EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿Normalidad democrática?

Juan García Costilla

Agosto 19, 2006

A veces envidio la inquebrantable confianza y el respaldo incondicional que demuestran los simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón Hinojosa. No se quiebran con ningún argumento, no se amilanan ni en la más coloquial conversación; con la misma energía defienden a su candidato, y desprecian y descalifican al adversario, a quien ven más bien como enemigo.
Aunque los más audaces y abiertos son los pejistas, porque buena parte de la porra calderonista la integran beligerantes enemigos del tabasqueño. Al menos los que conozco defienden su voto panista invocando las perversidades y aberraciones del perredista, más que señalando las bondades de la propuesta de su candidato. Pero ambos aseguran que el suyo es el bueno, no sólo para la presidencia, sino para el bien del país.
Semejante claridad de ideas y convicciones me parece admirable, particularmente en estos tiempos de duda, desencanto, cinismo y sospecha. Aquí entre nos, tan fastidiosas, peligrosas y absurdas se me hacen las ansiedades mesiánicas de López Obrador, como el alarido primitivo de que el señor es un peligro para México.
De lo único que estoy convencido es de que el conflicto poselectoral confirmó una realidad política que algunos gobernantes no quieren reconocer: la normalidad democrática en México no existe, sigue siendo una propuesta, una meta, una deuda pendiente de la transición.
Pero independientemente de las simpatías y fobias de cada quien, de lo que uno piense de la personalidad y las ideas del pejelagarto, nadie puede negar y menos justificar la vergonzosa y nada democrática campaña que le endilgaron el presidente Fox, el PAN, Felipe Calderón y varios de los empresarios más poderosos y privilegiados de este país, sin exculpar las responsabilidades y excesos del ex jefe de Dobierno del DF, algunos inocultables.
Desde el ridículo intento de desafuero, hasta la guerra sucia de los dueños del dinero, no hubo escrúpulos ni miramientos éticos que pudieran desviarlos de su objetivo supremo: impedir a toda costa la llegada de López Obrador a la Presidencia de la República.
El inocultable lodazal obligó a varios a tratar de justificar lo injustificable: las contracampañas, la guerra sucia, son recursos normales en las democracias más desarrolladas. Mentira vil, aunque es verdad que los ataques electorales no asustan a nadie, ningún partido, gobierno o candidato en Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia o Alemania, se atreven a lanzar por la televisión mensajes anónimos, falsos, sin responsable visible, o sin dar la cara. Y menos se coluden con empresarios para bloquear las aspiraciones de un político porque no les conviene, pasando por encima de la ley y el decoro político.
Respeto las decisiones electorales de panistas y perredistas, aunque no las comparto. Sin embargo, me inclino más por López Obrador, a pesar de su sospechoso y tropicalizado carisma, por la idea de cambio que él representa, me temo que sólo eso. Sus amagos revolucionarios nacen de su impetuosa ambición personal y de una egolatría atípica, pero carecen de sustancia, sentido y dirección. Por lo menos, el movimiento lopezobradorista ha catalizado el malestar de grandes sectores sociales que no se atrevían a discrepar públicamente de la verdad neoliberal.
Como muchos ciudadanos, me resisto a soportar otros seis años de un gobierno panista insensible, políticamente negligente e incapaz, que se limita a administrar fríamente los asuntos públicos, protegiendo los intereses de siempre, desentendiéndose de sus obligaciones sociales, vendiéndonos la gastada idea de que es indispensable generar primero la riqueza, para después distribuirla.
“No es magia, es un proceso lento pero consistente. No es posible desaparecer la pobreza en el corto plazo, deben pasar 20, 25 años”, nos dicen. Y volteo a mi alrededor y veo que la pobreza empeora, que hay más mexicanos pobres, más pobres, y que hay menos mexicanos ricos, más ricos. Y entonces recuerdo cuándo nos prometieron lo mismo la primera vez… hace 20, 25 años.
La discrepancia inútil
Y como no hay una normalidad democrática, tampoco las condiciones para que la democracia nos facilite la tarea de resolver nuestros problemas y conflictos más graves, en lugar de agudizarlos y multiplicarlos.
Es evidente que no hemos concluido todavía una de las primeras fases del parto democrático mexicano. Al menos eso se ve en el manoteo, la disidencia, el hábito contestatario y la discrepancia inútiles, libertades, expresiones y espacios públicos a los que se ha limitado nuestra imberbe experiencia democrática.
Ni en los asuntos más urgentes logramos disipar suspicacias ni reunir voluntades. Por un lado, casi todos los que fueron opositores aguerridos y críticos, al llegar al poder se asumen como estandartes de la consolidación definitiva de la democracia. Entonces se convencen de que ya no hay porqué luchar ni patalear, que sus decisiones son justas e iluminadas, y que los que no están de acuerdo con él, están equivocados.
Por el otro lado, las fuerzas vivas organizadas –cargando su propio lastre del pasado reciente– desacatan de inmediato el mandato electoral, bloqueando y rechazando los proyectos del nuevo gobernante.
En Acapulco se puede encontrar un ejemplo claro en estos días. El debate público sobre la contaminación en la playa Caletilla coincide en lo fundamental: el problema existe, es grave, afecta la imagen turística del puerto –por ende, a todos–, demanda acciones definitivas y muchos recursos.
Pero seguimos estancados en discusiones estériles, en lugar de unirnos y demandar la atención inmediata del gobierno federal, para que se defina ya un plan de saneamiento integral, cuyo costo se incluya en el presupuesto de egresos 2007, y exigir entonces que se apruebe en el Congreso.
Una de las deficiencias más graves de los políticos y gobernantes en México consiste en la atención excesiva que le dan a los problemas que consideran urgentes –casi siempre a partir de criterios personales de índole electoral–, descuidando los importantes, que sólo recuerdan hasta que se convierten en urgentes.
Por desgracia, la urgencia ambiental de Caletilla ni eso ha merecido.
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