EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

CANAL PRIVADO

Juan García Costilla

Noviembre 01, 2006

Hace unas tres semanas me contaron un chiste acerca de la televisión, que me pareció gracioso, certero y hasta un tanto ácido y cruel. Se los platico (escribo), a manera de prólogo para el tema de esta semana en este espacio.
Animosa y alegre, una mujer llega a su casa ansiosa de compartir con su esposo algo que escuchó en la conferencia de algún terapeuta familiar a la que acababa de asistir.
Como todos los días a esa hora, encuentra a su pareja tumbado en su sillón favorito enfrente de la televisión, zapeando automáticamente el control remoto.
–¿Qué crees mi amor? –le dice cariñosa–. Dicen los expertos que es muy saludable que los matrimonios compartan una conversación, al menos diez minutos todos los días.
Con cara entre indolente y enfadada, el tipo duda unos segundos, antes de preguntarle: –¿Conversar? ¿Y de qué?
A la semana, la ofendida mujer encuentra una oportunidad para vengarse de la afrenta.
Sentado en su sillón, su consorte ve un programa sobre la eutanasia en el Discovery Channel. Aprovechando un comercial, le suelta a su sufrida pareja, sin verla ni siquiera de reojo.
–Amor, si por mala suerte me quedo en estado vegetativo, te suplico que me desconectes y me dejes morir. No soportaría vivir dependiendo de los impulsos de un aparato eléctrico y los líquidos de una botella.
Sin decir nada, la dama se levanta de su asiento, desconecta el cable de la tele, le arrebata la chela a su esposo y la tira a la basura.
Sin embargo, a partir del pasado 20 de octubre el chistorete ya no me hizo tanta gracia. Ese día me cortaron la señal de Sky… sí, por exceso de pago. Sería más elegante decir que se me olvidó ir al banco, o que no tuve tiempo porque estaba saturado de chamba, pero mentiría.
El punto es que durante diez largos y penosos días lo unico que se podia ver en mi tele era la programación de Televisa y Tv Azteca. El asunto no es nada menor, como bien sabe cualquiera que haya vivido una experiencia similar. Todo cambia, se desajusta, baja de nivel.
Al principio me resigné, y por un par de días me soplé una programacion inundada de anuncios, no sólo en los cortes comerciales, sino incluso dentro de los programas; a tal grado, que por cada hora, 40 minutos eran de publicidad y el resto el contenido de cada emisión.
Además aprendí, a fuerza de repeticiones, que bizcocho no es ya una palabra impropia –como antro, chido o wey–, sino un piropo socialmente correcto. Luego descubrí que el éxito social se consolida cuando te presentan ante el público, exigiendote una “¡vuelta, vuelta, vuelta!”.
Pero lo peor fue ver a ese público, aplaudiendo, riendo, rebajado al triste rol de palero voluntario y masoquista.
Encabronado, deprimido y por mero instinto de sobreviviencia, apagué la tele y decidí no verla hasta recuperar la señal de Sky.
“Estás loco. ¡No se puede vivir sin ver televisión!”, me dijo socarrona una amiga a la que le platiqué mi estrategia.
Por puro orgullo, resistí estoico ocho largos días sin la droga hertziana. Y es que en parte ella tiene razón, porque la tele me despierta, me arrulla antes de dormir, me acompaña mientras como, y hasta cuando escribo.
Tiene razón también, dada la omnipresencia de la televisión en la escena pública. Están en los baños, restaurantes, automóviles, eventos deportivos, bares, salas de espera, peluquerías y salones de belleza, en centros comerciales y hasta en supermercados. No he visto ninguna todavía en iglesias, pero no me extrañaría que algún templo la tuviera. Nadie escapa de la televisión completamente.
No verla es condenarse a ser excluido de casi todas las conversaciones cotidianas, o de muchas fiestas y reuniones sociales, es cortar el vínculo que conecta a muchísima gente en la sociedad.
Aunque el efecto más grave y pernicioso del aparatito ese tiene que ver con la vida política de una comunidad, con el ejercicio de las libertades y derechos civiles, sobre todo en aquellas que apenas caminan hacia una democracia real, como la nuestra.
Los padres de la Constitución de Estados Unidos crearon una república descentralizada, y de manera explícita no una democracia, porque pensaban que esta tendía al centralismo y la tiranía. Uno de ellos, Thomas Jefferson, creía que el modesto rol que el voto jugaría en la nueva nación sólo sería tolerable si lo ejercía un electorado bien informado y educado.
Por eso, si Jefferson viviera, no sólo odiaría la televisión, sino que se sentiría decepcionado de una cultura que promueve la democracia y la televisión como bienes que deben estar al alcance de todos los ciudadanos. ¿Qué significa eso para las libertades civiles, cuando tantos votantes se informan solamente a través de lo que dice la televisión?
Es obvio que, en privado, buena parte de nuestra clase política agradece este fenómeno, ya que los votantes –a quienes deberían servir– son más fáciles de manipular cuando desarrollan opiniones a partir de lo que ven en la televisión. No es casual que el gobierno estadunidense esté dispuesto a gastar miles de millones de dólares para subsidiar la transferencia de las transmisiones análogas a las digitales.
Cualquier semejanza con la que llamamos Ley Televisa, no es coincidencia. La televisión digital se ha convertido en el nuevo derecho civil, uno muy conveniente para los propietarios del poder político.

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