En el momento más activo el campamento llegó a contar con más de 100 personas involucradas en su funcionamiento y actividades, se daban cita para debatir y organizarse en un frente común, y ahora no son más de 30
Mayo 25, 2019
Carlos Acuña
El Sur / Ciudad de México
Muchos ya no le encontraban sentido a seguir aquí. Después del 3 de diciembre pasado, cuando Andrés Manuel López Obrador firmó su primer decreto presidencial para crear la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa, continuar con un plantón en pleno Paseo de la Reforma, casi en la esquina con Insurgentes –las dos avenidas más importantes de la Ciudad de México– para exigir la presentación con vida de los 43 estudiantes desaparecidos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, parecía una necedad.
En el momento más activo, el campamento por los 43 llegó a contar con más de 100 personas involucradas en su funcionamiento y actividades. Anarquistas magonistas, adherentes al EZLN, colectivos de artesanos, miembros del Partido Comunista de México, defensores de derechos humanos, familiares de presos políticos o de personas desaparecidas se daban cita aquí para debatir y organizarse en un frente común. Hoy no son más de 30 personas las que atienden el campamento y apenas un puñado permanece involucrado a fondo en el plantón.
“Sucede que con el nuevo gobierno muchos colectivos llegaron a negociar o, incluso, entraron al gobierno” cuenta Adrián Ciriaco, uno de los miembros más activos dentro del campamento. “No criticamos a los compañeros, pero nos parece que con eso logró desmovilizar algo muy grande que estaba pasando. Hubo discusiones sobre el sentido de que permaneciéramos aquí. Fueron los padres quienes nos pidieron que ‘por favor, por favor’ no nos moviéramos. Que era muy importante que siguiéramos aquí”.
Desde el 26 diciembre de 2014 el campamento se quedó instalado como punto de referencia de la lucha de los padres de los 43. Se trata de un espacio anómalo en una zona considerada el corredor bursátil más importante del país, en medio de rascacielos y embajadas, autos que corren a toda hora, turistas y manifestaciones cada semana.
Es un espacio de unos 200 metros cuadrados aislados por una valla hecha de pancartas y fotos de los estudiantes desaparecidos, lonas y tiendas de campaña donde lo mismo hay talleres de papiroflexia, clases de francés, cine al aire libre o una radio bocina.
“La gente no entiende qué hacemos aquí”
Por dentro, el plantón es esto: una breve biblioteca dedicada al expreso político Alejandro Bautista –detenido el 2 de octubre de 2013 y fallecido dos años después, ya en libertad–, carteles de Marichuy y Facundo Cabral, una mesa rústica de tamaño suficiente para que coman unas 10 personas, tiendas de campaña regadas por doquier, un baño seco al fondo de un pequeño jardín, una extensión conectada a una instalación de la Comisión Federal de Electricidad, una televisión de las de antes, costales de frijoles y arroz en abundancia. La cocina es un pasillo oscuro –una parrilla, un horno– de donde los alimentos cuelgan del techo en huacales para evitar que las ratas citadinas se sientan atraídas y los arruinen.
La misión original del plantón era servir como punto de encuentro de los distintos colectivos que se hermanaban con la lucha por la presentación con vida de los 43 estudiantes. Algo tan aparentemente simple, sin embargo, requiere coordinación. Porque mantener el campamento activo para evitar que las autoridades lo retiren no es sencillo.
Además, el día 26 de cada mes, cientos de alumnos de distintas normales rurales de la ciudad llegan a la capital para marchar por el caso Ayotzinapa. El campamento tiene la misión de cocinar para todos, darles refugio si es necesario, plantear acciones durante la marcha.
“Hace unos cinco meses intentaron quemarnos el campamento”, cuenta Martín Rocha, un miembro del colectivo Izquierda Democrática Popular que, dentro del plantón, se dedica a dar clases de papiroflexia a los niños de la zona. “Una mujer echó solventes encima de las carpas y le prendió fuego. Nos avisó una chava del 7Eleven: ‘¡Oigan, se está quemando!’.
Es la tercera vez que intentan incendiarnos. La gente no entiende qué hacemos aquí. Seguido nos dicen que afeamos la avenida, que los normalistas ya están muertos, que qué sentido tiene todo esto”.
El caso sigue igual
Para entender lo que ocurre dentro del plantón instalado en Reforma por los 43 normalistas de Ayotzinapa hay que recordar el día en que Enrique Peña Nieto tomó posesión como presidente de la República.
La mañana del 1 de diciembre de 2012, contingentes de todo tipo se dieron cita en el monumento a la Revolución y marcharon hacia San Lázaro para manifestar su inconformidad con la toma de protesta. Fue una jornada intensa, con bombas molotov, camiones de basura secuestrados y estrellados contra vallas de contención, balas de goma disparadas por la policía federal, gas lacrimógeno.
“Ese día nosotros caminábamos con Teodulfo Torres Soriano y Juan Francisco Kuykendall, al que la Policía Federal le reventó el cráneo con el disparo de una bomba de gas lacrimógeno”, recuerda Ciriaco. Teodulfo tenía un video donde documentó el disparo, la trayectoria del proyectil y el impacto en la cabeza de Kuykendall”.
La historia es tan trágica como simple: la atención entera se centró en el herido –quien moriría el 26 de enero de 2014 a causa de lo ocurrido ese día– y la seguridad de Teodulfo no fue la prioridad.
El 24 de marzo de 2013, unos días después de que la familia de Kuykendall denunció públicamente al gobierno federal, Teodulfo desapareció. Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.
“La esposa de Kuykendall se había comprometido a traer a Teodulfo para que se presentara con el video como prueba. A partir de ese momento, se lo llevan. Es una desaparición forzada”.
Ciriaco, los familiares de Kuykendall y todos los defensores de derechos humanos que los acompañaban conocieron el caso Ayotzinapa momentos después de denunciar la desaparición de Teodulfo en el Tribunal Permanente por los Pueblos. Se unieron a distintos movimientos, como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, y pasaron por todo tipo de instituciones, como la Unidad de Personas Desaparecidas, para buscar a Teodulfo y exigir justicia para KuyKendall. La desaparición de los 43 estudiantes fue la cúspide de una ola mucho más grande de arbitrariedades y tragedias impulsadas por el estado.
“Los presos políticos, por ejemplo –menciona Marco, cuñado de Alejandro Bautista–. Todo el movimiento que generaron los presos políticos encarcelados por Miguel Ángel Mancera –exjefe de Gobierno de Ciudad de México– en cada manifestación fue muy importante para este campamento. Aún cuando logramos la libertad de la mayoría, continuábamos marchando y cuando fue lo de los 43, allí seguíamos. Y decidimos unirnos”.
“Los padres nos piden que nos quedemos, y aquí estamos”
Aunque el número de participantes del campamento ahora es reducido, esto ha permitido que la organización sea más ágil. Ya no más discusiones entre colectivos anarquistas y comunistas, ya no más exigencias por parte de los adherentes a la Sexta Declaración de la Lacandona de que apoyen a Marichuy. Hoy el campamento se mantiene en lo esencial: apoyar a los padres de los 43 cuando éstos se apersonen en la capital.
A veces, incluso, el campamento parece vacío. Al fondo, junto a la cocina, hay un monigote de tamaño natural hecho de papel maché sentado sobre una silla; tiene una pistola de juguete en la mano: es una especie de espantapájaros, una forma inocente de asustar a cualquier intruso que se atreva a intentar cruzar las puertas durante las noches.
Esta tarde, más allá, también está Ken, un irlandés que reside en México desde hace varios años y que se dedica a resguardar el campamento por las noches y a traducir a cualquiera de los ocho idiomas que domina la información para los extranjeros curiosos.
Atrás del campamento está lo que solía ser el edificio de la Procuraduría General de la República, el lugar donde Jesús Murillo Karam impulsó la llamada “verdad histórica”, según la cual los normalistas de Ayotinzapa habían sido incinerados en el basurero de Cocula por una disputa entre los cárteles locales de narcotráfico, exonerando por completo a las autoridades involucradas, entre ellas el Ejército.
Hoy el edificio es un inmueble hueco: un enorme rascacielos donde poco o nada ocurre. Tras el sismo del 19 de septiembre 2017, el daño sufrido por el edificio hizo que la PGR cambiara de sede.
“Esa era otra razón por la cual no le veían mucho sentido a que permaneciéramos aquí. Pero nosotros estamos con los padres y ellos nos piden quedarnos”, cuenta Ciriaco.
“Y aquí estamos, con ellos. Y es importante, mira, a la fecha no han nombrado un fiscal que se encargue del caso. Hace dos semanas fuimos a Iguala para acompañar a los padres. Allí, Alejandro Encinas les prometió algo a los padres: que el fiscal especial para el caso sería nombrado esta semana. La semana ya terminó y seguimos igual, así desde hace meses.
“Este campamento es un recordatorio de que nada se ha resuelto”.