EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Los memes de Peña Nieto

Juan García Costilla

Julio 06, 2016

En 1980, a José López Portillo le faltaban dos años en la Presidencia de la República; a su seguro escribidor, los mismos en la matrícula de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
López Portillo era un presidente típico de la hegemonía priísta. Culto, buen orador (al viejo estilo, impostado y a veces cursi, pero articulado y seguro), fiel y respetuoso de las reglas no escritas del PRI-gobierno, depositario supremo y casi único del poder del Estado, jefe formal del Ejecutivo, e informal del Legislativo y el Judicial, los gobernadores y alcaldes del país (prácticamente todos tricolores), y líder de su partido.
Su seguro escribidor era joven universitario típico de la facultad (light y fresón, asegún mis compas más grillos y militantes), pero finalmente de corazón izquierdista, anti-PRI, anti-Televisa, educado y guiado por puro santón y chamán del periodismo independiente y crítico de esa época, como Miguel Ángel Granados Chapa, Manuel Buendía, Julio Scherer (aunque nomás iban sus adjuntos), Raúl Olmedo y Fátima Fernández Christlieb, por mentar sólo algunos.
Sin embargo, muy pronto descubriría la fragilidad de mi rebeldía política y la poderosa influencia del poder presidencial.
El verano de ese 1980, vacacionaba en Chilpo, el entonces sabroso placebo que curaba y desintoxicaba la chilanguez adquirida como residente universitario del Defectuoso. Uno de esos días, me enteré en Excélsior, el diario de siempre de mi padre, sobre la inminente visita del presidente López Portillo a la capirucha guerrerense. Una gira de trabajo a la clásica usanza, que iniciaría con una caminata a lo largo de las avenidas Alemán y Álvarez, encabezada por él y el gober de entonces, Rubén Figueroa Figueroa, para la bienvenida popular de los chilpancingueños.
“Qué pinche güeva”, recuerdo que dije con mueca despreciativa, pensando en la borregada sumisa y dócil que seguro llenaría las banquetas de las principales avenidas de Chilpo. “Qué güeva y qué papelón alinearse y participar en ese ritual monárquico”, seguí pensando rejego. “Nel, ni madres que voy”, proclamé en silencio, invadido por espíritus revolucionarios.
Pero los días siguientes, antes de la visita presidencial, fue ganando mi alma chilpancingueña, gustosa de chisme y mitote. “Voy a ir, pero nomás pa’ que no me cuenten, nomás pa’ confirmar la farsa”. Eso sí, para dignificar un poco mi curiosidad malsana, resolví escribir una crónica de la experiencia, y si se daba la ocasión, “chance y hasta le digo sus cosas”.
Ese día agarré libreta reportera, pluma Bic, y una camarita Kodak instamatic, y salí caminando hacia el punto más cercano de la avenida, con cara de fuchi anticipada.
Había harta gente amontonada en las sombritas de la banqueta, en espera de la comitiva, casi todos vecinos y conocidos. Neta, la gran mayoría parecía ansiosa y emocionada por el evento, con evidentes ganas de ver de cerquita al mero mero de Los Pinos. Obvio, también estaban los de las porras oficiales, con sus mantas y matracas, ensayando consignas y ovaciones… pero también ellos se veían rete contentos.
De repente, el murmullo bullanguero se agitó cuando la comitiva oficial se divisó a lo lejos, con López Portillo y Figueroa a la cabeza, agitando ambos sus manitas al saludar, tipo Miss México pero en versión varonil, con plenas sonrisotas en el rostro.
Mientras llegaban a donde estábamos, comencé a fotografiar algunos vecinos y asistentes, pero me clavé tanto en la faena que cuando reaccioné, López Portillo caminaba y saludaba a unos metros. Errático, me coloqué rápido sobre la banqueta, al lado de una viejita que sostenía con sus manos una cadena de cempasúchil, mirando fascinada al presidente. Ducho en esas faenas, el nepotista orgulloso se acercó a la doña ipso facto, para que le colocara la corona, y en seguida la abrazó súper tierno, posando para un fotógrafo que apareció de la nada.
Luego, como pa’ no hacernos el feo, comenzó a saludar a los que estábamos cerca. Uta, ahí torció el rabo mi puerca, porque cuando el alevoso presiso me estrechó la mano, rete duro y mirándome directo a los ojos, me acalambré bien gacho. Tan nervioso y apendejado me puso, que olvidé por completo las cosas que según yo le diría, y lo único que pude farfullar fue un “bienvenido señor presidente”, o algo parecido. Chance más bobalicón y sumiso, porque sentí mis cachetes enrojecer como si le hubiera dicho “a sus pies, Excelencia”.
Luego-luego de eso, me fui a la casa, cabizbajo y agüitado, pensando en lo que dirían los compas más grillos y militantes de la facultad: “pinche güey, light y fresón hasta la sepultura”.
Se los cuento, discretos lectores de este espacio, no pa’ que hagan escarnio de mi deshonra, y menos pa’ que la compartan, sino a propósito del escarnio tumultuoso sufrido por el presidente Enrique Peña Nieto, luego de su reunión con sus homólogos de Estados Unidos y Canadá.
“Pobrecito, ya hasta siento que lo quiero”, comentó una feisbuquera en su muro, y la entendí perfecto, porque seguro se sintió culpable, como yo, después de soltar tantas carcajadas socarronas provocadas por los memes que circularon sobre la citada reunión.
Aunque en mi caso, no fue para tanto, no para quererlo (que en parte lo merece, pues de plano se pone de pechito), pero sí para sentir pena más propia que ajena; tampoco como para querer que regrese el poder presidencial como en los tiempos de López Portillo (que pronto comenzó a deteriorar la investidura, cuando lloró en su último informe de gobierno, en 1982).
Se los confío, porque me parece una cruel paradoja que los presidentes merecieran más respeto y consideración en el viejo régimen, que en la alternancia democrática, y porque pienso lo mismo que piensa un entrañable broder, que en los días de la tunda memera a Peña Nieto, opinó en su muro de Facebook: “Qué duro le hemos dado a Peña en su visita a Canadá, las burlas han sido desmedidas y muchas de ellas injustificadas. No me pongo de su lado, pero nosotros como sociedad debemos criticar los actos de gobierno erróneos, eso sí, pero burlarnos hasta de su tamaño como persona y hacerlo con desmedida sorna, creo que no, no habla bien de nosotros como sociedad, damos la idea de que si él es pequeño para gobernar nosotros lo somos como sociedad y que no estamos a la altura de lo que decimos merecer”.

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