EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los desafíos del interinato (Primera de tres partes)

Juan García Costilla

Noviembre 25, 2015

Sí, ya sé que les debo una disculpa, extrañadísimos lectores de este escribidor, aunque ninguno (si acaso un par de despistados solidarios) anduviera con el pendiente, por la inexplicada pero explicable ausencia de Canal Privado en El Sur, durante los 24 miércoles anteriores a este. Tan se las debo, que lo primero que hago hoy que regreso, es ofrecerla a los mencionados y a todos los que hace tantísimos miércoles eran lectores certificados de este espacio.
Una vez ofrecida, y ojalá que aceptada, procedo a explicarles la ausencia, habiendo sido, como dije antes, inexplicada pero explicable.
Comienzo por el principio, cual debe de ser en todo recuento, pero particularmente el de este año de ausencia editorial, durante un año tan particular y difícil para todos, no sólo para este escribidor.
Sin embargo, vivido y visto desde el gobierno sustituto, créanme que el año fue especialmente memorable, con todo lo bueno y lo malo que sucedió. Por eso me atrevo a contarles un puñado de historias, que me parece describen muy bien el hilo fundamental de la historia completa, una tragicomedia muy al estilo de nuestras historias habituales, pero más trágica y cómica que todas.

Es normal, Artur.

Cuando acepté la invitación del doctor Rogelio Ortega para colaborar como asesor de comunicación de su gobierno, la víspera de su toma de protesta ante el Congreso local, sabía bien (yo, y supongo que mejor él) que el trayecto de los siguientes doce meses iba a ser complicado, azaroso, intenso y agotador, que emprenderíamos un viaje nunca antes viajado, desprovistos de mapa confiable y brújula precisa, por un camino nunca antes caminado, sin guías legendarios ni viajeros sabios de otros tiempos, pero similares a este.
Muy pronto descubrí lo poco que sabía de lo que enfrentaríamos, y entendí que la crisis era mucho más grave y profunda en la realidad… y que mi capacidad de prospectiva era, francamente, ridícula.
“¡Rogeliooo!… ¡Chinga tu madreee!”, gritó un compa desde la tribuna del estadio de futbol en la Unidad Deportiva de Chilpancingo.
El aludido era Rogelio Ortega, gobernador interino de Guerrero con menos de un mes en el cargo, el último domingo de noviembre de 2014. Ese día, el flamante gober asistió invitado al primer partido oficial de Los Avispones, tras la pesadilla de Iguala. Su seguro escribidor, haciéndola ya de su inseguro asesor, obligado y atraído por la obvia relevancia simbólica del evento.
Cuando gritó el compa, cruzábamos la cancha en dirección al centro del campo, en donde ya esperaban los jugadores, directivos y familiares del equipo.
¡Óra ca’…!, respingué gacho al escuchar la mentada, y luego miré al gober Ortega de reojo, con pena ajena y propia… pero éste caminaba campante, risueño y con la calma chicha de un acapulqueño de Taxco.
Pena ajena, porque pensé qué mala onda con Rogelio. Propia, porque en esa situación, la mentada se oyó como chingue a su madre el gobernador y los pendejos que lo acompañan.
Viéndolo tan campante, medio me repuse, sále pues, hagámonos sordos, sin darnos por aludidos, me dije con un suspiro al mismo tiempo rejego y resignado.
Pero el compa, el mismo de la tribuna, ni chance me dio de reponerme bien, porque dimos a lo más diez pasos cuando el gritador volvió a la carga, con renovado brío y elevados decibeles: “¡Rogeliooo!… ¡Veete a laa veergaaaa!”.
¡Chaaale con este güey!, respingué más gacho al escucharlo. Y aunque no tan luego, volví a mirarlo de reojo, con más pena ajena y propia. Sorprendido vi que seguía caminando tan o más campante que el mismísimo Juanito el Caminante, aunque sin bastón ni sombrero de copa.
Pero ahora, ni verlo así me sacó el calambre ni me sosegó la muina. Me dieron más ganas de trepar a la tribuna, encarar al gritador y devolverle sin gritar el revire mínimo en estos casos (la tuya güey), que de hacerme el sordo… o menso.
Seguro Rogelio Ortega me notó acalambrado, porque dos o tres metros antes de llegar con sus invitantes, se detuvo, me miró catedrático, y me dijo académico: “Es normal, Artur. La gente está muy dolida e indignada por la tragedia. Y furiosa con el gobierno, al que culpa de lo que pasó”; y sin más, se dio la vuelta y comenzó a saludar de mano a todos los asistentes.
Qué normal va a ser, ni qué ocho cuartos, renegué quedo, ahí parado donde me dejó, en mustia pero clara discrepancia con el diagnóstico frío del académico que aún no pensaba como político.
Neta, cuando comenzaron los haceres y decires protocolarios, me interesaba más ubicar al compa gritador que presenciar el acto, así que me alejé un poco de ahí y me acerqué más a la tribuna para otearla.
Estaba sentado en la parte más alta, con otros dos compas de su vuelo, de 25 a 30 años, los tres con sendas chelas en mano. En cuanto vi las chelas, ipso facto prejuzgué, muy seguro y algo urgido de explicaciones más normales que la del gober.
Ya decía yo, claaaroo, anda pedo, por eso tan roñoso y bravito el compa, discurrí aliviado. Pero lo miré bien para sentenciar mi prejuicio, y no… no se miraba borracho ni mucho menos. Desmadroso, fanfarroneaba con sus compas, pero no se miraba alcoholizado.
Tons han de ser radicalosos violentos de algún colectivo movilizado de protesta anti-gobierno, preguzgué de nuevo, menos seguro y más urgido de sentencias normales. Pero los miré mejor, y no… no se miraban ayotzis, cetegistas ni anarcos, ni se cubrían el rostro con máscara, pasamontañas ni playera.
Ah ca’, esto no es normal, cavilé preocupado mientras me rascaba la cabeza con nula elegancia. Y como ya no se me ocurrió otra explicación lógica, di por hecho que no había una, y por ende, que era A-normal que un compa, así nomás, le mentara la madre y mandara a un rincón tan bajuno al gobernador del estado.
Qué normal va a ser eso, me quedé discrepando todo aquel último domingo de noviembre, y los dos o tres días siguientes… hasta que la realidad se encargó de aportar pruebas y argumentos suficientes para sustentar el diagnóstico sociológico del gobernador.
A las dos semanas luego de ese día, ya habíamos visto a varios compas en otros lugares, con gritos tan o más respingantes que el de la tribuna. Muy pronto, la escena se volvió casi normal.
Pa’ qué discutir, si se veía tan claro, era injuzgable. La gente andaba tan dolida e indignada, y tan encabronada con el gobierno, que era normal insultar y reclamar al gobernador en turno, llamárase como llamárase, por todo lo sucedido. Era una reacción natural y lógica de la gente.
Por eso, me dije juicioso, hay que aguantar vara y apechugar, sin mucho chistar, el maltrato y la maledicencia, porque se entendían los motivos y las causas.
Cómo no entender el dolor profundo e irreparable de perder un hijo; cómo no entender la indignación iracunda de perderlo así; cómo no entender la furia explosiva en contra del gobierno, que en lugar de proteger y ayudar a nuestros hijos, protege y ayuda a los criminales.
Aunque he de confesarles aquí entre nos, confiables lectores, que desde el gobierno no era fácil aguantar vara y apechugar sin chistar, por más que uno entendiera a los compas gritadores. A menudo me tenía que morder algo en el cuerpo –algo que doliera tanto o más que el rechazo, la calumnia, la desconfianza–, para vitaminar el estoicismo tan poco natural en los naturales de estas tierras, como yo y ustedes entenderán.
Lo entendí y acepté, estoico, a pesar de que casi siempre lo sentí injusto, equívoco, y de dudosa utilidad ciudadana.
Injusto, porque Rogelio Ortega era gobernador, pero no había buscado el cargo, lo buscó el Congreso para encargárselo de manera interina, en sustitución del gobernador que había sido elegido; porque no era político ni tenía partido; y para terminar, porque ni él ni su gobierno habían desaparecido a los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Equívoco, porque lo castigaban por el tiradero, la suciedad, el caos y la violencia que nos dejaron otros, al voluntario encargado de recoger, limpiar, ordenar y pacificar.
De dudosa utilidad social, porque oponer resistencia y rechazo al primer gobierno ciudadano en la historia guerrerense, servía mucho menos a los intereses y propósitos de los ciudadanos opositores, y mucho más a los de la clase política dominante en general, y de los narco-políticos y sus gobiernos en particular.

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