EL-SUR

Jueves 19 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

La épica del estado de ánimo

Federico Vite

Septiembre 17, 2024

Eileen (Inglaterra, Penguin Random House, 2016, 263 páginas), de la escritora norteamericana Otessa Moshfegh, pone en perspectiva algo que he notado desde hace años: la infantilización de los personajes. Es decir, ya no hay autores de tonos graves sino de moduladas y aflautadas voces, cuyos protagonistas potencian con un magnetófono puerilidades. Son timbres de voz ligeramente afectados por algo que en otro momento se consideraría soso, o blandengue, pero ahora recibe el beneplácito del público, el apoyo de las editoriales y la determinante obsesión de los cineastas. Es el sello de una generación. No tengo duda.
La protagonista de esta novela es Eileen, quien trabaja en un centro de menores infractores, una especie de reformatorio en el que los chicos malos llegan después de haber cometido algunos “errores”. Es secretaria y aparte de convivir con delincuentes debe cuidar y abastecer de alcohol a su padre, un ex policía que la trata como una sirvienta e incluso le “ha tocado el pecho indebidamente una vez que estaba muy ebrio”. Este libro le dio fama a la autora de raíces croatas y persas. De hecho, en noviembre pasado se presentó la película basada en el texto que hoy comento, pero ahí no me voy a meter mucho. No quiero estropear la experiencia fílmica.
La novela se contextualiza a finales de la década de los años 60 del siglo pasado. Tras la muerte de su madre, Eileen se hunde. Padece una depresión crónica porque desea escapar de X-ville (así nombra a su aldea fría, aburrida y melancólica), pero no puede. También intenta seducir al celador del reformatorio Moorhead. “Yo no veo a los Beatles ni a Ed Sullivan en TV […]. Una mujer adulta es como un coyote –ella puede arreglárselas con poco. Los hombres son como gatos caseros. Si los dejas solos por un largo tiempo podrían morir de tristeza. Después de muchos años, ha crecido mi amor por los hombres débiles. Yo he tratado, día tras día, de respetarlos como personas, llenas de sentimientos, tropiezos y bellezas, pero no puedo”, dice Eileen en uno de los tantos monólogos que pueblan la novela. Este personaje tiende a divagar y explica, por añadidura, algunas de las acciones que le inhiben el ansia: Eleva las piernas a la manera de un bailarín ruso mientras aprieta los pezones con los dedos de las manos. Así se tranquiliza y la normalidad se establece; pero ese recurso no se utiliza en el momento determinante de la historia, lo cual potencia mi idea sobre la innecesaria puerilidad de los personajes. Dicho de otra manera, no es un estorbo que los actantes tengan un carácter endeble, si a final de cuentas la madurez llegará como un relámpago y los hará cambiar de parecer por arte de magia. No es un estorbo, pero sí un factor de verosimilitud. Sé que la infantilización no ayuda al arco dramático de los personajes, pero entiendo que la proposición estética de la autora es así. Ha contado en múltiples entrevistas y, de hecho, lo dejó muy claro en una artículo publicado en The Master review –edición de octubre de 2019–, donde afirma que escribir es muy parecido a cagar. También señala que la novela Eileen nació al comprender que la gente aburrida es esencialmente cobarde, porque los cobardes siempre tienen miedo a los cambios. Eso es Eileen, el ejemplo de una poética que yo veo desde otro ángulo y para efectos sencillos me refiero a la proposición de la eterna adolescencia, alguien que no crece, sigue siendo un hijo, aunque los padres sean abusadores, enfermos, locos o magnánimos ceros a la izquierda. No crecen, ni padres ni hijos. Es un estancamiento absoluto.
Este libro parece un relato sumamente aburrido, de hecho hasta la página 100 empieza a levantar la tensión y el interés del lector; la esplendente Rebecca, nueva empleada en el reformatorio Moorhead, logra que la novela por fin se convierta en una historia interesante.
Después de que Eileen y Rebecca se hacen amigas se consuma el deseo de la protagonista: salir del aburrimiento. Obviamente hay otros personajes involucrados: un chico que le cortó el cuello a su padre, una madre indolente que sabía el motivo de ese asesinato y eligió callar; lo mejor de todo es que ese muchacho, Leonard Polk, se convierte en un atractivo espécimen. Para Eileen representa una fantasía sexual; para Rebecca, un ideal de justicia que la autora expone como último recurso para liberar la tensión de los personajes principales.
No me parece una novela bien acabada; de hecho, tiene algunos cabos sueltos. Por ejemplo, el desenlace nebuloso de Rebecca, pero a final de cuentas no importa, porque todo orbita en torno a Eileen y ella logra su cometido con creces: escapar de todo aquello que no le ha permitido ser lo que deseaba ser.
¿Por qué la autora usa este tono de voz, que a ratos es adolescente y a ratos un pantano en el que no se ofrece nada atractivo; ni siquiera hay voluntad de contar una historia, que a final de cuentas es el único motivo de escribir novelas? ¿Tiene algún sentido prolongar el tedio durante cien páginas? Quizá en esta poética del aburrimiento se requieran diez decenas de hojas para trascender ese estado de ánimo; pero, ¿qué sentido tiene ilustrar el aburrimiento con aburrimiento?
Abogo por recortar esas páginas, cien, y darle mayor intensidad, interés y atracción a esta novela. Ni siquiera creo que “el problema” se deba a una incapacidad autoral; entiendo esto como una imposibilidad de síntesis. Si usted tiene este libro en sus manos, hago lo mismo que hicieron en la película: vaya directo a la página 90 y marche sin bostezar hacia el final de la novela.
Yo podaría el texto, porque mientras más hermética es la vida del personaje, el interés crece. No conviene enumerar la cantidad de pus que sale de un grano o la cantidad de comida chatarra que puede comer un chica en aras de su hastío por cocinar algo saludable, ni mucho menos importa la cantidad de veces que la protagonista le da la mano a la gente después de tocarse la vulva con ahínco. No. La enseñanza que subyace en esta novela es simple: el hermetismo atrae más que la cotidianidad de una mujer infantilizada.
Obviamente en las primeras cien cuartillas hay información desperdigada en pesquisas torpes, en fantasías sexuales, en recuerdos y uno que otro vistazo al trabajo burocrático del servicio público norteamericano, pero podar es necesario.
Los noveles autores rellenan sus libros con cualquier cantidad de palabras para dar el número de cuartillas que exige un editor. Otros desperdician el talento dando vueltas a un asunto: agradar al público. El problema con Eileen es que la autora desarrolla el tedio (una atmósfera), no apresura el relato con la mudanza de vida. ¿Es difícil narrar la épica del estado de ánimo? Me parece que sí. Pero esta novela no es el mejor ejemplo. Está lejos, muy lejos de un libro fundamental en la exploración del tedio: Oblómov, del escritor ruso Iván Goncharov.
* La traducción de las líneas entre comillas es mía.
@FederìVite