EL-SUR

Sábado 05 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Oh juventud…

Un escritor argentino, militante revolucionario en sus años mozos, posteó hace unos días en las redes un mensaje que dice mucho de nuestra época: “Señores esto se soluciona con menos Facebook y más calle…” Se refería a las campañas online contra el presidente conservador Mauricio Macri que no se han traducido por el momento en grandes manifestaciones populares capaces de desestabilizar a su nuevo gobierno. También de manera indirecta era un mensaje en dirección de la juventud de hoy, la cual, de América Latina a Europa y Medio Oriente, en países que durante el siglo XX generaron una importante movilización política de los jóvenes, se aparta cada vez más del militantismo de izquierda, partidario o social.
El caso de mi país de origen –Francia– y de mi país de adopción –México– es desde este punto de vista significativo:
El drama de Ayotzinapa no ha provocado el terremoto social que muchos anticipaban, en gran medida porque la juventud mexicana no se volcó a la calle. En el DF, la mayor protesta de finales de 2014  no congregó más de 100 mil o 150 mil inconformes según los propios organizadores.  Y los que asistieron notaron que el grueso del contingente lo formaban gente de edad mediana y viejos militantes. Por cierto, muchos jóvenes marcharon en distintas ciudades del país y desde la fecha los más decididos siguen en pie de lucha. ¿Pero que representan en un país que cuenta 40 millones de menores de 30 años?
Las reformas a las leyes laborales adoptadas por el gobierno socialdemócrata francés –que anulan parte de las conquistas sociales del siglo XX– tampoco han detonado un rechazo masivo. Las primeras manifestaciones contra esas medidas, en marzo 2016, reunieron un millón de franceses  pero dos meses más tarde, el 17 de mayo, a duras penas congregaron  220 mil personas en todo el país según la Conféderation Générale du Travail (CGT), el principal sindicato de Francia. Y las imágenes que nos presentaron las televisoras acreditan que la gran mayoría de los manifestantes eran asalariados de edad media. De hecho, los polos de resistencia a la “Ley Trabajo” se han concentrado en los centros de trabajo (transporte carretero, ferrocarriles, refinerías) donde los más aguerridos sindicalistas  multiplican las huelgas, tratando de bloquear la economía para torcerle el brazo al gobierno.
Es evidente que los jóvenes que se comprometen con una u otra organización militante para luchar contra el nuevo modelo económico y social francés son minoría. Los efectivos de la juventud comunista y de otras organizaciones de izquierda  han mermado en los últimos 30 años. Sus banderas rojas, sus mantas con la efigie del Che Guevarra siguen ondeando sobre los desfiles pero Francia no cuenta con más de 15 mil jóvenes afiliados a la Federación de la Juventud Comunista  y un número equivalente de militantes de ultra izquierda, trotskistas, alter mundialistas, etc… Es poco para una población de 10 millones de 18 a 30 años. La actividad en redes sociales (peticiones y denuncias relativas a temas “societales”) parece haber substituido al compromiso militante.
Curiosamente ese desapego por el combate político tradicional viene acompañado –marginalmente en Francia y en otros países occidentales pero masivamente en México– de expresiones violentas, de cariz radicalmente diferente, que todas revelan, de una forma u otra, una rebelión contra el modelo económico y social propuesto por las elites de las sociedades occidentales
La tentación de la violencia va creciendo en ciertos sectores de la juventud francesa: en París y en Nantes, la televisión ha evidenciado la presencia en las recientes concentraciones de grupos que atacan a la policía para herir o a veces matar (como fue el caso de dos oficiales encapsulados en su patrulla que un comando trató de incendiar). Son grupos anarquistas, ecologistas radicales o bandas venidas de los suburbios. Por lo general no tienen proyecto político claro, profesan un odio visceral para el Estado, sus políticos, su policía, los ricos y sus tiendas de lujo. Profesan una forma de anarquismo individualista muy alejado del sueño bakuniano del colectivismo libertario que fundó el anarquismo del siglo XIX.
Y me pregunto si en México la violencia criminal no sería también una nueva expresión del odio por el Estado y su modelo de crecimiento desigual.
Una investigación de la extinta Secretaría de Seguridad Pública, en 2010, censaba 9 mil 600 pandillas en el país, o sea centenares de miles de pandilleros calculando que cada pandilla cuenta de 20 a 50 miembros. Sus actividades se limitan a menudo al grafiti y a robos menores en tiendas pero se extienden rápidamente al ataque a transeúntes, robo de casas, extorsión y narcomenudeo. La PGR afirma que 43 de esas pandillas son utilizadas por los grandes carteles como ejército de reserva de sicarios.
En ciertos estados como Guerrero el crecimiento de los pequeños gangs ha alcanzado niveles inauditos. Xavier Olea, el fiscal estatal, hace pocas semanas afirmaba que 50 pandillas controlan las colonias marginales del puerto de Acapulco.
En Centroamérica y en los barrios conurbados de las grandes ciudades de Brasil (Río de Janeiro y Sao Paulo) la existencia de esas bandas se ha vuelto un problema de seguridad nacional. En El Salvador, el gobierno no tuvo otra opción que negociar una frágil tregua con la Mara 18 y la Mara Salvatrucha para tratar de contener la violencia que azota al país. En 2015, el ministro de la Defensa de ese país, David Munguía, aseguró en una entrevista televisiva, que hay aproximadamente 60 mil pandilleros en todo El Salvador y que esta cifra dobla la cantidad de efectivos militares activos disponibles. No sobra precisar que esas bandas nacieron en los barrios calientes de Los Ángeles, California, en el seno de comunidades salvadoreñas desarraigadas durante la guerra civil (1981-1992) y que se desarrollaron luego en Centroamérica cuando Estados Unidos deportó sus principales líderes a El Salvador.
Vale pues preguntarse ¿por qué y cómo el modelo neoliberal ha lograda apartar a la juventud de la acción política y orillar a parte de ella a la violencia? En nuestro continente, las teles, las radios, el cine e Internet han manipulado en profundidad las mentalidades. Los más pobres comparten hoy los mismos sueños que las clases medias: enriquecerse rápidamente, “empoderarse”, consumir grandes marcas, cuidar su look, conducir motos y carros de lujo, coleccionar amantes y realizarse a través del sexo…
Para los menos favorecidos, unirse a la delincuencia, o colaborar con ella, ha devenido el medio de alcanzar en un santiamén los objetivos materiales que la sociedad hace relucir delante de sus ojos. El modelo económico ha engendrado un mecanismo mortal: ha “vendido” el “sueño americano” a todo el planeta, pero no tiene suficiente producto en bodega. Por lo tanto, la delincuencia sigue siendo, tanto aquí como en los suburbios europeos, la única vía rápida al paraíso para millones de jóvenes apresurados. Wall Street, Wall Mart, Hollywood, Periscope, los medios y la publicidad no son los únicos responsables. Legiones de terapeutas los auxilian, que día tras día legitiman la búsqueda imperiosa de la realización material y la construcción del Yo.
Circunstancia agravante, los mismos jóvenes marginalizados viven bombardeados por imágenes, recibidas por un medio u otro, que banalizan de cierta manera una nueva cultura que se podría calificar de “peri-delincuencial”: juegos video que enseñan a los niños a matar, series televisivas a la gloria de capos narcotraficantes, clips de bandas de rap o hip-hop que llaman a matar policías y violar mujeres, ídolos deportivos tatuados y gesticulando como maras… Frente a ese bombardeo muchos padres renuncian a enfrentar a sus hijos para inculcarles un mínimo de valores y hacen poco para ofrecerles elementos culturales alternativos. A la hora de decidir matar o no matar, esos jóvenes carecen de referencias.
Mucho más marginal que el fenómeno pandillero en América Latina pero tal vez más revelador aún de la pérdida de rumbo que amenaza a ciertos sectores de la juventud está la atracción por la violencia yihadista. Al día de hoy casi 10 mil ciudadanos de Estados Unidos, de Europa, de Rusia o de una ex-república soviética, han combatido o combaten en Siria e Irak en las filas de ISIS o de Al Qaeda. Muchos han vuelto –o regresarán– a sus países de origen para cometer atentados: franceses, belgas, ingleses, bosnios, rusos, chechenos… En Francia y Bélgica son por lo general hijos de familias musulmanas inmigradas hace dos o tres generaciones que no han encontrado su lugar en sociedades golpeadas por las crisis económicas y tasas de desempleo récord. Particularmente en los suburbios de las grandes urbes donde se concentran. Todo indica que esos jóvenes encontraron en el Islam radical –pervertido por los teólogos salafistas y yihadistas– una herramienta para desquitarse de un modelo económico y social que los marginaliza. En realidad, nada parecía destinarlos a agarrar un fusil de asalto o ceñir una cintura de explosivos. Mucho antes de aventurarse en ese combate sin otro futuro previsible que la ilusión de morir como “mártires”, han recorrido otros rumbos que confirman su temprano rechazo de las sociedades en las que viven. Sus papás eran musulmanes moderados y ellos no practicaban –o poco– la religión. Eran jóvenes comunes, se vestían siguiendo las modas importadas del Bronx neoyorquino o del Compton angelino, tomaban cerveza entre cuates y soñaban ser ricos para poder consumir más. Como en otras partes del mundo, la pequeña delincuencia les dio por un tiempo la oportunidad de ganar más para realizar sus sueños. La mayoría de los responsables de los atentados cometidos en París y Bruselas habían un día vendido mariguana o relojes robados en la calle. Unos cuantos habían pisado una u otra prisión. Esa juventud “desubicada” fue una presa fácil para los predicadores del Yihad que se mueven a sus anchas en las numerosas comunidades integristas que se han consolidado en el seno de la inmigración magrebí, turca y pakistaní. Les ofrecieron otro medio para “realizarse” y “triunfar”.
Este viaje por “Occidente” me lleva naturalmente a una conclusión: no nos queda otra alternativa que constatar que el modelo cultural engendrado por el modelo económico que nos rige desde hace 30 años es criminógeno.

* El autor ha sido reportero en los periódicos Le Monde y Liberation. Es además documentalista, ensayista, novelista… y vecino de Acapulco. Colaborará con regularidad en estas páginas.