14 febrero,2023 4:56 am

Imperfecciones sumamente aleccionadoras

Federico Vite

 

Uno debería ser más agradecido con ciertos libros que ayudan a los escritores en ciernes a encontrar su voz; no me refiero a los aciertos prodigados en las páginas de los titanes sino justamente a los que tienen errores y con ello aleccionan más que los de perfecta ejecución. Por ejemplo, Una misma noche (México, Alfaguara, 2012, 276 páginas), del narrador argentino Leopoldo Brizuela. A pesar de que es un libro de buena manufactura, hay aspectos que no consuman toda la potencia de un novelista que arriesga todo a favor de contar una historia. Por principio, vayamos al acta del jurado que dio a esta novela el premio Alfaguara de 2012: “El jurado quiere destacar el estilo admirablemente contenido del autor, quien con economía expresiva consigue crear un texto perturbador e hipnótico. Tomando como punto de partida la historia reciente argentina, esta novela indaga sobre la esencia del mal y la injusticia. Un incidente en apariencia baladí, el atraco a un vecino, nos sumerge en una historia asfixiante y amenazadora, y nos enfrenta a los fantasmas familiares y a la oscuridad del ser humano, en la que se es a un mismo tiempo, verdugo y víctima”.

No tengo objeción en el estilo contenido, pero no diría “admirablemente” porque hay momentos en los que se repite constantemente una escena de violencia familiar que alienta el texto a un tono melodramático, hecho que ocurre más de tres veces; aunque en términos generales sí posee un tono contenido y, sin duda alguna, está bien escrito.

La arquitectura de la novela la pongo en palabras del mismo autor: “Y fue él quien sacó el tema de la novela. Le dije que al fin le había creído encontrar una forma: pegar, simplemente, las “declaraciones” de los personajes en mi cuadra, hasta componer el friso que un juez habría debido considerar llegado el momento de impartir penas. Dejando que toda la oscuridad de esa época, todo aquello que no podíamos decir ni concebir, se colara por las junturas. E incluyendo, como un testimonio más, mi propia memoria”. Literalmente así está consumada esta proposición narrativa porque el autor jala un hilo de la memoria, después de ver un asalto en la casa vecina, y al desenhebrar esa madeja descubre que el eco de esa injusticia invoca el pasado. Más aún, sospecha que su padre estuvo involucrado en la detención de algunos “montoneros” y que él, tanto en el pasado como en el presente, miró hacia otro lado evadiendo así la realidad.

El continente de la novela encalla en el pasado, insisto, pero el eje de todo el relato reposa en la casa vecina, en un barrio de una avenida que rodea La Plata, la Circunvalación, donde el protagonista y narrador construye una cápsula del tiempo que intenta analizar el presente: “Escribir esos diez minutos en que la patota estuvo en casa… Pero nunca pude. Porque siempre sentí que mi modo de escribir le daba a esa experiencia un sentido que no correspondía”. ¿Cómo le da sustento el pasado al presente? Con la uniformidad del daño. Y el daño le da a esa experiencia el sentido adecuado de la escritura; tal vez por eso, la historia funciona mejor cuando se hace explícito el tono confesional.

Estamos ante una novela tradicional. Muy bien organizada, con algunos dibujos y fotografías como soporte visual, pero a final de cuentas un relato tradicional en la que los personajes dosifican la información y se unen, gracias al oficio del autor, a una línea de tiempo bien definida, cuyos saltos al pasado están amalgamados –obsesivamente ordenados– para que el lector no tenga un sobresalto al momento de seguir los hechos. El problema más aleccionador es que al invocar el pasado, el autor no pone en marcha todo ese trabajo de recreación (vestimenta, productos culturales, etcétera) sino que le basta con nombrar algunas cosas para dar por sentado que la convención del pasado se consuma. Requiere más detalle y paciencia en el acabado, ¿eso sería pedir demasiado?

La imagen más atractiva de todo el relato ocurre cuando unos hombres armados entran a la casa del protagonista, en 1976, cuando él –quien también es un escritor llamado Leonardo Bazán– es un niño y la reacción del infante es demencial: Se sienta al piano para tocar una canción de Bach. Es un hecho real, ha contado el autor en varias entrevistas, que nos regala esta lección: “Y yo, ¿no había seguido haciendo lo mismo, cambiando el teclado de mi piano por la máquina de escribir y después por la computadora, refugiándome en el arte de mentir mientras los demás matan?”.

Para mantener la atención del lector, Brizuela suspende la historia en el pasado, después en el presente, y alienta así el motor de la lectura. Genera la pregunta que todo lector se hace para seguir prendado del texto, ¿qué sigue en 1976? ¿Qué sigue en 2010? ¿Cómo se resuelve la historia? Sabemos que la casa vecina es el escenario de un hecho que ocurrió en 1976 y esa irrupción violenta tiene un eco en 2010, ¿por qué? Bazán usa la ola de secuestros e inseguridad del 2010 en Argentina para traer a cuento la dictadura. En ambos casos, 1976 y 2010, el ciudadano es el que se lleva la peor parte. El gobierno, ya sea enfundado en uniforme policial o en casaca de marino, maltrata, humilla y tortura ciudadanos. Sería prudente enfatizar, entonces, que la novela teje un problema de inseguridad en dos escenarios, 2010 y 1976, una enriquece a la otra. Sería mejor asumir eso que tomar en cuenta que el libro aborda la “esencial del mal”.

Todo el relato se somete a las disgregaciones sostenidas y fragmentarias en pos del pasado. El presente de la novela proyecta el pasado en un mismo plano: la casa vecina. El futuro se prevé entonces como una continuidad del pasado y el presente injustos e inseguros. Una pareja joven llega a ese sitio. ¿Qué sucederá? No hay herramientas para pensar que las cosas mejoren. Con esta certeza cobra sentido el asunto intertextual que propone la voz narrativa: “Y comprendo que la escritura es una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente. Y eso me alienta a empezar: no cómo quien informa sino como quien descubre”. Es decir, la novela concluye mordiéndose la cola. Visto así, no es muy ambicioso el proyecto, pero, ¿quién necesita una novela ambiciosa? ¿El lector, el autor, la editorial? Quizá el lector, pero sólo el lector que no ve en la literatura comercial una meta. Pero eso es otro asunto, no menor, pero sí distinto.

Cuando uno lee a Brizuela nace una pregunta, ¿los libros premiados (me refiero a un premio así de importante para el mercado editorial, como lo es el Alfaguara o el premio Clarín de Novela, que también obtuvo Brizuela en 1999) son una buena recomendación para quien desea ejercitar el oficio de literario? Sin someterlo a cánones ideales para la comercialización, temo decir que yo no sería optimista en la respuesta. No me refiero a que los escritores que ganan estos certámenes están “inflados” o no, eso es otra cosa, a mí me interesa un asunto práctico: ¿Imitar las fórmulas de los libros ganadores de afamados premios monetizados implica el desdén por un trabajo artesanal, serio y propositivo, que dista de la fama? Yo creo que si usted escribe debe mandar a todos los premios. Ojalá que gane todos los concursos; lo importante es vivir de lo que más le gusta hacer, pero no olvide que hay falencias aleccionadoras en los libros comerciales. Eso sólo se logra si el lector acoge el documento y dialoga en silencio con él. Usted sabe, eso que llamamos lectura.