11 diciembre,2018 7:20 am

Imbéciles anómicos, el recuento de los daños

Federico Vite
El recuento de los daños fue publicada en 1987 por la editorial Diana. Su autor, Joaquín Armando Chacón, nos entregó una novela que celebraba la vitalidad de Cuernavaca en la segunda mitad del siglo XX. Por tanto, toda obra reciente que tenga que ver con Cuernavaca, para bien o para mal, dialoga con este libro de Chacón. Se trata de un documento que enseñó las mitologías de la Ciudad de la Eterna Primavera. Visto desde el 2018, es un libro nostálgico. El autor recreó lo perdido, encapsuló un tiempo en el que la poesía, la trova y la idea de un mundo mejor caminaron de la mano. Desde esa plataforma narrativa, donde se exhiben a los bohemios y a los idealistas, donde se muestran personajes emblemáticos de los 70, esa generación del cambio, José Mariano Leyva empieza su edificio narrativo: Imbéciles Anónimos (Secretaría de Cultura de Michoacán, Mondadori, 2011, México, 319 páginas). Este libro es protagonizado por los hijos de esos personajes que pueblan la Cuernavaca de El recuento de los daños.
Leyva da cuenta de jóvenes que recurren a la música electrónica, la cocaína, el alcoholismo, la homosexualidad y ciertas filias sexuales con mujeres maduras para evadirse del compromiso social heredado por sus padres; se alejan de sí mismos, evaden la lucha de clases y olvidan que fueron educados con ciertos privilegios, pero eso únicamente sirvió para que afinaran su egoísmo.
Uno de los personajes de este volumen, justamente Pepe Leyva, se convierte en la voz narrativa de la novela. Cuenta que su madre estuvo en la célula guerrillera de Lucio Cabañas, en Guerrero. Fue la encargada de detener y ajusticiar a dos judiciales. Ese hecho se desarrolla subterráneamente en la novela. Traza un arco dramático que incrementa el suspenso y otorga sustento a la escritura del libro que hoy comento.
La prosa de Leyva a ratos muestra su voluntad de ensayista, juega con retruécanos y perfila conceptos. Analiza los artistas de su tiempo (músicos electrónicos) y los sopesa frente a la herencia cultural de las generaciones anteriores. Tiene su encanto medirse con los ancestros. Esa voz narrativa une los hechos y eslabona —a veces trompicadamente, a veces de manera impecable— una delación. La trama no es lo importante, al autor le interesa retratar los vestigios de su tiempo. Encapsula una parte de su mundo (modas, ideología, vicios) pero lo hace alejándose del costumbrismo, está interesado en alegar con sus congéneres. Dicho sea de paso, los deja en la lona.
El autor también pasa la factura a una generación que usó el estandarte de la rebeldía, fue oposición guerrillera, trabajó en pos de la libertad y se comprometió socialmente con los más desprotegidos. A esa generación que prometió un mundo mejor, Leyva la enjuicia y valora las virtudes de sus padres, lamenta que esas personas tuvieran hijos que no aportaran nada a esa lucha, hijos que no fueron capaces de hacer mejor este mundo. Hijos que ni siquiera encontraron su posición política porque entraban en crisis al tratar de reconocerse. Obviamente pienso en nosotros, los acapulqueños, y cuando leo una de las cartas de la madre del personaje Leyva entiendo por qué estamos como estamos: “Me quedó claro: la educación revolucionaria de mis hijos se volvía prioridad. Hacer de las futuras generaciones hombres de justicia. Sujetos conscientes de su entorno que eviten los juicios burgueses. Que piensen en sus compañeros de lucha, no en sus propios intereses. En afinar sus visión crítica, no en drogarse como los jóvenes decadentes de Acapulco. En pensar y resolver las injusticias, no en encerrarse a oír música extranjerizante […] Los militares eran sin duda rabiosos perros del sistema. Traficaban con drogas, reprimieron a casi todos los pueblos de Guerrero. Su tristemente célebre fama incluía violaciones, tortura y ejecuciones. Su labor principal era suprimir todo clima adverso que empañara la imagen de Acapulco. Para no afectar al turismo, decían. Para que los burgueses siguieran bebiendo sus margaritas, alentando la prostitución y esparciendo el vicio de las drogas. Sanguinarios sin ningún escrúpulo”.
Me interesa todo lo que la literatura diga sobre Acapulco y como usted nota, la historia nos ha visto siempre así, como una sociedad al servicio de un sistema, como un centro de recreación, como una máquina de mendigos y de pobres, como un club de hedonistas y, si me lo permite, como a una empresa capaz de engendrar nuevas tragedias.
El padre, la madre y los dos hermanos del personaje Leyva murieron en un trágico incidente, fueron asesinados en un barrio popular. Aquella vez, Leyva decidió ir a un concierto. Fue salvado por la música extranjerizante. La familia murió por oponerse a un asalto. Se aceptó esa versión y la PGR cerró el episodio, pero un buen día varios de los amigos de Leyva (quienes deseaban tener una pausa en sus vidas desaforadas) le pidieron la casa prestada, se involucraron con quien no debían y se enteraron, por casualidad, que la familia de Leyva no fue asesinada por unos asaltantes. Así que Leyva deja de ver todo como un archivo histórico, con ironía excesiva y mordacidad innecesaria. Escucha una versión distinta a todo lo que sabía sobre su estirpe. En cierta forma, Leyva se convierte en la corona abollada de la injusticia.
Imbéciles Anónimos a ratos ofrece una dinámica y conmovedora narración, acompañada de explosiones de humor negro e ironía que caracterizan el vacío existencial de esta generación de muchachos que no pudieron hacer mejor este mundo (de ahí justamente el título del libro que tuvo la fortuna de obtener el premio de novela José Rubén Romero en 2009) y esos imbéciles entablan un diálogo con otros personajes que también pueblan la Cuernavaca literaria, los que detalló Joaquín Armando Chacón en El recuento de los daños, aunque ese volumen no prevé la ruptura del ensueño, cree en la urbanización de la esperanza y en la posibilidad de un mundo mejor.
Finalmente, como bien señala el narrador Leyva, todo se trata de leer otros libros, de ver otras películas y de pronto ya estás instalado en el México pequeño, un sitio donde los policías y los soldados son fantasmas que aún siguen asustándonos. Que tengan un buen martes.