EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

A todo esto, ¿cuáles son tus flores favoritas?

Alan Valdez

Julio 13, 2024

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Estoy en el centro del Viejo Oeste, sin espuelas, sin caballo, sin sombrero y sin puntería, para variar. Mal vestido, en el paréntesis de un cielo limitado por montañas que asoman algo de nieve con un brillo de corona apenas pulida, e inadecuado, pero sobra decir que por el acento mexicano, y a pesar de mis breves y distraídas reflexiones sobre el colonialismo y el imperialismo, no puedo evitar decir “Norteamérica”, pero juro que no levanto las manos. Ellos se han salido con la suya y a mí lo único que me queda es entrar en sus hermosas bibliotecas para ensimismarme un poco en algunos itinerarios personales.
De la explanada, culmen del movimiento provocado por animales pequeños, llega hasta mi mesa de trabajo en el segundo piso de esta biblioteca en Denver, Colorado, la idea de que el verano es una fruta rojísima y yo la pruebo como un niño que no tiene miedo de ensuciarse la dentadura. Sonrío. Los animales brincan de una rama a otra con la destreza a la que aspiran los maestros del ocio circense. Y observo, a sabiendas de su naturaleza demasiado despierta, lo poco que conozco y lo mucho que me atrevo a decir a pesar de ello.
Aquí, en medio de una geografía que por soberbia he podido nombrar, pero que no repara hacia mí en lo más mínimo, me sorprendo de lo seguras que están las formas de sí mismas, y vuelvo a sonreír porque eso hace uno cuando no hay mayor respuesta que el puro suceso de estar maravillado.
Parece que de inmediato el día y yo estamos en paz, pero no debo confiarme tanto de nuestra tregua porque estoy en el centro del Viejo Oeste y todos los errores tienen precio, según la trama de una película que vi de niño en Canal 5. Por cierto, ¿qué estará haciendo Clint Eastwood a esta hora?
Auraria Library dice, en bajo relieve, sobre el muro de la entrada principal. La gente en ropa de verano con muecas también de verano, yendo a vidas tan indiferentes para mí, pero los veo porque se me antojan parte de esta escenografía idílica donde todo es tan ordenado y entendido de su papel, que, sin ellos, este drama estaría incompleto, y por alguna razón, yo de igual manera.
Tomo una fotografía de la vista de mi ventana y la envío. Entre varias de las reacciones a mi foto, me detengo insistente en una, Está imagen me recordó a una de esas escenas que ocurren en campus gringos donde alguien, por alguna razón siempre desconocida, es más listo que el resto de los seres humanos. Y lo único que puedo hacer con el mensaje, es reparar en si lo que me están tratando de decir interpela directamente la idea de ficción vs realidad, o la noción de que en las películas gringas todo parece excesivamente adecuado para que el viaje del héroe se realice con todo el éxito posible, porque alguien siempre tiene que ganar. Alguien, en esta economía, siempre tiene que ganar.
Ensayo más fotografías de la biblioteca y comparto mis descubrimientos al por mayor. Fotos de anaqueles con hileras meticulosamente dedicadas, a temas para mí, por demás, desdibujados, pero seguro que a alguien si le interesan las inversiones hechas en la industria de la topografía minera en Colorado en el siglo XIX, más allá de creer que una biblioteca solo funciona como archivo. Una sección de mapas de territorios, que a pesar de lo bien descrito que tiene sus acotaciones, para mí son horizontes apenas abarcables por imágenes vacías. Salas quietas para el estudio quieto y un pasillo dispuesto a escultores herederos de un Denver anterior, en donde la lengua inglesa aún no describía las “otras” sensibilidades como signos puramente “rudimentarios”.
En un último gesto, la cámara de mi celular me muestra mi rostro de 31 años. También envío esa imagen. Recibo una respuesta. Mira, ahora tú también eres parte de esa misma película, pero ya no contesto nada y sigo ocurriendo con el día, porque de eso, bien o mal, se trata este asunto de estar vivo, a menos que uno acabe por hacerle caso a Pedro Calderón de la Barca. Da lo mismo, yo, aún así, no estaba tan despierto, y sin mucha parafernalia, la dimensión del sueño parece la más asequible por inmediata.
Reviso la foto que acabó de mandar. Decir que es pura vanidad es legítimo, pero es apenas una mínima parte del esfuerzo que mis ojos imprimen en el examen. Estoy por cumplir años, me miro, me descubro a la vez mi padre y mi madre, simultáneos, mi rostro es ellos, pero no. Y me pregunto qué tanto he sido. Lo que ves es lo que hay, me aventuro, pero la premisa me parece de una hondura tan insensible que, en vez de afirmarme, solo me acaba fundando la pregunta más iniciática de todas. Obviamente no llego a nada. Puro andar descuidado entre si mi cuerpo soy yo, o si solo en el presente me digo, pero después quién sabe. Y me levanto, porque las dudas lo que provocan es que uno quiera levantarse del asiento para tratar de comprobar, de una vez por todas, si esto de verdad merece la pena.
En el espejo del baño, examinándome ansioso, pero cuidando de no provocar una sospecha en el otro hombre que también se lava las manos, me exijo una vez más la pregunta de si mi nombre ha sido suficiente.
Me señalo el pecho. Nada. Me señalo el estómago. Nada. Me señalo la cabeza. ¿Será acaso que ahí habita lo más interior de lo que soy y he sido? Y el otro hombre se seca las manos con el ruido de un ingrato chubasco, analizándome de reojo como si predijera una estatua apunto de hablar del cobre carcomido por la burocracia. Y solo me alza la cabeza como diciendo hola, como diciendo nada. Y me quedo solo en el baño hasta que los ojos del espejo son mis ojos. Al borde, entonces, de mis años caducando para empezarse de nuevo, mi celular timbra y sin ninguna reverencia proporcional a las dudas que tuve, me distraigo del interior y me retiro del espejo.
De nuevo, en mi silla de biblioteca, alejado de toda ambición por encontrarme el origen, me complazco, casi como un animal hacia la fruta evidenciando la mordida, en que la parte de mi cuerpo que más reconozco como imprescindible de lo que soy y he sido es mi cabeza. Si perdiera cualquier otra extremidad de mi cuerpo aún podría enunciarme como Alan, pero si pierdo la cabeza, no habría nada más que hacer. Mi cuerpo no podría decirse a sí mismo, quizá sobreviviría como sobreviven los órganos en formol, pero yo, lo que se dicen todas mis hambres en el mundo, quedarían inmediatamente clausuradas. Pero repito, esto no es un ejercicio de vanidad sino un ensayo tibio de la angustia provocada por saber qué es lo que desde siempre ha sido lo verdaderamente mío.
Hace dos años, por primera vez tuve acceso a una fotografía de mi cerebro. Por medio de una tomografía axial de mi cráneo, produjeron varias imágenes de rayos equis, que, al sacar distintos cortes de mi cabeza, provocaron una idea en tercera dimensión de lo que guarda mi cráneo. Cuando el doctor examinó las placas en su pizarra de luz aséptica para explicarme la salud de mi cabeza, lo primero que concluí es que entre lo que pienso y lo que padece fisiológicamente mi interior hay una brecha imposible de reducir. Entre ese órgano que parece un chicle masticado y pulido por la reiterativa saliva y el orden de mis ideas hay una metáfora que no se cumple.
El día sigue avanzando. Mi madre me escribe. Le envío fotos de un zorzal americano que está parado justo en el borde también aséptico de mi ventana de biblioteca. Lo hago, porque a mi madre le gustan las aves y a mí igual. Supongo que de eso se trata el cariño. Hace unas semanas tuvo un accidente que la obligó también al retrato luminoso del interior de su cerebro por contraste. Una fotografía completa de su materia gris. Incidentalmente, gracias a la caída, además de la breve hemorragia subaracnoidea que se volvió visible por la tomografía, lo que se pudo descubrir fue una pequeña invasión de territorio en su cerebelo.
Definitivo que sin ese golpe no hay hallazgo del tumor en su cabeza. No supimos si llamar a la caída suerte o no. Pero la pregunta por el interior que se planteó mi madre desde ese momento ha estado rondándome los piensos. En nuestro esfuerzo familiar por responder ante tal circunstancia médica, recorremos los lugares comunes que inaugura inmediatamente tal padecimiento, claro que el miedo, la incertidumbre y el cuerpo. Sin embargo, la otra cosa que también ha sido importante discutir es todo lo demás que hace que un humano, sea, pues, no sólo la taxonomía de un cuerpo ilustrado en dolor y enfermedad, sino lo que constituye que una persona sea una persona y sus deseos.
En nuestros mensajes le comento a mi madre del calor que hace en Denver, de lo bien aventurado que va el río llamado Cherry Creek, de lo azul más azul que está el día y del cuadro que está en el Museo del Prado, titulado La Extracción de la piedra de la locura, pintado a finales del siglo XV. Me contesta que de esa pintura de El Bosco no estaba enterada, pero que alguna vez en la universidad supo de un cuadro titulado El jardín de las delicias.
En la pintura del El Bosco, la alegoría que se está jugando es la búsqueda y extracción de la materia causante de la demencia en una persona, casi como si de la extracción de un cálculo renal se tratara. En ese cuadro, además de los personajes que asisten la arcaica cirugía, donde es más que evidente que algo también a ellos les aflige y tuerce las ideas, se observa que de la cabeza del paciente sometido, lo que sale no es una piedra en su más dura potencia, sino otro objeto más benévolo. De las pinzas, en un gesto sospechosamente caligráfico, lo que se está sostenido después de la extracción no es una presencia mineral, sino una flor, una recién abierta flor de pétalos posiblemente blancos en tulipán.
Mi madre ama pintar flores. Ha recreado todo lo que ha visto. El mundo para ella se ha traducido en color. Sus ideas no solo tienen la sintaxis del verbo y el predicado, sino algo mucho menos sordo, una narración no en palabras sino imágenes. Me dice mi madre, Yo lo único que deseo es pintar, pintar todo lo que veo hasta que haya repasado todos los colores.
Mi madre tiene flores en la cabeza. Pronto tocará recoger una de ellas.