Ángel Aguirre Rivero
Septiembre 09, 2022
(Primera de dos partes)
Exhaltados nacionalismos aparte, la verdad es que sin Hernán Cortés y sus acciones, este territorio hoy sería diferente, ni siquiera se llamaría México.
Sin el estudio objetivo y sin romanticismo de la figura de Cortés, nuestra comprensión del nacimiento de nuestra nación, temo decir, estaría incompleta.
Hernán Cortés (su verdadero nombre era Hernando), nació en la provincia de Extremadura (España) en donde adoran a Guadalupe, la misma virgen que Cortés trajo como estandarte a la gran Tenochtitlan, la misma que fue llevada de la Sierra de Guadalupe al cerro del Tepeyac. ¿Quién le iba a decir que esa imagen y ese culto sería el mayor de sus legados?, dice el historiador Juan Miguel Zunzunegui.
Llegó a Salamanca a los 14 años en 1499 para cursar estudios de humanidades, gramática, latín y leyes, alcanzando el grado de bachiller.
Hernán llegó a Santo Domingo en 1504 con tan solo 20 años y comprendió que no había ni un buen ni un mal salvaje. A él, la experiencia del caribe le mostró que el alma humana es como una arcilla fresca, que es completamente moldeada por las circunstancias y las vivencias.
Pero algo más había en el alma humana, algo que resultaba ser la fuente de todos los conflictos, algo que impulsaba al hombre a la batalla, a la irracionalidad absoluta. Con el tiempo, Cortés descubriría que ese resquicio del alma humana no es otro sino el miedo.
A sus 34 años, la vida de Hernán Cortés estaba por comenzar. La flota de diez navíos abandonó Cuba, en donde fungía como alcalde, el 10 de febrero de 1519. Pasó por Cozumel y llegó a Yucatán siguiendo derroteros ya conocidos, en el mes de marzo, Cortés y sus hombres arribaron a Centla, en la región de Tabasco, tal como lo relata Zunzunegui en su libro “Hernán Cortés, encuentro y conquista”.
No había un buen o un mal salvaje, sólo había humanos que habían construido algo diferente con su alma.
Del anecdotario
En estos días de asueto en el puerto de Acapulco tuve la oportunidad de leer Sombras y susurros, vivencias extrañas y tenebrosas en la arqueología.
Libro por demás ameno e interesante, del cual les comparto una de las vivencias de los maestros en ciencias antropológicas y arqueológicas del INAH allá por el año de 1974.
Se trata del proyecto Coatetelco en el estado de Morelos. Al centro del pueblo se encuentra una iglesia del Siglo XVI, que está dedicada a San Juan Bautista, el proyecto arqueológico consistía en descubrir los vestigios de la cultura tlahuica.
Antes de iniciar la remoción de las tumbas se avisó a todo el pueblo que se iban a retirar del atrio de la iglesia, las cuales no tenían más de 60 años de antigüedad.
En este pueblo, a la mayoría de los muertos se tenía la costumbre de vestirlos con el atuendo de algún santo y poner en su ataúd, a manera de ofrenda algunos enseres que hubiera ocupado en vida.
De todos los enterrados en esa iglesia, sólo uno se pudo rescatar con el ataúd intacto.
Después de exhumar el cadáver pidieron al sacristán de la iglesia les permitiera guardar en el templo el féretro conteniendo el esqueleto, para avisar posteriormente a los familiares y fueran a recogerlo. El sacristán se negaba porque tenía mucho miedo, pero después de mucho insistir lo permitió.
Dentro del féretro estaba un esqueleto completo y que aún conservaba su ropa íntegra. El atuendo era un hábito de tipo franciscano quien aún mantenía su posición original, teniendo entre sus manos un papelito doblado que contenía flores secas, según la narración de los antropólogos.
Fue hasta cinco días después que los familiares se presentaron, los mismos que el sacristán seguía sin aparecer en la iglesia.
Al regresar se le preguntó dónde había estado, por qué se había desaparecido. Completamente golpeado, éste les contestó: –ya ven se los dije, por eso no quería que me dejaran el féretro, durante estos días, todas las noches, el muerto viene y me jala de mi cama y me golpea.
A Santiago Analco, arqueólogo y vecino morelense realizaba labores de apoyo al proyecto, se le comisionó para entregar el cuerpo y llevarlo al camposanto.
Pocos días después los dos antropólogos comenzaron a enfermar de calenturas y dolores de cuerpo y calambres, a su regreso a la Ciudad de México, los malestares los perseguían por todos lados.
Cuando recogían sus cosas y materiales arqueológicos, cuál sería su sorpresa, que una de las cajas se encontraba el hábito que vestía el difunto en alusión.
De inmediato se fueron con esta ropa al patio de atrás del museo para quemarla. Cuentan que por más cerillos que le acercaban a la tela no encendía, por lo que fueron por alcohol, empaparon el hábito y le aventaron un cerillo. Dicen que cuando encendió la lumbre se escuchó una exhalación como de descanso en paz.
Tiempo después se dedicaron a investigar más acerca del muerto y se encontraron que se trataba de una persona mala, un brujo, por lo que en un intento de purificarlo lo vistieron de San Francisco de Asís.
Historias como ésta y muchas más encontrará en este fascinante libro.
La vida es así…