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Guerrero, México

Opinión  

In Memoriam

Librado Barrios Fue hasta mi edad adulta cuando caí en la cuenta de que en realidad mi tío Librado Barrios era un hombre chaparro, pero durante mi niñez yo lo veía alto e imponente, quizá por su voz potente e imperativa, en la que cada una de sus palabras iba acompañada de un disparate. No … Continúa leyendo In Memoriam

Marzo 12, 2017

Librado Barrios

Fue hasta mi edad adulta cuando caí en la cuenta de que en realidad mi tío Librado Barrios era un hombre chaparro, pero durante mi niñez yo lo veía alto e imponente, quizá por su voz potente e imperativa, en la que cada una de sus palabras iba acompañada de un disparate.
No era frecuente verlo porque vivía hasta la otra orilla del pueblo, muy pegado al río, junto a la casa de su hermano Bardomiano, un hombre educado y respetuoso, donde una enorme parota daba sombra a los animales amarrados para el matadero.

Más fácil hacerme obedecer de un buey que de alguien con buenas razones

Mi tío Librado, en cambio, tenía fama de hombre ordinario, porque le costaba trabajo distinguir entre la gente y los animales. Más acostumbrado a tratar con éstos le resultaba normal hacerse escuchar a gritos y golpes, que atender y hacerse entender con razones.
Eso lo sabía su mujer que era hermana de mi madre y se llamaba Francisca. Ella, como casi todas sus hermanas, de joven se huyó con el novio para terminar casándose con él para consolar de ése modo a mi indignado abuelo.
Mi tía Panchita, como le decíamos de cariño, de vez en cuando llegaba a la casa a visitar a mi madre con quien compartía sus penas y dificultades con su marido.
Mi madre nunca encontraba mejor manera de apoyarla que regañándola y reclamándole su aguante para soportar al marido.
–Si no pueden vivir juntos, déjalo, pero si no quieres dejarlo, aguántate, pero no llores, le decía, tratando de convencerla de que sola podía sacar adelante a sus hijitos.
La tía Panchita no ponía atención ni a los regaños ni a los consejos, como si con llorar y contar sus aflicciones quedara sanada.
Vuelta a la tranquilidad pedía la devolución del traste en que llevaba a regalarnos los aguacates de su huerta y se iba de regreso a su casa.
Los años pasaron y la familia de mis tíos creció hasta sumar media docena de hijos. A todos ellos los conocí ya grandes porque durante mucho tiempo me fui a vivir a la ciudad.
Hoy recuerdo a mi tío Librado porque en una visita a mi pueblo lo reconocí al oír su voz chillona y su lengua disparatada. Cuando nos saludamos caí en la cuenta de lo chaparro que era.

Usted nomás dígame el nombre del vendedor

Mi tío Librado sabía mucho de amansar animales salvajes y para eso se alquilaba, pero su principal ocupación era llevar hasta el rastro de Chilpancingo las reses que los introductores de ganado compraban en las cuadrillas vecinas de Quechultenango.
Su fama de persona cumplida con los encargos de arrear ganado era reconocida en toda la región. Los introductores de ganado solamente le daban los datos del vendedor y del pueblo donde estaba el ganado, y él se hacía cargo de todo, no importaba ni la distancia ni el estado del tiempo, jamás fallaba una entrega de los encargos para el rastro.
El manejo de animales fue la principal herencia que dejó a sus hijos que desde niños aprendieron el arte de hacer nudos y lazadas, ensillar y montar bestias de carga, echar manganas y poner trampas, matar cerdos, chivos y becerros, y tasajear carne, pero sobre todo el arreo de ganado. Esa actividad fue el negocio familiar mientras no hubo carreteras ni brechas para las camionetas ganaderas.

Si no te caíste de la panza de tu madre

Mi tío Librado era especial para inventar dichos, y reconocido por la manera directa de decir sus verdades. Nunca se andaba por las ramas ni cuidaba las formas, y menos estando borracho que era lo más frecuente.
Mi primo Mariano todavía se acuerda de los viajes para arrear ganado acompañando a su padre. Dice que un día montaba un macho brioso y cerrero que apenas andaba amansando, y que en una parte del camino se sintió intimidado porque había que cruzar un lugar pedregoso, junto a un voladero, difícil y peligroso. Le dijo al papá que prefería bajarse del animal y seguir a pie, para no correr el riesgo de que los fuera a tirar.
–¡Si no te caíste cuando tu madre te cargaba en su panza, menos ahora que puedes agarrarte, cabrón! Tu eres quien controla la rienda, le respondió.
Más adelante llegaron al río que estaba crecido, la corriente bajaba con fuerza y mi primo tenía miedo de pasar.
–¡Es mucha el agua apá!
–¡Si no te la vas a beber! Nomás vamos a pasar, le dijo obligándolo a tirarse al río.
En otra ocasión llevaban cuatro toros al rastro de Chilpancingo, y la manera de arrearlos era sujetándolos en mancuernas, bien amarrados.
Pararon en Mochitlán para almorzar. Ahí por el lado del río cada quien amarró su mancuerna y se encaminaron a la fonda.
Cuando regresaron miraron que un toro de la mancuerna que arreaba Mariano se soltó y corrió luego por la calle. Mi primo lo siguió pensando en el regaño que le esperaba por no amarrar bien los animales, pero se asustó más cuando el toro que huía casi embistió a una señora que caminaba distraída.
Su papá que lo esperaba molesto mirándolo acudir en auxilio de la señora, le gritó:
–¡Corre para alcanzar al animal y lázalo, pendejo! Deja a la vieja que se levante sola, no le pasó nada, le dijo enérgico.

Para qué andar con vueltas

Mi tío Librado siempre que podía se burlaba de su hermano Bardomiano quien lo reprendía porque se emborrachaba, poniéndose siempre como ejemplo de una vida sobria y cuidadosa del patrimonio familiar, heredado de su padre don Pomposo mientras él despilfarraba cada peso ganado.
–Pobre de mi hermano, guarda su dinero como si se pudiera llevar a la otra vida, yo mejor me lo bebo, decía en punto borracho mi tío Librado.
En una ocasión estaba en la esquina de una calle de su barrio cuando miró que su vecino ofrecía una comida a sus amigos.
El invitado principal era un teniente coronel recién llegado, encargado de la partida militar establecida en el pueblo.
Uno de los invitados que había pasado y saludado a mi tío Librado, ya dentro de la casa le platicó al anfitrión que se le hacía penoso verlo parado en la esquina, que si podía invitarlo a pasar. Más a fuerza que de gana éste cumplió con el pedido a sabiendas de los modos un tanto ordinarios de su vecino.
Apenas tomó asiento en la mesa cuando mi tío ya estaba con su comentario:
–Nomás estaba pensando en la ocasión de reclamarte, porque cuando se trata de ir a lazar yeguas mostrencas y trampearlas todos se acuerdan de mí, pero cuando se trata de fiestas ¡entonces ni me conocen, cabrones!
En esa época la aprehensión de animales mostrencos, sin dueño conocido, daba pie al abigeato, un delito perseguido por el ejército en las zonas rurales.