EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

La falsa utilidad de la mentira

Juan García Costilla

Junio 24, 2006

Entiendo la necesidad legal de proteger la confidencialidad de una investigación policiaca, particularmente la información que pudiera ser clave para el buen éxito de una pesquisa, o la que si se hace pública alertaría a los sospechosos de un crimen.
Pero las autoridades también tienen la obligación –y los ciudadanos el derecho– de informar a la opinión pública de los avances generales de cualquier caso, pero sobre todo de aquellos que atentan contra la tranquilidad, la seguridad y el bienestar de la sociedad… como los que han llenado las páginas de los diarios locales de Guerrero desde hace ya demasiado tiempo.
Pero esas autoridades llevan la secrecía judicial a límites francamente inaceptables. Particularmente en aquello que tiene que ver con los cárteles del narcotráfico, las ejecuciones de sus sicarios, cada vez más violentas y desafiantes, y la evidente corrupción que han generado en todos los niveles de mando de todas las corporaciones policiacas, federales, estatales y municipales.
El problema ha rebasado por mucho las fronteras policiacas, al amenazar no sólo la seguridad de nuestra comunidad toda, sino al exponer con crudeza la ineficiencia profesional y las debilidades éticas de quienes tienen la responsabilidad de protegernos.
Ya sea con eufemismos, medias verdades o mentiras llanas, nuestras autoridades pretenden vendernos la idea de que están haciendo bien su trabajo, no sé si con la intención de minimizar la gravedad de las cosas, de tranquilizarnos, o sabe dios qué.
No estoy seguro si no se dan cuenta de que la gente no se traga sus declaraciones –para colmo, a menudo contradictorias, ilógicas, infantiles, incongruentes o de risa loca– o de plano debemos sospechar que lo hacen para proteger, encubrir, engañar y colaborar con la delincuencia.
Así ha sido desde que se desató la violencia en Acapulco y luego en el estado: “Son incidentes aislados”; “no hay indicios de bandas organizadas”; “es para desprestigiar al gobierno”; “la delincuencia no nos ha rebasado”; “estamos investigando”; “el crimen no quedará impune”; “se castigará a los responsables”; “no hay elementos para pensar en la complicidad de la policía”, bla, bla, bla. Pero de resultados concretos… nada, absolutamente nada.
En un arranque de franqueza, este mismo viernes el procurador Eduardo Murueta reconoció que no hay avances en la investigación de más de 200 delitos graves. Pero “no hay problema”, el crimen no ha rebasado a las autoridades. Ajá.
Más allá de la nota roja, el problema es más grave de lo que parece, porque los gobernantes que mienten o dicen verdades a medias –“es que hay que proteger el orden”, “es que la gente no está preparada para esto”, “es que a veces la verdad puede ser peligrosa o inconveniente”– desacreditan el sentido primario de la democracia.
Siempre pensé que una de las ventajas más atractivas de una sociedad democrática es que los integrantes de los gobiernos electos bajo ese esquema entendían y aceptaban gobernar diciendo la verdad, que esa era una de las reglas indispensables para merecer el mandato popular.
Y no solamente por los principios éticos y morales que se supone deben practicar y promover los que gobiernan sociedades avanzadas –democráticas–, sobre todo por el respeto que ese compromiso implica hacia los derechos, inteligencia y opiniones de sus gobernados.
Desafortunadamente, la democracia no es un antídoto en contra de la vieja adicción de los políticos por la mentira.
El filósofo español José Ortega y Gasset habla, con pesimismo lúcido, acerca de este fenómeno, en su ensayo Verdad y perspectiva: “La expresión extrema de ello (la mentira) puede hallarse en esa filosofía pragmatista que descubre la esencia de la verdad, de lo teórico por excelencia, en lo práctico, en lo útil. De tal suerte, queda reducido el pensamiento a la operación de buscar buenos medios para los fines, sin preocuparse de éstos. He ahí la política: pensar utilitario.
“Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira”.
Si nos atenemos a la erudición del sabio madrileño, el panorama es desolador, especialmente luego de leer el párrafo con el que cierra ese capítulo de su obra: “No he hallado en derredor sino políticos, gentes a quienes no interesa ver el mundo como es, dispuestas sólo a usar las cosas como les conviene”.
Por fortuna, Ortega y Gasset no abandona a sus lectores sin proponer herramientas de protección en contra de las mentiras políticas. Para él, un buen blindaje lo ofrece la prensa escrita, pero aclara: se requieren “lectores sin prisa, advertidos de que toda opinión justa es larga de expresar. Lectores que al leer repiensen por sí mismos los temas sobre que han leído. Lectores que no exijan ser convencidos, pero, a la vez, se hallen dispuestos a renacer en toda hora de un credo habitual a un credo insólito. Lectores que, como el autor, se hayan reservado un trozo de alma antipolítico. En suma: lectores incapaces de oír un sermón, de apasionarse en un mitin y juzgar de personas y cosas en una tertulia de café”.
No es fácil, sin duda. Por ejemplo, en las últimas dos semanas vimos un escenario parecido al preámbulo de una guerra: se levantó una nueva ola de violencia, con atentados en contra de jefes policiacos, por parte de grupos del crimen organizado que desafían abiertamente a las autoridades; luego, el gobernador Zeferino Torreblanca entrega mil 492 fusiles de asalto, mil 42 pistolas y 562 mil cartuchos de distintos calibres, por un monto de 35 millones y medio de pesos, a 66 alcaldes –la primera mitad del armamento que se adquirió para fortalecer a las corporaciones policiacas–.
Cuando menos parece la declaración formal de un viejo conflicto lleno de sangrientas batallas y enfrentamientos cada vez más frecuentes. El problema es que, a diferencia de una guerra normal, los bandos en pugna no se ven compactos, ni visibles sus generales, ni claros sus objetivos prioritarios.
Oficialmente, se supone que de un lado están las autoridades federales, estatales y municipales; del otro, los lugartenientes de los cárteles del narcotráfico de los Pelones y los Zetas.
Pero la realidad es mucho menos transparente y simple: las policías están alarmantemente coptadas por el narco y, posiblemente, también varios funcionarios de primer nivel; para colmo, la batalla estelar se confunde con el enfrentamiento entre los dos grupos del crimen organizado.
¿Cómo se puede entonces llevar el registro de las victorias y las derrotas de cada bando, si no sabemos exactamente qué escudo esconden los soldados debajo de su disfraz-uniforme? ¿Cómo tomar partido si nadie parece muy digno de confianza?
Los narcos, obviamente. Pero tampoco las autoridades han ganado mucha credibilidad, pues mientras piden el respaldo y la participación activa de la sociedad civil, se resisten a corresponder con integridad, sinceridad y franqueza. Así no, dice uno. La confianza se merece, no se exige ni se ordena.
Que nos digan contra qué y quién luchamos, quiénes son los cabecillas del bando enemigo, quiénes los cómplices, que demuestren decisión para enfrentar, castigar, denunciar a los sospechosos, y también para informar con claridad a la sociedad.
No importa que a veces tengan que corregir, que enmendar, que aclarar. Si hablan con la verdad, entenderemos, al menos trataremos de entender. Pero no esperen cosechar bondades sembrando mentiras.
Otro filósofo, el alemán Hegel, encontró una idea que refleja nuestra difícil situación, un imperativo que propone a los políticos mezclar acertadamente la modestia y el orgullo: “Tened –dice– el valor de equivocaros”.

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