EL-SUR

Jueves 12 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

El arte de ser un flagelo

Federico Vite

Agosto 20, 2024

(Primera de dos partes)

Via Gemito (Italia, Feltrinelli, 2000, 389 páginas), novela del escritor italiano Domenico Starnone, es uno de esos libros que problematiza la intrigante existencia de un hombre que se siente ajeno a su familia, a su país y a su idioma, pero no sabe por qué. Esa es la ambiciosa pesquisa del autor. El libro apareció hace veinticuatro años, pero la historia ocurrió entre 1943 y 1998. El texto abarca cinco décadas; condensa hechos intensos y evidentemente situaciones complejas, pero el motor del relato siempre es el ánima de un artista plástico.
Esta novela le dio notoriedad a Starnone, tuvo la fortuna de recibir el Premio Strega en 2001 y analiza la figura paterna. Es narrada por el hijo varón de una familia sui generis de Nápoles. Pareciera una empresa sencilla, pero la prosa del autor potencia los decibeles de la historia, porque no es un tratamiento baladí de la monstruosidad familiar; es coloquial, cierto, pero no superfluo. Esta es una muestra: “En realidad me di cuenta que estaba cambiando mucho. Cambié mucho y de una manera que no me gustaba. Sentí, por ejemplo, que estaba perdiendo la capacidad de medir las palabras, arte que al final de mi adolescencia me atribuía con orgullo”.
El relato inicia con esta aseveración: “Cuando mi padre me dijo que le había pegado a mi madre una sola vez en veintitrés años de matrimonio, ni siquiera le respondí”. Intuimos la profundidad del asunto. Y el hijo va desmontando esa certeza paterna para exponer las contradicciones de un hombre que estuvo luchando por ser un pintor, pero no pudo ser lo que él quería, entre otras cosas, porque debía trabajar en el sindicato ferroviario todo el día y en los ratos de descanso se iba a los museos a buscar opciones de crecimiento; ya sea mirando exposiciones o escuchando las conversaciones de otros artistas, a los que casi siempre consideraba mediocres. Pero lo que el hijo narra no sólo es un testimonio salvaje sino una contradicción humana portentosa. Deconstruye al padre, cuyo nombre es Federico, pero le apodan Federi.
Todo lo que le rodea a Federi son estorbos: una nacionalidad que detesta, es italiano pero se siente alemán –tiene sangre alemana– y él cree que estaría mejor siendo alemán que italiano, desgraciadamente los nazis asesinan a un familiar suyo y eso cambia la mentalidad del padre, eso también lo lleva a tomar un empleo en el pujante negocio de los trenes. Más que italiano se considera napolitano. Y se siente ajeno a todo, literalmente vive como un outsider. Es violento siempre; no importa si está en una reunión familiar, él siempre grita, siempre ofende, siempre está de mal humor, salvo cuando pinta. El padre posee un rasgo de masculinidad que se considera tóxica. Y todo lo envenena.
La novela está anudada, a manera de rosario, entre puntos equidistantes de la historia paterna. Primero se muestra el carácter volátil del hombre de la casa; poco a poco va asomándose la violencia, ya fuera por un problema de rencor social, “los ricos se sienten mejores/ los ricos pueden conformarse”, o por una mala decisión doméstica. El narrador, recurriendo a la analepsis y a la prolepsis, ofrece una visión panorámica del rumbo artístico del protagonista. Federi va y viene por Nápoles, va y viene por las galerías, añora su trabajo en el Teatro Bellini, pero siempre, siempre, está en el sitio que él no desea. Una compañía de actores, bailarines y cantantes de Hollywood le propone venir a América, pero no puede viajar, se queda en Italia, “en este país de mierda, donde las opciones de trabajo son miserables” (a mí suena familiar esa aseveración, se oye allá y se oye aquí). Esas frases las debemos contextualizar a finales de la Segunda Guerra Mundial, y el narrador también  muestra que la clase social de su padre influyó negativamente en el desarrollo artístico. No tuvo tiempo para hacer lo suyo, estaba obligado a cumplir una jornada en el ferrocarril. Pudo ser peor, sin duda, vivir en la ignominia y la miseria, por ejemplo. Pero lo que Domenico expone es la tiranía familiar. Y trata de entender por qué su padre no se lanzó al mundo artístico sin miedo alguno.
Starnone detalla una escena de suicidio, algo que describe la temperatura de los hechos para un infante: “Mi padre entra al baño, se frota los brazos, toma una Gillette y se corta; la sangre brota y empieza  a gritar”. La madre asiste al esposo como si fuera un hijo. El protagonista hace muchas cosas como la referida, y ese hecho conduce a la incomodidad de los personajes que orbitan en torno a un hombre que intenta una y otra vez aniquilarse. Hablo de un tipo que no acepta sus errores y eso conduce el relato por uno de los ámbitos más socorridos de la masculinidad enferma. Pero la novela no se detiene en esa estancia, en señalar con el dedo el comportamiento del padre, sino en denotar la incapacidad de un hombre para convertirse en lo que desea ser. Si el padre no se siente cómodo, si no se siente parte de un idioma, de una geografía, ni logra descubrir su lugar en el mundo, ¿un hijo imita ese comportamiento?
El padre fue comunista, fue republicano, fue partisano, pero nunca estuvo contento. Tuvo muchas ideologías, era católico, pero su único bastón siempre fue el arte plástico. Siempre se apoyó en la pintura para volver a cantar, “porque sólo al pintar cantaba”.
Cuestión aparte, pero no menos importante, es que todo el peso de la novela reposa en un personaje, y gracias al apoyo del narrador, quien recuerda, investiga y comenta, sabemos que el padre no pudo ser de otra manera, ¿pero de veras lo intentó? ¿De verdad pudo vivir sin lastimar a los familiares, a los hijos, a la esposa? ¿Quiso ser ese tipo de hombre que hiere y huye o nunca tuvo la intención de vivir en paz? Aunque pareciera algo muy simple, Domenico logra acumular en casi cuatrocientas páginas una experiencia de vida que podría definirse como obstinación. Un tosudez que sólo adquiere matices expresivos cuando pinta.
Durante la primera parte del libro (Il Pavone), no se habla de lo que pinta el padre. Ya en la segunda sección (Il ragazzino che versa l’acqua) se conoce un poco más lo que hacía ese hombre tosco. Uno de los cuadros míticos se llama I bevitori (Los bebedores). De eso hablamos la semana entrante.

PD: La traducción de las frases entrecomilladas es mía.