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Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

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Juan García Costilla

Enero 22, 2005

 

  Para después de votar  

 

En estos tiempos electorales, no deja de asombrarme la cantidad de ciudadanos, demasiados creo, que coinciden en una idea básica: las campañas no son espacios para propuestas, ni para la competencia de proyectos de gobierno. Cuando me lamento del pobre contenido y sustancia del mensaje electoral de los candidatos a gobernador, el revire a menudo es una sonrisa sarcástica y una sentencia pragmática: esto es una guerra mediática.

Una idea que, por cierto, también parecen compartir los protagonistas de las campañas. En sus respectivos actos de arranque, el 7 de noviembre del año pasado, los dos sentenciaron el tono de lo que vendría. Héctor Astudillo, en Tixtla, señaló que “la sociedad demanda a los aspirantes a gobernador ir más allá de los discursos”, a dejar atrás “las desgastadas promesas”. Por su parte, Zeferino Torreblanca fue más claro, cuando dijo en Tlapa que “a las propuestas no creo que les haga mucho caso alguna parte de la población. Creo que influye en cómo se comporta el candidato, cómo se maneja ante los medios, cómo responde, qué seguridad tiene, si habla con la verdad o no”.

Por lo pronto, hasta ahora las ideas han quedado en el olvido, marginadas por una lista interminable de insultos, acusaciones y denuncias. La guerra mediática ha sido, más bien, una batalla campal.

¿Y qué dicen los teóricos de esta idea? Giovanni Sartori, sociólogo italiano, creador del concepto del homo videns, asegura que con la participación de los medios electrónicos, sobre todo de la televisión, “las elecciones se vuelven una competencia en donde son los hombres, y no los programas de gobierno ni el respaldo partidista, los que se graban en la mente del elector. La televisión nos propone personas en lugar de discursos”.

Raúl Trejo Delarbre, sociólogo y analista de fenómenos mediáticos, decía en un artículo suyo publicado por la revista Etcétera, en el año 2000, refiriéndose a la campaña presidencial de ese año: “Si los candidatos, o al menos casi todos ellos, han preferido las descalificaciones mutuas y las arengas demagógicas es porque consideran que un debate de ideas sería menos redituable para sus campañas. Antes que elaborar y proponer prefieren llamar la atención de los medios, y así de los ciudadanos, con imprecaciones altisonantes y ocurrencias aparentemente divertidas.

“Si las campañas son tan rústicas es porque los ciudadanos no les exigen otro estilo a candidatos y partidos. Además, los medios aplauden –y destacan– la retórica vehemente y las ocurrencias vulgares más que la referencia a problemas nacionales o los compromisos específicos (cuando los hacen) de los aspirantes a gobernar el país”.

A esas limitaciones se refería la doctora y ex consejera del IFE Jacqueline Peschard en el ensayo La cultura política en México, publicado ese mismo año por el Conaculta y el Fondo de Cultura Económica: “Si en los años sesenta se hablaba de una cultura política predominantemente súbdita o subordinada, en los noventa se habla de una transición, o un proceso de cambio, en la que persisten referentes autoritarios, actitudes de desconfianza hacia la política y de escasa eficacia política o capacidad para ejercer influencia sobre el sistema, a la vez que muestras claras de participación ciudadana, expresiones de una voluntad de tener mayor incidencia en la definición de las políticas públicas y una inclinación a buscar la colaboración de los otros. Todavía estamos lejos de tener un sistema político democrático y nuestras representaciones y actitudes hacia él conservan un remanente importante de la cultura autoritaria”.

Pero los políticos no son los únicos responsables de lo que pasa en el ámbito político. En el largo plazo, la idea de que “los hombres tienen los gobernantes que se merecen” puede tener algún fundamento. La sociedad de consumo ha contribuido a crear personas acríticas, ajenas al mundo que las rodea. Una gran parte de los ciudadanos cree que con votar una vez cada cierto tiempo es suficiente para el buen funcionamiento de la democracia. Sin embargo, somos los ciudadanos los primeros responsables de los problemas que nos afectan. Tenemos la responsabilidad de preocuparnos por el funcionamiento de las instituciones y de recordar a los políticos que elegimos que el voto no es una carta en blanco.

No sólo es política la que se ejerce desde las grandes instancias, también lo es la que se realiza desde la asociación de vecinos o desde un grupo de presión que defiende determinados intereses. En este sentido, los movimientos sociales y las ONG, que han adquirido gran relevancia en las últimas décadas, constituyen un intento de la sociedad por recuperar un protagonismo que jamás debería haber perdido.

Esta elección puede ser una buena oportunidad para plantearse, pues, qué podemos hacer los ciudadanos para ejercer nuestra responsabilidad en el ámbito de la política. No todas son utopías irrealizables ni guajiras.

Educar y sensibilizar. Desde la familia a la escuela, en la tolerancia, el diálogo, la paz y la responsabilidad con el entorno social, político y ecológico. Enseñar a pensar por sí mismo y educar en el objetivo del bien común.

Mantenerse informado. En la era de la comunicación, los ciudadanos vivimos muy desinformados. El excesivo ruido informativo hace difícil atender lo que resulta verdaderamente relevante. Es necesario promover un espíritu crítico que permita identificar la información significativa y buscar la pluralidad. Sólo así los ciudadanos evitaremos ser víctimas de la manipulación y estaremos en disposición de exigir, con criterio propio, responsabilidades a nuestros dirigentes políticos.

Ejercer la democracia participativa. Participar en organizaciones locales o estatales, en manifestaciones, campañas de sensibilización o recogidas de firmas. No son las leyes –el mundo está lleno de constituciones impecablemente democráticas que nadie respeta– sino la práctica de los ciudadanos lo que determina si una sociedad es o no democrática.

Establecer prioridades y tenerlas en cuenta en el momento de ejercer el voto. Ninguna opción responderá enteramente a nuestras aspiraciones, pero no podemos dejar que lo inmediato –por ejemplo las nimiedades de una campaña electoral– determinen un voto que puede tener consecuencias mucho más amplias

Dignificar la política es posible. Abandonar el espacio público, por escepticismo, apatía o desaliento, es sumamente peligroso y supondría la entrega definitiva de una herramienta que –aunque ya maltrecha– es esencial para la mejora de nuestra realidad.

 

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