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Guerrero, México

Opinión  

El Jefe

En 1944, cuando inició la búsqueda de la presidencia, Jorge Eliécer Gaitán era conocido por casi todos los colombianos. Peregrinó por el país entero, en diferentes ocasiones, como ministro del Trabajo, como constructor de su movimiento político, como promotor del uso del jabón. Lo hizo con un fervor cívico religioso –ambos, el civismo y el … Continúa leyendo El Jefe

Febrero 28, 2018

En 1944, cuando inició la búsqueda de la presidencia, Jorge Eliécer Gaitán era conocido por casi todos los colombianos. Peregrinó por el país entero, en diferentes ocasiones, como ministro del Trabajo, como constructor de su movimiento político, como promotor del uso del jabón. Lo hizo con un fervor cívico religioso –ambos, el civismo y el fervor religioso por él, a veces van juntos, y el que dedica al pobre, al humillado y al desvalido una participación real y efectiva, le ofrece una de dos: un clientelismo o una redención, y en ese sentido los líderes demócratas tienen, o bien, una vena redentora, o mal, una aristocrática, que se disfraza con el perfume de la democracia representativa pero que tiene que recurrir a promesas de beneficios concretos en ocasión de elecciones.
Sacerdotal, Gaitán pedía emprender la restauración moral de la República. Combativo, arengaba al pueblo para que luchara por ella. ¡A la carga!, convocaba a la que llamaba chusma heroica, muchedumbre gloriosa, a los cientos de miles que no tenían un lugar ni un nombre en la política colombiana, aunque formaran la mayoría del país.
Gaitán estaba en el sistema, siempre lo estuvo –quería estar–, pero en numerosas ocasiones la decencia le obligó a romper con él. Y, sin embargo, aunque no tuviera cargos formales después de ocupar el Ministerio del Trabajo y antes el de Educación y la alcaldía de Bogotá –en episodios siempre tensos, porque era un torbellino–, Gaitán era conocido como El Jefe por la mayor parte del liberalismo de abajo. Era un tipo incómodo: lo era desde sus discursos sobre la masacre de las bananeras –un episodio que Gabriel García Márquez contó al mundo en Cien años de soledad–, porque mientras en el Congreso las sesiones de debate eran una extensión de frívolas tertulias donde podía hablarse de los clásicos de la filosofía, Gaitán hablaba de un pueblo con hambre al que además mataban. Mientras unos hacían citas cultas, Gaitán hablaba de los precios de la comida, de las preocupaciones más cercanas a un sector trabajador colombiano que creció en el silencio de una política oligárquica que no se enteraba de lo que estaba pasando en su territorio.
Quizá desde entonces Gaitán tuvo claro lo que asentaría en su discurso del 20 de abril de 1946: en Colombia había dos países. Uno, el país político, hecho por las oligarquías que mandaban en los partidos de siempre, por familias que se eternizaban en el Congreso y en general en el poder, un país al que le preocupaba el juego electoral porque era su modo de vida –quizá para ellos vivir fuera del presupuesto era vivir en el error–, no porque representaran a nadie. El otro, el país nacional, estaba hecho por la gente común, preocupada por comer, por estar sanos, por tener trabajo y tierras productivas. Dos países que, claro está, no dialogaban y tenían objetivos radicalmente distintos. El país político, sentenciaba, estaba apuntalado por una cauda de jefes locales que le servían, amenazando a la gente para que no manifestara preferencias distintas y premiándola con cosas cuando votaran por quien debían hacerlo.
Gaitán se propuso reunir al país nacional. Arrancó de liberales –aunque ese fuera su partido– y comunistas los liderazgos sindicales, que pasaron a ser gaitanistas en vez de obedecer a burocracia alguna. Incorporó a conservadores, los liberales puros protestaron –y El Jefe insistió una y otra vez en que la reconstrucción del país debía hacerse con elementos de todos los partidos, lo que además dejaría de ser relevante en breve, pues el sistema político se iba a refundar sobre categorías distintas, y entonces dichos partidos iban a desaparecer del modo en que se les conocía. El Movimiento por la Restauración Moral y Democrática de la República creó una estructura organizativa propia, de la confianza de Gaitán, que así terminó por ser el único líder de masas en Colombia, capaz de convocar y movilizar a cientos de miles. Se trataba de un movimiento desconcertante de tan plural, máxime en una sociedad con las identidades políticas tan bien definidas en sus partidos liberal y conservador. ¿Qué era eso de andar mezclándolo todo?
Su perfil difería radicalmente del de otros líderes, elegantes señoritos formados en las escuelas y los cafés donde practicaron para el debate parlamentario. A Gaitán, el indio Gaitán, como también le decían, le reprochaban en la prensa incluso su forma poco educada de reír, de mostrar todos los dientes –una marca étnica que a menudo se caricaturizó, literalmente.
En la elección del 46, Gaitán ganó todas las ciudades, arrasó. Pero perdió el país, en gran medida por el voto campesino, atado a los partidos tradicionales que se llenaban la boca de democracia pero sometían a sus pobladores, a quienes no consideraban ciudadanos. Pero El Jefe se reinventó después de la derrota, y emprendió una campaña por la paz, una campaña abajo, porque la violencia se estaba ya gestando, mucha gente desplazándose, otra muriendo, por los más diversos motivos, pero con especial saña contra los liberales.
En un contexto de violencia, el pacífico Gaitán llamaba a la reconciliación de todos. El aguerrido Gaitán lanzaba invectivas contra la oligarquía, tan desentendida del país nacional. En ese camino, representando cada vez a más sectores descontentos y penetrando cada vez más en el campo, era casi inminente que su andar lo llevara a la presidencia, para intentar la restauración moral de la República por la que había luchado siempre. Pero ese mismo cúmulo de intereses resultaba amenazador para algunos, y entonces lo mataron el 9 de abril de 1948. Y la política oligárquica prevaleció por largas décadas en Colombia, la violencia siguió y empeoró.