EL-SUR

Sábado 07 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Una chejoviana reciente (Segunda de dos partes)

Federico Vite

Diciembre 12, 2017

Aunada a la intensidad temática (gente comprendiendo el porqué de una encrucijada existencial), Lucia Berlín trabaja con acierto en Manual para mujeres de la limpieza (Farrar, Straus and Giroux, USA, 2015, 432 páginas) la tesis de las dos historias (A y B, una dentro de otra, o una que sirve para darle densidad y peso suficientes al otro relato), esa característica insoslayable del cuento moderno. Las estructuras de los textos, mayoritariamente narrados en primera persona del singular, no buscan el aparatoso impacto del final sorpresivo (canónico y socorrido por múltiples cuentistas latinoamericanos del siglo pasado, específicamente por múltiples cuentistas mexicanos) sino la adecuada inserción y el espléndido entramado de los hechos (gran trabajo del tempo, del timing, porque maneja ejemplarmente la progresión dramática de los hechos).
Todo luna, todo año (en castellano el original) y Hasta la vista (So long) proponen una revisión del imperativo visual de Acapulco y de Zihuatanejo. El primero de los cuentos ocurre en Zihua; una mujer trabaja en la traducción de los cantos de Chilam Balam. Hace una pausa en su trabajo y se hunde en la particular visión de quien habita esa parte del mundo. Mar, pescadores, buzos, gente con muchos problemas económicos, sin servicios de salud, gente con hambre, envidiosa y rencorosa, sobre todo, gente que bebe y mucho, igual que la narradora. El texto es narrado por una voz sobria en tercera persona, diseñada para hablar del hecho violento que detona la salida de Zihuatanejo y permite la reinserción al trabajo, la traducción de esos poemas, porque la poesía sirve para salirse de uno mismo e insertarse en el orbe.
En Hasta la vista, Berlín nos recuerda la virtud de narrar en primera persona del singular. “Cuando uno está muriendo es natural que mire atrás en su vida, que atesore ciertas cosas, que lamente otras. Por supuesto que aquí también soy yo misma, tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas, pero sigo tratando de recordar quién era en inglés”. La narradora rememora los buenos tiempos que ha vivido. No se deprime porque su amante está en silla de ruedas, con una máscara de oxígeno. Habla de cosas importantes, a las que se les debe decir Hasta la vista. “Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con las chamarras para la nieve puestas. Los postigos batían con el viento, postigos muy viejos, casi tanto como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La fría aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono. Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.
El hotel Plaza era tibio. Caliente, de hecho. Mientras aterrizábamos, el cielo sobre nosotros parecía manchado por lágrimas de coral y tonos color rosa. Nosotros nos recostamos sobre la fina arena de la playa de Caleta. Al asomarnos por las ventanas del hotel vimos que había un circo a unas calles, bajo nosotros”, dice esa voz que se curó de algo en este sitio que ahora resuma odio contra todo lo bello que antes fue. Puff. ¡Vaya que Acapulco fue bello! Ahora espanta.
Berlín recurre, en la mayoría de sus textos, a trabajar por contrastes. Describe emocionalmente a sus personajes cincelando lo festivo y lo vital del exterior; deja pasmados a los que sufren y poco a poco los inserta al mundo que eligió para ellos. En Hasta la vista, la narradora se despide de su hermana, de su hombre, conjura así el colapso propiciado por un duelo. Acapulco es una bondad que atesora para siempre.
Berlín, en los 43 textos, ensaya el relato de una épica. O, más bien, ensambla su épica escribiendo acerca de una mujer con cuatro hijos que trabajó como mucama, enfermera en urgencias, recepcionista en hospitales, telefonista, profesora de inglés y traductora. De conocerla, sé que me hubiera tomado unas copas con ella. La hubiera visto directamente a los ojos y le diría que su mirada es marinamente nostálgica, ideal para vivir en Acapulco, pupilas esplendentes sólo opacadas por su sonrisa etílica. Nos hubiéramos casado. Lo hubiéramos hecho como una forma de aceptar el desastre, la miseria, el dolor por el mundo hecho pedazos, irreconocible, irreconciliable, ¿el sufrimiento? Hablaríamos de ello sólo para describir nuestro divorcio.
Lucía hace del dolor su materia de estudio. Algunas personas presumen la riqueza, los autos, los viajes, los amantes, la sabiduría o el cariño que reciben de los otros; Berlín hacía eso con el dolor. Siendo preciso, presumía la fuerza de ese dolor, el riesgo de estar siempre en los límites de la resistencia.
El Tim, Mi Jockey, 502, Penas, Todo luna, todo año, Hasta la vista, Manual para mujeres de limpieza, Espera un minuto, Y llegó el sábado e Inmanejable son cuentos que condensan las herramientas y el poder vocativo de la autora.
Mi santa Lucía Berlín vivió en distintas ciudades debido a los trabajos de su padre. Nació en Alaska y pasó sus primeros años en asentamientos mineros en el oeste de Estados Unidos; luego vivió con la familia de su madre en El Paso; después la trasladaron a Sudamérica, a un estilo de vida muy diferente, de riqueza y de privilegios, vivencias que sirvieron de molde para crear una serie de cuentos protagonizados por una adolescente en Santiago de Chile, quien asistía a un colegio católico y formaba parte de la agitación política, de los clubes náuticos, de los modistas, de los arrabales y de la revolución fallida. De adulta vivió en México, Arizona, Nuevo México y Nueva York. Berlín murió en Marina del Rey, California, en 2004.