Gibrán Ramírez Reyes
Febrero 14, 2018
Por alguna razón se pusieron de moda. Porque quisieron hacerlo, por ejemplo. Es fácil reconocerlos: su aura autocelebratoria los acompaña siempre –y probablemente sea ahora su rasgo definitivo–, son depositarios de la ética pública y salen a defenderla ahora que Andrés Manuel López Obrador la amenaza con lo que intuyen que será una presidencia fuerte y sus aliados cuestionables. Ensayando un performance para su presidencia, decidieron que era hora de limitar el poder del candidato.
Se hacen llamar liberales y es esa etiqueta, en buena medida, lo que permite que su autoridad moral permanezca intocada. Es una posición que permite tomar distancia de la política real, donde lo liberal y lo conservador se mezclan a ambos lados del espectro político, pero por lo mismo, de justificar el vaivén de sus simpatías. Pueden ser priistas un sexenio y panistas el otro, sin decirlo, porque su prestigio es decimonónico, de la historia oficial, fuera del alcance de la suciedad política, de modo que pueden reclamarse herederos de Benito Juárez si les viene en gana y a veces lo hacen. Tienen su utilidad, claro: son críticos, pero además adornan sets de televisión y sus nombres iluminan los estantes de las librerías, las grandes revistas, incluso los puestos de periódicos –cosas que una sociedad necesita. Siempre, siempre, están dispuestos a limitar al poder, a confrontarlo –menos cuando lo aplauden, porque también son suficientemente majos para hacerlo de vez en vez: no son unos amargados respondones ni revoltosos. Pongamos un caso: Enrique Krauze. Supo ser cortés durante el calderonismo y dijo que los resultados de la “guerra necesaria” de Felipe Calderón eran “los mejores en la historia del combate al narcotráfico”, pero también supo ser crítico en la nueva versión del mismo texto: la guerra dejó de ser “necesaria” y los resultados dejaron de ser “los mejores” (lo documentó Rodolfo Camacho en Polemon.mx). El talante liberal sabe corregir cuando se equivoca.
Es el caso de otros autonombrados liberales contemporáneos que defienden, casi sin darse cuenta, la libertad para los fuertes –porque defender la libertad sin un piso mínimo de igualdad de condiciones es precisamente favorecer que los más fuertes aplasten a los más débiles. Carlos Elizondo Mayer Serra piensa que va a extrañar a Enrique Peña Nieto porque, dice, nunca confrontó a editorialistas ni articulistas. En un régimen de guerra, con número récord de periodistas asesinados, con un descenso muy significativo en libertades –véase el índice Freedom in the World–, a Elizondo le parece que la libertad de expresión extrañará a Peña Nieto. A los periodistas ya los mataban y los seguirán matando, suelta tan orondo. Para él, eso depende de otras cosas, no de quien gobierne. López Obrador, apunta, ha confrontado a Pepe Cárdenas y ha demandado a The Wall Street Journal –por cierto, por una nota que el mismo medio tuvo que corregir, y tras lo cual AMLO quitó su demanda. Lo que extrañará es un presidente callado, impotente, incapaz de defender sus razones y sus valores en público, y como López Obrador sí lo hace, entonces le asusta.
Es una vieja inercia que también reproduce Krauze en su artículo del pasado domingo, evocando a Cosío Villegas y su obra, estimada por la historiografía, pero seguramente desastrosa para la ciencia política –y que me perdone el Colmex por esta osadía, pero es la verdad. Para Krauze, Cosío Villegas habría sido el mayor intelectual liberal del siglo XX –nunca lo ha argumentado–, aunque fuera un hombre del régimen y fuera entusiasta de un par de presidentes –dice que siempre supo rectificar, como él, pues. Su gran mérito en la comprensión del Estado mexicano fue sistematizar el sentido común del presidente todopoderoso. Como después haría Krauze, la institución presidencial, en vez de investigarse en sus sutilezas, en sus formas de control, en sus redes de mediación, en sus capacidades e impotencias reales, se tomó como un aparato cuasi imperial, “una monarquía absoluta sexenal y hereditaria”. Desde la derecha como desde la izquierda, ese diagnóstico facilón impulsó una transición que no sólo se hizo contra el autoritarismo, sino contra la institución presidencial. Hasta el día de hoy, todo lo que sea “ciudadano”, “autónomo”, incluso “parlamentario” suena bien, suena democrático, aunque se trate también de espacios poblados por profesionales y oportunistas –como cualquier espacio de política en alguna medida.
El resultado obvio es que la Presidencia de la República es un espacio fuerte, pero sin autoridad. Es un espacio duro, pero no legítimo; aceptado, pero no hegemónico. Por eso la perspectiva de reconstruir la autoridad presidencial asusta, porque tenemos la ilusión de que el pluralismo depende de tener un presidente que no converse públicamente, que asuma los costos de ser un político neoliberal –el desprecio–, mientras los intelectuales del modelo cosechan el prestigio. El presidente podrá maicear medios, atiborrarnos de publicidad, lo que se quiera, pero no confrontar a los intelectuales del poder, mucho menos decirles que tienen su parte de responsabilidad en el estado de las cosas –y que entonces son conservadores. Si festejaron el Pacto por México, si apoyaron la política guerrista, eso es cosa del pasado, una anécdota; no debería alguien, menos una voz fuerte, reprochárselos. Opino, en contrario, que una presidencia, en general una política, investida de autoridad, es clave para la reconstrucción de un orden pacífico y para emprender el desarrollo, simplemente porque se necesita una acción social concertada. Defender una razón, una opinión y unos valores frente a los que sostienen otros no es más que espíritu democrático. Que se critique, vale, pero que nadie se rasgue las vestiduras.