Arturo Martínez Núñez
Agosto 19, 2005
Gobernar es, entre otras muchas cosas, el arte de lograr acuerdos. Para alcanzar éstos alguna de las partes tiene que ceder y seguramente poner más que la otra. Previsiblemente, la parte más fuerte de la negociación tiene que (como dicen las abuelas) conservar la cordura. El débil, por su parte, tiene que ser conciente de la desventaja que posee y jamás abusar de su condición de víctima. El oso tiene que ser precavido a la hora de abrazar, y el puercoespín necesita abandonar la paranoia y guardar las púas para mejor ocasión.
En la negociación política hay que asegurarse de que la contraparte representa a quienes dice representar. Muchas veces, los “líderes” hablan por sí mismos (a veces ni eso) y su firma en los acuerdos vale menos que un cero a la izquierda. En ocasiones se prepara el escenario para la boda, se presenta el novio, los invitados y el juez, pero resulta que a la novia ni siquiera se le ha informado de la hora ni del lugar del evento.
Muchos cartuchos quemados se ufanan de representar a miles de agremiados, con la idea de convencer al Príncipe de que pactando con los menos, se pacta con los más.
Los opositores endémicos necesitan para subsistir de la existencia de su antagonista natural: el represor veloz, la macana más rápida del sur, el garante del “Estado de derecho”. Sin uno el otro queda exhibido en su justa naturaleza. Y en medio del rifirrafe, el pueblo mira atónito cómo se juntan los extremos de la cuerda.
El gobierno tiene que desnudar a los dirigentes de opereta, pero con las armas de la inteligencia y de la política, aunque a veces, pareciera resultar más llamativo y ruidoso disparar órdenes de aprehensión que sólo consiguen fortalecer a dirigentes sin base, a caudillos de la nada.
El gobernante no pierde cuando cede. Pierde cuando se vuelve intransigente con los organismos unicelulares y se coloca en su mismo e ínfimo nivel. El gobernante no pierde cuando negocia, pierde cuando se hace representar por entes que representan al pasado. El gobernante no pierde cuando es juez, pierde cuando es parte.
El gobierno nunca debe de negociar en lo oscurito. La discreción no debe confundirse con la clandestinidad. En el gobierno todo lo privado es a la vez público. Un gobernante nunca debe sentir pena por ser traicionado durante algún acuerdo. El sinvergüenza es aquel que viola los acuerdos, no el que los intenta. No hay espacio para la confusión: la negociación política no significa el estiramiento, la interpretación mañosa o la violación de la legalidad.
Las mesas de negociación son el medio, nunca el fin. Cierto señorito que alguna vez cobró como secretario de Gobernación –aunque jamás ejerció– aún se ufana de que durante su gestión se abrieron más de mil mesas de negociación para tratar los diversos temas. De nada sirve negociar si no se resuelven los problemas. Las mesas de negociación deben servir para resolver los problemas y no para eternizarlos o institucionalizarlos.
La paciencia del gobernante debe ser infinita. Durante su cuarto informe de gobierno, el 1 de septiembre de 1968, el presidente Díaz Ordaz dijo tener la mano tendida y advirtió aquello de que “hemos sido tolerantes hasta excesos criticados…”, 31 días después el plomo de la cerrazón derribaba a los jóvenes en la plancha de los sacrificios.
Gobernar, aún en los tiempos más difíciles, tiene que ser una actividad placentera. El que no disfrute de ella tiene que abandonarla. Un gobierno de caras largas y circunspectas, refleja un estado de ánimo generalizado. El gobernante tiene que ofrecer un rostro amable y sereno. No hay que confundir la seriedad con la solemnidad.
Gobernar es incluir y sumar. Gobernar es unir lo diferente y hacer que camine en una misma dirección. Gobernar es escuchar, discutir, deliberar y finalmente, tomar decisiones. Un servidor público que no decide, no sirve. Siempre será preferible rodearse de caballos desbocados que de burros chincolos que necesiten constantemente del fuete para poder avanzar. Es preferible pecar por acción que por omisión.
Gobernar es un arte y una ciencia no exacta, por lo tanto, hay suficiente espacio para el fallo humano. Sólo los que lo intentan pueden fracasar. Los que deciden nadar de muertito, se hunden como plomos.
El gobernante tiene que mejorar constantemente si pretende que su pueblo mejore también. La función pública requiere sacrificios y disciplina. Es necesario corregir debilidades y potenciar las fortalezas. Si uno no es capaz de transformarse a sí mismo, menos aún se podrá con un pueblo.
Finalmente, es necesario transformar radicalmente las formas tradicionales de la política. Es ridículo esperar resultados diferentes utilizando métodos tradicionales.
Sólo se vive una vez. El cambio comienza aquí y ahora.