EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Descalifico, luego existo

Juan García Costilla

Diciembre 03, 2005

 Canal Privado

La neta sea dicha, hay que reconocer que eso de andar repartiendo culpas de todos nuestros males es bastante cómodo, alzar el dedo flamígero para señalar a los poderosos no requiere de mucho esfuerzo y lo mejor es que se queda uno bien tranquilo y hasta se concilia rápidamente el sueño.

Pero la negación está clasificada como una etapa temprana de la sicosis, y la mera verdad no se ve bien entrarle con tanto desparpajo a la locura colectiva.

A los de a pie nos gusta criticar con saña al gobierno y a los políticos (incluido el de la voz, digo, el de la letra) sin asumir la parte que nos toca en la construcción del mentado y ansiado cambio (el de a de veras, no el de 360 grados).

No nos gusta nada: el pinche transporte esta del nabo, pero al primer bloqueo de urbaneros en la Costera en protesta por algún amago de la autoridad respectiva, chillamos que ya ni la friegan, que cómo permiten esto, que ya les den lo que quieren pero que abran la maldita calle; el que puso los semáforos es un wey que ni idea tiene, nada más complica el tráfico, y con la mayor concha nos pasamos el rojo, al fin que ni carros pasan; la ciudad está hecha un asco, hay basura por todos lados, esos del Ayuntamiento son regüevones, y lanzamos por la ventanilla un envase de Gatorade de uva, ¡qué pongan basureros chingao!; la Escénica es peligrosísima, los taxis amarillos van hechos la mecha, ¿qué nadie pone orden aquí?, pero nos enteramos que la multa por circular a exceso de velocidad por esa avenida es de 400 pesos y ponemos el grito en el cielo, ¡qué barbaridad!, ¿de qué se trata?, segurito que esa lana se la van a clavar.

El caos del transporte no puede resolverse si las autoridades no se deciden y cancelan corruptelas, complicidades y abusos de los concesionarios, pero tampoco si no cuentan con el apoyo de la sociedad; no tenemos derecho a exigir que los agentes de tránsito sean honrados, si somos los primeros en propiciar la mordida; con qué cara censuramos el tiradero de otros, si no somos capaces de guardar la basura hasta encontrar un cesto dónde ponerla; debemos entender que las multas de Tránsito son elevadas ¡para desalentar evitar infracciones al reglamento, no para ser accesibles para el bolsillo del infractor!

Con enorme facilidad reproducimos los rumores más grotescos de actos de corrupción, abusos y excesos de nuestros gobernantes, sin preocuparnos demasiado por la veracidad de las historias: “no importa, se lo merecen”, “cuando el río suena, agua lleva”, “por algo lo dicen”, “así son todos”, “yo me sé otras peores”; y el deporte resulta tan apasionante, divertido y en todos lados se encuentran jugadores dispuestos a participar, que nos olvidamos de hacer algo, si en verdad creemos que las cosas andan tan mal.

Se ha dicho hasta el cansancio, pero es cierto: una autentica democracia demanda ciudadanos mucho más comprometidos en participar, no sólo en ir a votar cada tres y seis años.

Ojalá y así fuera de sencillito: levantarse los domingos, llevar a los enanos para que reciban una invaluable lección política de sus civiquísimos padres, enseñar la credencial en la casilla, cruzar el logo de nuestra preferencia, doblar la boletita, depositarla en la urna y, por último, permitir que nos manchen el dedo con una tinta apestosa para poder presumir que uno ya cumplió. Pero desde el viaje de regreso a casa nos reconvertirnos de inmediato en el ente apático y desinteresado de siempre, pero eso sí bien criticón.

Por ejemplo, a menudo se nos olvida, a todos, el significado fundamental de la democracia electoral: no se trata de elegir a un hombre para encargarle la chamba de gobierno durante tres o seis años; se vota principalmente para decidir qué proyecto vamos a respaldar todos, no sólo los que integran el equipo ganador.

Pero las victorias electorales son casi siempre pírricas, porque al elegido no le dura el goce ni un año. Rápido los impugnadores surgen, los simpatizantes esconden la cabeza (a mí ni me chinguen, que yo no voté por fulano, dicen las calcomanías) y el encanto del poder se convierte en una pesadilla de la que muchos, se les nota en el rostro, quieren despertar mucho antes de que termine su periodo.

El triunfo electoral no genera tersura en el ejercicio de gobierno, se pudre pronto por el áspero golpeteo de los que perdieron, de los que esperaban resultados inmediatos, de los que a la menor provocación pasan de simpatizantes a opositores y de los que de por sí les gusta llevar la contra.

Vicente Fox triunfó ampliamente en la elección presidencial y apenas le dieron sus hijas la imagen guadalupana y ya tenía a medio México encima; Alberto López Rosas ganó de manera contundente la elección municipal, pero se pasó gran parte de su trienio acosado y defendiéndose de los ataques de propios y extraños; Zeferino Torreblanca obtuvo una victoria indiscutible y apenas se sentó en la silla ya algunos pedían su renuncia. Todos derrotados de antemano por el juego perverso de la diatriba hecha política.

Hay un viejo chiste priísta que ilustra bien lo que trato de explicar: un flamante gobernador de Guerrero propuso a su compadre, médico de profesión, ser alcalde de Chilpancingo (¡qué tiempos aquellos cuando eso bastaba para llegar al poder!). “Necesito alguien de toda mi confianza para la alcaldía capitalina compadre, y ¿quién mejor que usted?”, le soltó al sorprendido doctor.

–No compadrito, yo estoy muy a gusto en mi consultorio. Gano bien, estoy tranquilo, no es por desairarlo pero no. A mí no se me da eso de la polaca.

–No me diga eso, es un favor personal, de veras que lo necesito. Hágalo por mí.

Y como a los poderosos no se les niega nada, ni siquiera sus compadres, a regañadientes el galeno aceptó la encomienda.

No habían transcurrido dos meses, cuando entra el alcalde a fuerzas a la oficina del gober con un fólder en la mano. Sentándose frente al mandamás, le avienta la carpeta diciéndole: “¿Ya ve porqué no quería entrarle? Lea todas las chingaderas que dicen de mí en los periódicos”. El aludido revisó displicente los recortes de prensa y sin acabar abrió el cajón de su escritorio de donde saco un archivo cuatro veces más gordo.

–Eso no es nada, doc. Échele un ojo a esto. Y es nada mas lo de una semana.

Sin hacer lo que le pedía su amigo, el doctor replicó de inmediato.

–Sí compadrito, ¡pero lo mío no es cierto!

Finalmente, los políticos consolidaron la peor de sus influencias: que los ciudadanos aprendiéramos a usar la descalificación permanente del adversario.

En los últimos años la costumbre se ha recrudecido, sobre todo durante las campañas electorales, alcanzando niveles bizarros e irresponsables. La lista de la agenda pública está llena de escándalos y acusaciones recíprocas que crean un ambiente hostil y peligroso. El arma favorita para eliminar rivales incómodos es la calumnia, el ataque personal, la denuncia efímera. ¡Corrupto!, gritan convincentes, para después abrazarse y limar asperezas, “aquí no pasa nada, no es personal, asunto olvidado, hombre”.

Si les parece un juego irrelevante, están muy equivocados. Todos perdemos: el agredido, por que cierta o falsa la acusación, ya no puede sacudirse el estigma; el agresor, porque cuando cierra pronto el expediente sin más explicaciones se ve peor que su acusado; los ciudadanos, porque cuando el episodio concluye y nadie va a la cárcel y a nadie se le exonera, se queda con el amargo resentimiento por haber sido engañado y la justificada certeza de que todos los políticos son o amorales o mentirosos o inescrupulosos o cómplices o corruptos –o todo junto.

 

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