EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Sister cities

Juan García Costilla

Junio 04, 2005

Canal Privado

Justo antes de llegar al cine Jacarandas de Chilpancingo hay una calle y una glorieta de idéntico nombre: Pleasant Hill. Tan singular nomenclatura llama la atención, sobre todo a quienes ignoran las razones que obligaron al Ayuntamiento –hace 20 años– a bautizarlas así.

Al igual que Beverly Hills es la ciudad hermana de Acapulco, Pleasant Hill lo es de Chilpancingo. Lejos del glamour y la fama de la sister city porteña, la colina placentera es un pequeño pero agradable suburbio de San Francisco, California.

Hace dos décadas y ocho meses, su consejo ciudadano decidió honrar la fraternal relación dándole el nombre de Chilpancingo a una avenida y un parque recién construidos.

Pero como a los mexicanos nadie nos gana a la hora de demostrar odios y afectos, ocho meses después, el Cabildo capitalino escogió la glorieta y la calle –porque eso de esperar a que se construyeran nuevas obras estaba de verse– para corresponder el detalle.

Pero el propósito fundamental de la hermandad urbana entre Pleasant Hill y Chilpo no era ese, sino el que cada verano, un grupo de jóvenes de las dos ciudades alternaran papeles de huéspedes y anfitriones a lo largo de ocho semanas.

En 1984, el mismo año en que se internacionalizó la nomenclatura de la colonia de Los Burócratas –entorno irónico de calle y glorieta–, me tocó el turno de integrar la delegación chilpancingueña que viajaría a Pleasent Hill y se apoltronaría en la casa de varias familias gabachas.

Aunque me hospedé con los Amaro, un simpático y amable matrimonio de la tercera edad que hacia dos años había llegada a mi casa, lo que suavizó un poco el choque cultural, mis primeros dos días fueron todo menos divertidos.

El primero, porque bajando del avión nos ofrecieron una comida de bienvenida en la casa de una familia de origen mexicano, que seguramente fue la responsable del menú: ¡pozole!

Al menos así le decían a un infame caldo dulzón, atiborrado de trozos de carne de puerco a la BBQ, y aderezado con salchichas, tocino y algo que parecían frijoles bayos en sustitución del maíz –“you know, it’s so hard to find raw corn around here”–.

Con diplomática resignación, los recién llegados nos mirábamos con ojitos afligidos, entre cucharada y cucharada que de poco parecían servir para desaparecer el contenido del enorme tazón en el que nos sirvieron.

A la mañana siguiente, todavía eructando aquel aroma nefasto, nos llevaron a conocer la Chilpancingo Avenue y el Chilpancingo Park. Todavía no me bajaba del autobús, cuando el paisaje hizo que mi sangre empezara a subir en tropel hasta mi cabeza.

No era para menos: la dichosa avenida era enorme, más grande que muchas carreteras mexicanas en aquella época, limpísima e interminable; minutos después, el parque: de poca madre, árboles por todos lados, primorosas vereditas con flores multicolores en las orillas, un riachuelo encantador y, para colmo, al fondo un estanque cristalino en el que chapoteaban no menos de diez patos blancos como la nieve.

“Welcome to our Chilpancingo Plaza, we really hope you like it”, dijo humildemente una señora que no conocía. “¿Like it?, no chinguen, esto está de pelos”, pensé yo en mi ochentero caló.

Nunca voy a olvidar la vergüenza que sentí en mis cachetes, rojos, rojos, como los de los toluqueños, al recordar en esos momentos la calle sucia y llena de baches y banquetas quebradas y la glorieta minada con cacas humanas y caninas y sus lámparas de focos rotos.

“Pues Pleasent Hill será nuestra ciudad hermana, pero la hermana rica de la familia”, murmuré, descubriéndo de manera directa una de las enormes diferencias entre el Primer y el Tercer Mundos.

Hasta aquí, la historia no pasa de mera anécdota, pero la comparto como introducción a otra experiencia mucho menos trivial que viví en ese viaje, sobre los contrastes culturales entre ambos países.

Esa fue la primera ocasión en que pude esquivar el incómodo estereotipo del turista extranjero: ese ingenuo y nervioso personaje sometido a un feroz itinerario, apenas interrumpido por fugaces escalas en sitios aburridos, generalmente llenos de gente parecida, tomándose fotos enardecidos, que después nadie vuelve a ver.

Esta vez no. El tiempo me sobraba, no había agenda más que la que señalara la vida cotidiana de los plesengileños, no chequé mi entrada en ningún hotel, sino en un hogar clasemediero común y corriente, como ya conocía a muchos de los jóvenes gabachos, me llevarían a sus fiestas, bares, antros y lugares de ocio, en los que era casi imposible descubrir turistas.

Tan a gusto anduve que no me molestó la sensación de que algo hacía falta; hasta el inicio de la séptima semana, días antes de mi regreso, descubrí que por ningún lado había visto algo relacionado con política, políticos, gobierno o gobernantes: ni en calles, postes, paredes, anuncios, periódicos, noticiarios de tele o pláticas de sobremesa.

Extrañado, pregunté a varios porqué se escondía la política; un tanto divertidos, todos me dijeron cosas parfecidas: “están en sus oficinas trabajando, ¿pará que debían estar a la vista o en las noticias, si no hay nada importante que anunciar? A los partidos y candidatos los vemos sólo cuando hay elecciones”.

“Malditos gringos soberbios”, pensé. “¿Y cómo saben que deveras están trabajando?”, le pregunté malicioso a una muy recomendable güerita. “Porque todo funciona bien”, respondió con cara de “helloooo”.

Rumiando mi incredulidad en la mesa de los Amaro la víspera del final del viaje, me sorprendió una pregunta de George: “¿What did you think about our Chilpancingo Plaza? Recordé de pronto la inauguración de esas dos obras, hacía apenas un año ocho meses. “De seguro ahí estuvo de jodido el alcalde, chance el gobernador también”, pensé satisfecho por mi agudeza. “Very nice”, le dije y reviré “¿and what did the mayor said?”

George me miró serio, serio por un par de segundos, luego sonrió mientras se levantaba para sacar de un cajón de un mueble de la sala un sobre con fotografías.

Eran unas diez, pero en ninguna se veía nadie con cara de funcionario gringo. “Todos estuvimos ahí, de los que ya conoces del consejo ciudadano. Pero no entiendo porqué me preguntas del alcalde, ¿qué tenía que hacer ahí?, los alcaldes no inauguran calles, se dedican a cosas importantes”, me explicó con paciencia bonachona que yo interpreté como vil burla.

Recogió su fotos y me dió las buenas noches. “You better go to sleep now, you have a long trip tomorrow morning”.

Sin responder, me quedé inmóvil y mudo al menos cinco minutos. “Qué pinche pena”, susurré y me fui a la cama.

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