EL-SUR

Jueves 19 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los animales fortuitos

Alan Valdez

Septiembre 14, 2024

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Para Yohel. Por los otros regresos

En el puente hay personas besándose. Se apartan cuando paso al lado de ellas. No veo sus rostros, pero escucho cómo sus voces se pausan después de que ya han asumido que estoy lo suficientemente lejos. Me gusta que ese silencio implique, en este caso, saliva.
Sigo el río. Las luces de los edificios departamentales donde duermen los estudiantes se reflejan en el agua como árboles de Navidad prematuros. Personas corren, sudando nocturnamente. Personas pedalean, también, nocturnamente. Yo, escurridizo, continúo hacia la parte no alumbrada del parque, pero no tengo miedo. No volteo a ver hacia atrás. Tal vez debería, pero no lo hago.
En el camino escucho ruidos entre la hierba y los tomo prestados como buenos augurios, ya sea de sangre, de longevidad o simplemente, de saberme yendo, pero esta vez no apurado. Hago algunas fotografías de la luna. Quiero mostrárselas a mi madre, pero obviamente la luz se resiste a mi cámara, así que, ante el intento incompleto, decido mandarle un mensaje. Ma, deberías ver cómo la noche se clausura entre los árboles. O quizá fue menos poético, quizá más bien solo le mandé una nota que decía, Ama, vi la luna y pensé en ti. Me gusta que lo hermoso del mundo me haga pensar en gente hermosa.
La hierba va de un lado a otro, y aunque no la veo, los soniditos de las hojas contra las hojas. La rama. El árbol. El aire. Yo también voy de un lado a otro. Camino y pienso. O más bien pienso porque camino. Peripatético, al recorrer esta ciudad nueva, también atiendo sensaciones nuevas. Me gustan, y no me canso de decirlo, mientras la noche y yo con ella.
Ahora atravieso otro puente. Como niño, trato de que cada uno de mis pasos responda al ancho de una sola tabla. Pierdo. En clase, hoy por la mañana, les preguntaba a mis alumnos, a propósito de practicar el pretérito (eso siempre hace uno cuando escribe, ¿no?), a qué jugaban de pequeños, qué comían, cómo se llamaba su mejor amigo de la infancia, qué caricaturas les gustaban, qué es lo que extrañan de ser niños. Y una alumna me respondió esconderme y de verdad creer que nadie sabía dónde estaba. Sonreí.
Una mujer está en el puente. Hay una bolsa de plástico al lado de sus pies. Con una mano sostiene una caña de pescar. Con la otra, fuma. Mi presencia no la distrae ni del humo, ni del pez ni de la posibilidad de la incisión en su entraña. Jala rápido el hilo. El pez, ahora convertido en verbo, cede ante la obligación de la madera. Coletea. La mujer no interrumpe ni su cigarro ni la noche. Y cuando el pescado ya no pretende nada, lo mete en su bolsa de plástico. Yo sólo continúo.
Llego al dique del río. El agua cae formando una espuma enferma en sus orillas. La domesticación animal y vegetal tiene un precio. Décadas de maíz y ganado le han llenado el hocico al cauce de antibióticos y pesticidas. Sin embargo, esta agua no va con rabia a pesar de lo lastimado. Apacible, me arrulla con una canción que aprendí en un lugar muy lejos de aquí y busco piedras que aventar porque eso es lo que hace uno ante los sospechosos abismos. Lanzar.
Me atrevo a lo aún más profundo del recorrido. Las luces del alumbrado que resguardan el trayecto al lado del río van cediendo. A pesar de todo, me siento bienvenido. La pregunta es por quién. En el centro del bosque, la luna me regala una sombra blanca. Juego a bailar con ella. Pierdo toda vergüenza. Gano otras cosas. Y así, en medio de ese baile, recuerdo la primera vez que no pude quedarme dormido. No ensayo mi memoria. Inauguro, más bien, una nueva. Y me dirijo al pastizal. Las flores no se miran, pero huelen. Les doy las gracias y pido disculpas porque mientras voy, siento cómo cruje el pasto bajo mis suelas.
Avanza la noche y mi deseo me recuerda algunas cosas. Les permito decirse. Una sensación agridulce me llena los ojos. Les permito a mis ojos decirse también. En medio de septiembre, mirando una luna que parece una sonrisa excesivamente cuidada, siento cómo el aire seca los pequeños cauces que van por mis mejillas. La noche me obsequia el camino de la sal. ¿Yo qué le he regalado?
No sé si lo que siento es tristeza o alegría. Pero detengo toda averiguación sobre lo interior porque me asumo observado. Aun así, no me ocurre el miedo. Y busco esos ojos, y palpo el aire, una y otra vez, devolviendo algo menos puro cada vez que exhalo. Y ya no solo es la idea de la mirada. Escucho unos ruidos y, por fin, lo descubro. Trato de no moverme demasiado. Aquí yo soy el extranjero. Cada una de mis pisadas es más tenue que la anterior hasta que lo liviano me pertenece.
Me saben acercándome, pero en su noche hay intenciones más imponentes que la mía. Son tres venados comiendo hierba que, de tanta luna, parece que alguien especialmente la dispuso para su hambre y cornamenta. Me siento tan cerca que escucho cómo arrancan con el hociquito. Mastican. Digieren. Mastican. Escupen y se revisan los lomos entre ellos.
Les digo algo, pero es evidente que mi lengua es estéril para sus orejas. De todas formas, lo repito y, en su estornudo, ya por fin me callo. Nos vemos por última vez. Ellos regresan a un lugar para siempre oculto. Yo, ¿a dónde regreso?
Al levantarme siento una de mis piernas entumidas y comienzo a reírme por acordarme que a esa sensación se le conoce como hormigueo. ¿A esta hora qué están haciendo las hormigas? Nadie me responde y sigo mi camino, o algo así, me supongo, porque mis pies avanzan, y yo, sin otra opción, ya no me resisto.
Llego a un sitio donde ya no hay rastro cercano de luz artificial. Solos, yo y lo que no sabe decirse, compartimos la misma vida por un momento. Pienso, así, en lo anterior, imposible que no sucediera, porque durante toda la caminata no he querido acordarme de casi nada y, en este punto, resistirme tiene el mismo efecto que aguantarse la respiración.
En el inicio del verano, recuerdo, yo era otra persona, me parece. Vi a mi madre y a mis hermanos sentados bajo la sombra de unos árboles en el desierto y ahora, yo hasta acá, en medio de una noche de septiembre, susurrándole a unos venados un nombre que para ellos no significa nada.
Crucé un país. Mudé unos libros. Abracé por primera vez a personas. Miré columnas tan altas que me sentí crédulo, pero también verdadero. A mi manera enumeré todas mis metáforas y olvidé otras. Luego, tú y yo estábamos en Emeryville, California. Éramos más jóvenes que ahora, por supuesto. Vimos el atardecer juntos y luego, mientras el mar se abría ante nuestros ojos adolescentes, pronunciamos años de acá para allá como si todo hubiera valido la pena. Y sí. San Francisco también dijimos. Yo cumplía tantos años y, caminando por el puente como quien se dirige a otra vida, por fin supimos. Sin embargo, ¿qué vida es esta? Yo aún no lo descubro.
Lo ensimismado se me interrumpe. Mi celular vibra. Me ha llegado un correo, pero no lo abro. De todas formas, la intención invasiva del mensaje es suficiente para asumir que ya es hora de volver a mi casa. Mañana trabajo. Mañana mi otra vida, esta vida insiste, y yo estoy aquí, en medio de septiembre, creyendo en una verdad que más bien solo la noche. A cualquiera le puede pasar.
Abandono el prado oscuro y toda idea de sus perturbaciones. Las luces que delimitan el camino por la orilla del río aparecen una a una. El puente ahí, como si yo nunca me hubiera atrevido al otro lado. Y la pescadora ahí, también, fumando, sosteniendo el hilo con la misma precisión de antes. Sin embargo, la bolsa ya no está, y aunque me surge la intención de preguntarle por sus dones, me distraigo cuidando, de nuevo, de pisar una tabla a la vez.
Vuelvo a escuchar el movimiento de animalitos entre la hierba. El aire, a pesar de no estar frío, ya contiene una advertencia. Los edificios donde están los dormitorios de los estudiantes siguen brillando, usual, vertiendo sus motivos en el agua. Ya no hay corredores ni ciclistas ni personas besándose. Trato de tomar una foto de la luna. Fallo. Apenas un punto blanco y ridículo en mi pantalla. Esta vez no mando la foto, ni le escribo un mensaje a nadie. Tan solo dejo que se vuelva archivo quieto de un tiempo registrado sin orden, atendiendo solo al azar de lo que creo merece la pena quedarse, aunque seguramente solo vuelva a ver esas fotos en alguna espera aburridísima donde no tenga acceso a internet. Supongo que para eso también sirven los recuerdos.
Abro mi buzón. Correo basura nada más. Abro la puerta de mi casa. Aún tengo cajas de libros sin abrir y muebles sin acomodar. Pero la foto de mi abuela me observa desde la esquina de mi escritorio. Le digo buenas noches, doña Pieda. Ella también me dice buenas noches. Le digo que la quiero. Le pregunto que a dónde se fue y, a cambio, me dice que ella también me quiere.
Me lavo los dientitos. Apago las luces. El sueño, a pesar de lo largo del día, no me llega fácil. Las imágenes de los venados se mezclan con las imágenes de otros animales. No trato de contarlos en brincos para quedarme dormido. Mejor ensayo sus ojos y, en la mirada animal, encuentro además de la furia de la carne siempre a punto del hambre ajena, el peso suficiente para conciliar en mi párpado el por fin de todas las noches.
En la mañana anoto un sueño. Empecé a escribirlos no hace tanto. No diría que son narraciones claras de lo que ocurre, sino un montón de imágenes, como un pequeño censo de escenas ilegibles. Reparo en una de ellas. Es de una botella de Coca-Cola atrapada en el oleaje de una playa de Acapulco a la que me llevaban mis padres cuando era niño.
Me baño, me tomo mi café, me apuro. Ahora decenas de personas con mochilas se dirigen a un sitio. En el salón de clases, después de pasar lista, un alumno me comenta que pensó mejor su respuesta de la sesión anterior y que lo que más extraña de ser niño es poder acordarse más de sus sueños. De regreso a casa encuentro unas flores rojísimas y finales. Dalias asegura mi madre en el mensaje que me manda al mirar la foto. No se lo discuto, porque yo de las flores, el color nomás.
Es la tarde.
En esta casa a la que me han invitado hay unos escritores de Japón. Cuentan sobre el último poema que escribió Bash? antes de morir, Caer enfermo durante el viaje / mi sueño huelga errante / sobre un campo de césped seco. Cuentan sobre las islas y el pez que vive bajo las islas. Reímos sobre las costumbres norteamericanas, y entonces dicen sintoísmo, y entonces aprendo de cómo los cuerpos no se entierran para que así los venados, los hermosos venados, vengan a decirles sueños dulces a los muertos.
Es de noche.
Me quito los zapatos. Apago las luces. Le doy las buenas noches a mi abuela. Te extraño, también le hago saber. Al cerrar los ojos, de inmediato me acuerdo de ella poniéndome una pulsera con un ojo de venado para el mal de ojo. Y ella, entonces, a su manera, también me dice que me extraña y nos quedamos dormidos.