, desde su base en el edificio del Consulado mantendrá comunicación permanente con la Secretaría mexicana de Guerra y Marina, a cargo del general Francisco R. Manzo. Suplía este al también general Francisco R. Serrano, quien apenas había renunciado para buscar la presidencia de la República.

Ante el general Manzo, Nelson se justifica argumentando que sólo trata de ayudar al civil Amador Estrada a mantener el orden y la ley en Acapulco. Habla de un gesto humanitario al proteger a las familias asustadas por la llegada fuerzas irregulares y no se mide cuando censura al propio Manzo por tener en Acapulco a un civil como jefe militar.

La respuesta del general Manzo será puntual, en el sentido de que ningún mexicano está autorizado para solicitar ayuda militar extranjera, cualquiera que sean las circunstancias en que se encuentre y mucho menos un irresponsable como lo reconocía el propio Nelson. Manzo le hace saber al capitán del Cincinnati que Washington está informado de su arbitrario proceder y le otorga un plazo perentorio para desalojar Acapulco, antes de provocar un incidente grave entre los dos naciones.

La avanzada

 El diálogo que abre esta crónica se produce en este momento. Una avanzada de las fuerzas de Amadeo Vidales observa el movimiento de los intrusos desde el cerro de El Vigía (La Mira). El grupo está al mando del guerrillero Juan Barrientos, de San Jerónimo, y es él quien habla:

–Y qué, pues, Tiburcio, –se dirige a su asistente – ¿Hundimos el Cincinnati?…Ta’ cabrón: ¡ni con cien carrujos de dinamita y otros tantos de mariguana!, –se responde a sí mismo con una larga carcajada.

–¿Tóns qué, a poco nuestras pistolas,  cerrojos, machetes, escopetas y rifles no matan gringos?, –interviene el más viejo del grupo–.

–¡Se hará como la superioridad ordene!, – afirma categórico Barrientos, eludiendo la pregunta del anciano. ¡Ora que si mi opinión vale, yo digo que hay que sacarlos a chingadazos!

La guerra

Cómo si hubiera escuchado la amenaza de Barrientos, el cónsul estadunidense estará ahora sí realmente preocupado. Ha recogido la versión de que un grupo de gachupines fragua un ataque armado de sus sicarios disfrazados de agraristas contra los marinos extranjeros. Ello con el fin avieso de provocar una respuesta desproporcionada, creando de esa manera un conflicto que “Dios guarde l’ora”. Le urge entonces entrevistarse con los jefes rebeldes para impedir el estallido en Acapulco de lo que sería –según voces apocalípticas surgidas de la cantina de Doroche Lobato (plaza Álvarez) ) –“algo así como una guerra mundial chiquita”.

–¡Que cabrones exagerados, ya ni la chingan!, –será el único, preciso y conciso comentario del alcalde porteño, Heriberto Tapia, mejor conocido como Don Beyto. (papá de Lito).

El odontólogo Pangburn se entera de que Amadeo Vidales prepara en Pie de la Cuesta su entrada a Acapulco y hasta allá viaja en su búsqueda (el cronista Rubén H. Luz lo hace volar en un hidroavión del Cincinnati, con acuatizaje en plena laguna). Y una z frente al general Vidales le ruega entrar al puerto sólo cuando los alzados se hayan ido, evitando con ello el riesgo de un roce tan peligroso como indeseable. Por su parte, le ofrece su palabra de honor de que los gringos se retirarán al día siguiente.

–¿Y qué tal si en lugar de su palabra de honor me quedo con usted mismo y no lo suelto hasta que se hayan largado sus paisanos?, –pregunta Amadeo Vidales entre serio y broma. Pangburn moja los calzones.

La carcajada de los presentes hará cimbrar el toro donde se realiza la entrevista. Ahí están, entre otros revolucionarios de pura cepa: Baldomero Vidales, hermano de Amadeo (bisabuelo por cierto de tres nietos del cronista); Silvestre Castro, el famoso Cirgüelo; Andrés de la Cruz, Margarita Bailón, Adolfo Mandujano, Jesús Pinzón, Rosendo Cárdenas y Francisco Pino, alias El tejón de la cinta baya. Todos juramentados para echar mucha bala contra los gringos.

La salida

El 16 de marzo de 1924, muy de mañana las banderas de señales entre el Cincinnati y el muelle de Acapulco se agitan repetidamente, ordenando el embarque de la tropa en tierra. El último en abandonar el puerto será el capitán Nelson y antes de hacerlo dejará constancia de su indignación por haber sido engañado como un chino. Le confiará al cónsul gringo su certidumbre de que los jefes rebeldes jamás habrían permitido ningún acto de violencia contra la población civil y que por tanto los temores de los españoles nacían de sus propios prejuicios clasistas y sus malas conciencias.

La playa, a partir del fuerte de San Diego y hasta Tlacopanocha, hervirá de acapulqueños festejando la “huida de los pinches gringos con la cola entre las patas”. La actitud de la población será prudente como lo había sido durante las 72 horas de “ocupación” No faltarán, sin embargo, los nacionalismos exaltados y las referencias históricas del más puro amor patrio. Nada tendrán que ver con el grito de doña Bucha, de Manzanillo, cuando Nelson aborde su lancha:

–¡Chinguen a sus putas madres, gringos sanababiches!. ¡Qué viva México, cabrones!.

Dos horas más tarde entrarán al puerto las fuerzas de la Costa Grande.