EL-SUR

Sábado 07 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Último año de vida para Kafka, el inicio del porvenir

Federico Vite

Junio 04, 2024

Hace cien años, Franz Kafka escribió en su diario: “Recluso dentro de mis cuatro muros, me encuentro como un prisionero en un país extraño”. Estaba en Austria, no quería regresar a Praga, por los fantasmas de Praga, los espíritus de Praga, los que le habían mostrado ciertos senderos narrativos. Esos fantasmas eran insoportables para él.
Dice el crítico literario Pietro Citati, en el libro de ensayos Kafka (Italia, Adelphi, 2007, 378 páginas), que el último año en la vida (1924) de este escritor legendario tuvo una extraordinario padecimiento de insomnio. Dormía muy poco y eso aumentaba aún más la alteración del sistema nervioso. Los pulmones estaban dándole mucho problemas y eligió irse a vivir a Berlín para empezar una vida marital. No resultó, porque la enfermedad en él era algo mayúsculo. La tuberculosis atacó todo el sistema respiratorio e incluso la garganta. Ni siquiera podía beber líquidos. Anhelaba la cerveza, por cierto. Deseaba irse a Palestina. Y aunque nunca había amado, dice Citati, sí había escrito muchas cartas de amor. Y se enfrascó en ello.
En Berlín, Kafka encontró evidentes luchas políticas, mucha miseria, terrible inflación. Tenía miedo, y casi terror de acercarse al centro de la ciudad, que le pareció espantoso, cruel y terrible. “En cualquier momento puede pasar algo”, dejó escrito en varias cartas y señaló que las mil cuarenta y cuatro coronas checas que recibía mensualmente no le alcanzaban para mucho, porque la renta subía a niveles estratosféricos; los productos de primera necesidad estaban muy por encima del valor “normal”. Meses después de ese disturbios sociales ocurrió la anécdota de la muñeca. Kafka encuentra a una niña llorando porque perdió su muñeca y él le cuenta que ella está de viaje y le escribe cartas a su dueña, cartas que él escribe y él lee a la niña. Una historia que revela la honda fuerza de la literatura para conciliar ciertos lazos afectivos entre humanos. El “juego” de la muñeca duró más o menos tres semanas. Kafka y su pareja, Dora Dyamant –una chica de diecinueve años– no tenían dinero para pagar la renta, que subía cada mes, no tenían para comprar la comida, el carbón, ni para pagar el gas, la luz ni la prensa (en ese momento era como tener internet ahora), ni mucho menos para ir al teatro. La familia de él envía víveres para que se mantenga la pareja por un tiempo.
Citati se da a la tarea de rastrear lo que leía Kafka, lo cual ya me parece una revelación interesante: “Kafka leía sobre Rembrandt, Rodin, Gauguin, y la pintura paisajistas china. La editorial de Kuet Wolff le mandó los poemarios de Hölderlin y Eichendorff, y dos libros, muy de su gusto irónico y sutil: Las aventuras del barón de Münchhausen y Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso: juegos con la sombra y el absurdo. A Dora le leía otros libros que apreciaba muchísimo y podían iniciarla en el mundo occidental que ella ignoraba: las fábulas de Grimm y de Andersen, Lebens-Ansichten des Katers Murr (Consideraciones del gato Murr sobre la vida), de Hoffmann; el Schatzkästlein (Cofrecillo de joyas), de Peter Hebel y Hermann und Dorothea, de Goethe”.
En enero de 1924, señala Citati, Kafka pensó en hacer una hoguera ritual donde deseaba quemar todo lo que nació bajo el dominio de los fantasmas nocturnos: La condena, La metamorfosis, El proceso, El castillo y decenas de cuentos. Si lo quemaba todo, dice el crítico italiano, tal vez recuperaría su libertad, “convirtiéndose así en otro escritor, tal como lo había soñado”. Este hecho me obsesiona (intento explorar esa posibilidad, ser otro tipo de escritor, algo ajeno a lo que fui), en especial, porque no hay textos sobre el nuevo Kafka. Ni rastros, ni pistas. “Si tuvo de veras hubo nuevas esperanzas y sueños y revelaciones de algo absolutamente nuevo, mantuvo cerrada la boca, con un arte silencioso”, asevera Citati y agrega una pista de todo este renovación del escritor: “Pero el gran relato que prorrumpe del silencio de sus noches, quizá de una sola noche, no es necesariamente una fuga o una liberación de fantasmas. No contiene ninguna ‘consideración estratégica’. Obra maestra sugerida por los fantasmas, dominada por los fantasmas, La madriguera interpreta todas las experiencias de Kafka en los largos años en los que los fantasmas lo habían inspirado”. Y pongo énfasis en eso, durante varios  momentos Citati habla de fantasmas que le brindaban ayuda a Kafka para escribir esos textos. Fantasmas, sí, que pueden ser otra cosa, alucinaciones o meras referencia a los estados insomnes que padecía este hombre, afectaciones cerebrales, producto de las múltiples asechanzas de la enfermedad. Probablemente esa visión, sesgada por la falta de sueño, propició la aparición de esos fantasmas.
Después vinieron las atenciones médicas, las hospitalizaciones. El último sanatorio, en Kierling, cerca de Klosterneuburg, en Austria, recibió a Kafka el 19 de abril. Fue atendido por el doctor Hoffmann. Dora quería llevar a Kafka a Praga, pero él no quiso volver a “esa trampa de fantasmas”. En esa estancia todavía pudo leer el borrador final de Un artista del hambre. “Cuando terminó la lectura lloró, ¿por qué si eso nunca le pasaba? ¿Por la muerte? ¿Por el escritor que había sido? ¿Por el escritor que había podido ser y que quizá entrevió en la última hoguera, donde quemó una obra de teatro y algunos cuentos?”.
Les escribió a sus padres un día antes de morir: recordó la cerveza, la escuela de natación donde asistió con frecuencia al lado de su padre. A pesar de esa conciliación familiar que sugería con la misiva, no quiso que sus padres fueran a verlo a Austria. Deseaba morir sin la sombra de Praga encima de su cuerpo. “Me sentiría contento de morir si no fuera a tener muchos dolores”, escribió hace cien años, pero los dolores fueron terribles y en ese momento punzante quiso vivir. Quiso seguir viviendo. Mucho.
La mañana del 3 de junio pidió morfina. “Lleva usted prometiéndola desde hace cuatro años. Me tortura usted. Siempre me ha torturado. No quiero hablar más. Es como moriré”. Le pusieron dos inyecciones. Cuando le dieron morfina fue feliz. “Está bien, pero otra vez, otra, pues no hace efecto”. Se adormeció lentamente, se despertó en un estado de confusión. El doctor Klopstock le sostenía la cabeza: “Apártate, Elli (lo confundió con su hermana), no estés tan cerca”. Después se arrancó la sonda, y la aventó al piso. Cuando Klopstock se levantó para recoger el estropicio, Kafka dijo: “Basta ya de esta tortura. ¿Para qué prolongarla?”. No se vaya, dijo a Klopstock, no se vaya. Soy yo quien se va. Es lo último que hizo antes de regresar a la camilla y esperar el fin de esa existencia.
Es más grande la obra de Kafka cuando uno piensa en nuestro presente, en la hipervigilancia, cuando uno siente que disentir es peligroso, cuando uno se percibe como un bicho raro entre “normales”. Eso es Kafka y más aún si fija la mirada en El Castillo, porque entiende que para conocer esa estructura, ese símbolo del poder y de control, hace falta un terrible reto existencial que no cualquiera puede consumar. Analizar el paisaje interno, en eso se fundamenta la república del porvenir.

*Como es habitual en este espacio, la traducción de algunas frases entre comillas es mía y corresponden al libro de Pietro Citati.