EL-SUR

Sábado 07 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

El tío José León Salazar

Silvestre Pacheco León

Julio 08, 2024

En el mes de marzo cumplió 88 años y es el menor de los hermanos, sobreviviente a tantas calamidades y pandemias, como su hermana mayor doña Guadalupe León, mi madre, quien en diciembre llegará a los cien años de edad.
Mi tío José León Salazar fue el hijo menor y el más querido de sus padres, y también el más rebelde, quien desde joven buscó su independencia apegado a la idea de que era mejor aprender uno mismo de sus propios errores que depender de otros, con eso quiero decir que desde niño manifestó su inconformidad de ser uno más de sus hermanos sin derecho de asistir a la escuela por la decisión reaccionaria de su padre que su abuela aceptó dócilmente.
Lo triste de su historia es que ninguno de los siete hijos pudo acceder a la “letra” por el argumento retardatario de que la “letra no se come”.
No sé si por esa juvenil rebeldía traducida en cierto desapego por sus padres influyó el trato especial que estos le tenían como heredero y beneficiario de los bienes que estaban negados a las mujeres.
El caso es que mi tío encontró en la ruda vida del campo el único espacio de libertad que lo hacía feliz.
Desde sus años mozos se distinguió por ser hombre de a caballo, un jinete audaz que aprendió a domesticar toda clase de animales.
De las pocas alegrías que le produjeron sus padres fue el regalo del primer caballo que escogió a su gusto, un moro bailador por el que mi abuelo pagó una fortuna. Con él corrió en el llano lazando yeguas mostrencas con gritos desaforados como se ven los apaches en las películas.
Recuerdo que mi madre nos tenía al tanto de los sucesos de su hermano y nos platicaba cuando por disputarse el amor de una muchacha se retó a muerte con el otro pretendiente, al grado que cuando la noticia llegó a oídos de mi abuelo diligentemente le puso una pistola en la mano con la cual le quitó la bravuconada al contrincante.
Un tiempo mi tío José fue el pastor de una partida de chivos que mi abuelo compró, y eso fue el pretexto para irse a vivir al campo donde llevó una vida de ermitaño.
Lo contrataban para domar bestias brutas, mulas, yeguas y caballos, sin faltar los toros bravos que de tan mansos desempeñaban labores de carga.
La gente presenciaba el paso de mi tío caminando por la calle con el toro cebú cargando a uno de sus hijos que agarrado de la giba lo dominaba como si fuera una bestia de carga. Bueno, tuvo un perro que también ayudaba con la carga formado en la fila que era digna de verse.
Entre las osadías de mi tío José me consta que casi lo mata un toro cerrero que quiso llevar, sin ayuda, de un rancho lejano hasta el pueblo para domarlo. Se salvó de milagro al caer en una barranca para evadir la embestida.
Lo trajeron cargando medio muerto, con heridas que casi le gangrenaban el cuerpo. Cuando eso sucedió recuerdo que nos mandaron a los sobrinos a capturar sapos en el río para usarlos como cataplasmas en las heridas, hasta que sanó.
Simpático y de fácil palabra mi tío era identificable porque usaba enormes sombreros de palma, su risa estruendosa y el lenguaje de entreveradas palabras altisonantes y bromas irreverentes.
Se divertía bailando y chanceando en las danzas populares como los “Viejos” una danza que reproduce con chistes la ceremonia de pedimento de la novia que termina en batalla campal entre las dos familias que van a emparentar. Mi tío vestía de mujer y hacía el papel de la novia, y era una de las estrellas en la danza de los “Moros” con sus combates memorables haciendo gala de su destreza y enorme vitalidad en el papel de Roldán, sobrino del emperador Carlo Magno peleando contra el moro Fierabrás.
La intrepidez de mi tío no tenía par. Un día lluvioso y de noche oscura, venía del campo montado en su caballo. Mi madre escuchó su paso por su grito que lo identificaba. Es mi hermano, dijo acongojada, mortificada porque era mucha el agua del río y se esperaba una creciente. Mi tío confiado en que podía pasar en su caballo se tiró para cruzar, con tan mala suerte que en ese momento venía la “punta” del río Huacapa crecido y caudaloso. Mi tío gritando para darse valor azuzaba al caballo que ya no podía volver atrás.
Los dos salieron de milagro a la orilla, el caballo sangrando por el golpe de las piedras.
De lejos oímos sus gritos y supimos que se encontraba a salvo.
Aunque nunca renunció a las creencias de sus padres mi tío no ha sido cercano a la Iglesia pero en momentos de pena o aflicción recurría a su madre, le daba algún dinero y le decía: “compre una veladora para que la ponga en su altar”. “¿Y a quién se la pongo?”, preguntaba mi abuela. “Póngasela al que le manda a todos los santos” y entonces doña Aurora prendía la veladora diciendo que era para el “Santísimo”.
Cuando mi tío se hizo casadero mi abuelo que tenía sus prejuicios muy arraigados le sugirió que buscara novia fuera del pueblo para que no fuera víctima de las habladurías que se tejían sobre las muchachas de la cabecera.
Así fue como se casó con mi tía Felipa, una mujer deveras trabajadora y “dueña de su casa”, tan sufrida que se adaptó a las peores condiciones de vida que le ofreció mi tío.
Hicieron una familia de dos mujeres y tres hombres. A todos los mandaron a la escuela y son personas de bien, dignos herederos de sus padres.
En mi larga vida no he conocido a nadie con carácter más desprendido que mi tío. Sus bienes materiales nunca lo envanecieron, antes al contrario, cuando ordeñaba sus vacas la gente sin dinero y con ganas de beber leche podía visitarlo en las mañanas seguro de que la obtendría regalada.
Mi tío José ha mantenido una relación muy cercana con mi madre, aunque hubo un tiempo que en son de reclamo decía de ella que era la secretaria de mi abuelo porque suponía que era la depositaria de las opiniones y secretos de su padre pero, a pesar de eso, toda su vida han tenido una relación estrecha y admirable.
Mi madre nos contó una vez que tenía un sentimiento como de duda o congoja por lo que miró un día en que mi tío José la citó en su rancho del Borbollón porque quería regalarle un becerro para que lo escogiera.
Mi madre quiso darle ese gusto y llegó acompañada de su hermana Adulfa. Las dos llegaron al lugar precisamente cuando mi tío llamaba al ganado con un grito peculiar. Las dos hermanas quedaron vivamente impresionadas por la manera como las vacas atendían el llamado llegando en tropel hasta rodearlo por completo y lo miraron desaparecer.
Las vacas se relamían con la sal y las mazorcas sin que ninguna se sobrepasara sobre mi tío. Después a cada hermana le pidió que escogiera un ejemplar, y todos se fueron contentos.
Mi madre más que presumir del becerro escogido nos repetía incrédula sobre la cantidad de animales reunidos.
Hace diez años presencié un nuevo encuentro cariñoso de mi madre con su hermano. Ambos lloraron emocionados recordando historias del pasado felices de verse.
Los dos decidieron ese día encompadrar o encomadrar como padrinos de la Santa Cruz. Mi madre siguiendo la tradición religiosa quiso festejar en grande el rito de la petición de lluvia al modo indígena y español, y desde entonces, cada 3 de mayo, honran el crucifijo que mis hermanos mandaron labrar de un trozo de nogal que un artista local decoró.
La celebración de la fiesta la hacen cada año en el campo de los Coscahuates, en un huerto donde caben todas las danzas propias de la petición de lluvias como los pescados (nitos), los tlacololeros, los Viejos y los Mecos.
Durante esa fiesta los dos hermanos se juntan y regocijan con la fraternidad comunitaria donde se come, se bebe y se baila.
Yo desde aquí celebro que mi tío José viva feliz entre tanta familia que lo aprecia.