EL-SUR

Sábado 07 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Mala herencia

Florencio Salazar

Enero 22, 2019

Durante muchos años, por no decir que “desde siempre”, hemos atribuido el atraso de Guerrero a sus condiciones geográficas, al temperamento rebelde de sus pobladores y al olvido de la Federación; y fue parte de nuestra retórica el reclamo de la “deuda de la Revolución” con Guerrero.
Nuestra entidad, desde su origen, surgió dividida por dos fuerzas políticas y militares, representadas por quienes promovieron su creación: los generales Juan Álvarez y Nicolás Bravo, uno liberal y el otro conservador; ambos llegarían a ser presidentes de México.
El historiador Florencio Be-nítez González (Los Álvarez, poder y política en el siglo XIX en la región de Guerrero, H. Congreso del Estado, 2ª Ed. Chilpancingo, 2012), llama a Álvarez “el cacique del sur”, quien tenía influencia en el gobierno central y control en la población “de su comarca”.
Empezando con Diego, su hijo, con don Juan se marca una línea sucesoria de “hombres fuertes, ya fuesen grandes hacendados, jefes militares, antiguos insurgentes, caciques o intermediarios de todo tipo”, como señala Benítez González, en detrimento de las instituciones.
El Gran Diccionario de la Lengua Española de Larousse, define cacique como “Jefe de algunas tribus de indios de América Central y del Sur” y también califica a “persona que ejerce mucho poder en los asuntos políticos o administrativos de un pueblo o comarca, valiéndose de su dinero o influencia”.
Los cacicazgos se caracterizaron por la concentración de tierras, despojando de ellas principalmente a los pueblos indígenas, apropiándose del producto del trabajo de los campesinos, monopolizando el comercio y convirtiéndose en auténticos dueños de vidas y haciendas.
Por su influencia se convirtieron en correas de trasmisión del poder local con sus regiones. La burocracia mayoritariamente dependía de ellos. Todavía, bien entrado el siglo XX, “recomendaban” recaudadores, delegados de tránsito, alcaldes y hasta diputados. Por su parte, mantenían el “orden” en las regiones y respondían al interés del gobierno en turno.
Por ello, Guerrero nunca ha sido un estado de leyes y ha tenido una frágil gobernabilidad. La estructura de poder surgía del presidente, que ponía al gobernador y de ahí se ramificaba hacia los cacicazgos regionales y estos controlaban sus territorios a través de sus achichincles y guardias blancas.
La conexión de las carreteras de Tlapa a Puebla, de Iguala a Michoacán, de la región norte hacia el Estado de México y de Acapulco a Lázaro Cárdenas (y ahora con las redes), oxigenaron a Guerrero. Durante el último tercio del siglo pasado, los caciques perdieron influencia y fueron desapareciendo como personajes de Pedro Páramo. Pero nos ha quedado la mala herencia de la mentalidad caciquil: el patrimonialismo, la violencia, la pobreza, la inobservancia a la ley.
Guerrero es un paisaje de montañas sucesivas, pero ni éstas ni lo levantisco de su gente mantiene al sur en el atraso. El pesado anclaje es por la mala educación, la insalubridad y la falta de ingreso. Con acierto señala el gobernador Astudillo: “Guerrero es un asunto de seguridad nacional”, por lo cual “olvidar a Guerrero –dijo Ruiz Massieu– sería una temeridad de la Federación”.
Hay que cambiar las reglas para que la riqueza minera y forestal impacte en el bienestar colectivo; y que las grandes empresas públicas y privadas –como las hidroeléctricas de CFE, hoteleras y Oxxo– se domicilien fiscalmente aquí. Así el presupuesto estatal no será producto de la dádiva de la Federación sino justa retribución al aporte de Guerrero.
Entre tanto, estamos como el burro del aguador: con sed y con el agua encima.