EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

El recurso de la sospecha

Juan García Costilla

Marzo 19, 2005

CANAL PRIVADO

Hace aproximadamente un año, Santiago Creel, nuestro belicoso secretario de Gobernación, bautizó atinadamente con el nombre de sospechosismo a esa especie de incredulidad colectiva, contaminada de cinismo, en una versión quizás un poco más informada y politizada. Pero su fe de bautismo fue tardía, al menos diez años después de que el fenómeno apareció por primera vez en la conciencia, no solo de nuestros politícos, sino en general en la de amplios sectores de la sociedad civil.

Es difícil definir con exactitud el significado de sospechosismo, pero ateniéndonos al diccionario podemos avanzar un poco en su comprensión. Diría Arrigo Cohen, el vocablo está compuesto por dos palabras: la primera, sospechar, que quiere decir “creer o imaginar que existe o ha ocurrido cierta cosa por algún indicio o apariencia”, o “desconfiar o recelar de alguien de quien se cree que ha cometido un delito o una mala acción”; y la segunda, el sufijo ismo, “que se emplea para nombrar doctrinas o tendencias sociales”. En síntesis, el término sospechosismo haría referencia a algo así como “la tendencia o doctrina social de la desconfianza”.

Pero aún más difícil resulta tratar de establecer con exactitud la fecha de nacimiento y las causas del sospechosismo. ¿Por qué los mexicanos tendemos a desconfiar y a sospechar de casi todos los asuntos y personajes públicos? ¿Desde cuándo esta costumbre se volvió tendencia?

Las primeras pistas que se me ocurren son, por supuesto, la terrible descomposición politíca y moral de nuestra sociedad y la crisis alarmante de credibilidad de nuestros gobernantes y representantes populares. Nos han enseñado a no creer en la palabra de un político, a desconfiar de sus promesas y de sus compromisos. A fuerza de desencantos, hemos aprendido a confiar más en la sabiduría de frases populares como “piensa mal y acertarás”, o “cuando el río suena, es que agua lleva”.

Si profundizamos en esta línea de investigación –jerga policiaca de por medio– encontraremos en el pasado momentos y hechos reveladores.

Uno de los más añejos apareció con los escandalos de corrupción del gobierno de José López Portillo, que rebasaron a tal nivel la “razonable complacencia” de la corrupción priísta, que indignaron incluso a no pocos ilustres militantes de su propio partido. Los ciudadanos, por vez primera sin bajar la voz, se agitaron reclamando: “Ya ni la chingan, no siquiera se miden”.

Después el terremoto del 85, que desnudó la patética inoperancia del pasmado gobierno de Miguel de la Madrid, que ni siquiera pudo, ni supo, apoyar los esfuerzos de una sociedad civil que decidió asumir por su cuenta la responsabilidad. Los mexicanos dijimos entonces, “de por sí son rateros, pero el colmo es que son ademas inútiles”.

En esos años, la débil amenaza del narcotráfico comenzó a dar señales de un crecimiento alarmante. Ya no era Colombia ni los gringos solamente, tampoco se trataba simplemente de la producción nacional de mota. El dinero sucio apareció por todos lados, parte leyenda, parte realidad, tentando a muchos funcionarios y pervirtiendo la rumorología nacional con un ingrediente de enorme potencial creativo.

Cualquier nuevo rico, o todo aquel que decidía construirse la casita de sus sueños o comprarse el carro anhelado, tenía que apechugar ser centro de la suspicacia, con frecuencia injustamente: “Segurito es narco”, decíamos muchos con enorme facilidad.

Después llegó Salinas de Gortari a la presidencia, en medio del evidente fraude electoral, la caída del sistema y, después, la complicidad o complacencia de la oposición panista. Aunque en el transcurso de su gobierno, Salinas logró reactivar un poco la confianza perdida de muchos mexicanos –sobre todo clasemedieros–, en la eficiencia de la administración pública, el aciago 1994 destruyó por completo nuestros castillos de arena.

Desde los primeros días del primer mes de ese año, los zapatistas nos recordaron la enorme injusticia en la que vivían no sólo los indígenas de Chiapas y el resto del país, sino también los millones atrapados en la enorme capa social de la pobreza. Marcos nos enseñó además que su inédita mirada y su refrescante discurso –malicia, sarcasmo y humor–, eran estupendas herramientas para evidenciar y criticar al poder.

Pero la puntilla llegó con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, que liquidó por completo los restos de nuestra inocencia política. Para muchos ciudadanos, su muerte y el desaseo de las investigaciones posteriores confirmaron la veracidad de los rumores más sórdidos, de las especulaciones más aventuradas y de las peores sospechas sobre la perversidad y corrupción de la política y los políticos del régimen.

La avalancha de escándalos e impunidad que nos cayó desde ese momento, amplió la cobertura del sospechosismo más allá de la nomenclatura tricolor; Fobaproa y respectivos delincuentes de cuello blanco, la colombianización del país, la evangelización de la política, las concertacesiones y los papelones de distinguidos miembros de la oposición blanquiazul y amarilla democratizaron el derecho a ser sujeto de la sospecha nacional.

En estos tiempos de transición guerrerense, la confianza no se puede reconstruir sin antes demostrar que se ha aprendido de los errores del pasado. Ariscos como nos han vuelto, sólo volveremos a creer en la medida en que la política y los asuntos de gobierno se transparenten y se sometan al ojo crítico de la opinión pública. Quien esconde y se esconde, sólo se arriesga a ser un nombre más en la larga lista de víctimas del sospechosismo nacional.

 

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