EL-SUR

Sábado 14 de Septiembre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Una elección que no termina

Juan García Costilla

Julio 08, 2006

Por más que trato de escuchar una y otra vez los solemnes pero estimulantes análisis de nuestros líderes de opinión –especialmente los de la televisión nacional, particularmente solemnes– para valorar el significado y la relevancia del insólito e inédito resultado de la elección presidencial, no logro entender ni conjurar el desánimo y el pesimismo que a mí me dejó el desenlace de la jornada electoral.
Y miren que el menos unas tres horas me expuse a cualquier cantidad de mensajes del tipo: “los mexicanos hemos dado un ejemplo de civilidad”, “una vez más, los ciudadanos demostraron su vocación democrática”, “ha sido la confirmación de la solidez de nuestras instituciones”, etcétera y etcétera.
Para darles una idea, si me hubiera expuesto con la misma intensidad a los vapores de algún perezoso pero letal virus, a estas horas ya estaría yo agonizando.
Y ni así me convencieron los ilustres pregoneros. Quizá porque las razones de mi desencanto son muchas.
Para empezar, eso de “un alto nivel de participación” –algunos se atrevieron a calificar como “histórico”– me suena a mera retórica acrítica, porque más de 40 por ciento de abstencionismo no es como para presumirlo, mucho menos en una contienda tan competida, estruendosa y belicosa como la que protagonizaron Andrés Manuel López Obrador y Felipe Calderón Hinojosa.
Luego, porque las actitudes de ambos candidatos durante las horas posteriores al cierre de casillas, estuvieron muy lejos de las que deberían asumir los políticos de altura, o los estadistas en ciernes, como parecen creer sus seguidores más fieles.
Felipe se proclamó vencedor sin esperar el cómputo final del Instituto Federal Electoral, y se mostró generoso y conciliador, olvidando el tono vergonzoso y calumniador de su campaña, además de la guerra sucia del gobierno federal y de grupos empresariales en contra de su adversario, en la que él mismo participó; Andrés Manuel, que también se dijo ganador antes de tiempo, descalificó pronto la legalidad del conteo, olvidando a su vez su parte de culpa por el descalabro –su exceso de confianza en el triunfo y sus desafortundados desplantes verbales.
Pero mi desánimo se debe principalmente a la enorme división social que nos dejó el 2 de julio, que desde el inicio de sus campañas, los dos candidatos se empeñaron en abrir más y más, alentando incluso el enfrentamiento y la animadversión entre algunos de los sectores más beligerantes de cada bando.
El fenómeno sería positivo si respondiera a la indecisión ciudadana entre dos ofertas políticas claras, concretas, elaboradas y, aunque opuestas, similarmente benéficas para el país.
Pero Felipe y El Peje prefirieron concentrar sus estrategias de campaña en la descalificación, la calumnia, la guerra sucia, la ofensa y la amenaza –con mayor enjundia inescrupulosa blanquiazul, hay que ser justos–, en lugar de tratar de convencer a los mexicanos con argumentos políticos inteligentes, respetuosos y maduros.
Con todo respeto para los simpatizantes de cada uno –muchos de ellos transformados en auténticos ninjas, prestos para la batalla a la menor provocación–, ninguno de los dos aspirantes me parecen la salvación nacional, la respuesta a todos nuestros males, el mesías que necesitamos. Estoy seguro de que los proximos seis años, si bien nos va, apenas serán un tramo del camino hacia el México que queremos, y que aún se antoja largo y sinuoso.
Coincido con quienes decían, y dicen, que la elección presidencial era en realidad un referéndum sobre la política económica, con Andrés Manuel como representante del cambio, y Felipe de la continuidad de la misma.
Pero ni el primero pudo articular un discurso aceptable para convencer a los mexicanos –al menos a todos los que necesitaba para ganar–, de que el viraje no pondría en riesgo la paz y la estabilidad del país; ni el segundo pudo articular un discurso aceptable para convencer a los mexicanos –al menos a todos los que necesitaba para legitimar su Presidencia antes de tomar posesión–, de que la continuidad sería el mejor camino, con un argumento menos elemental y reprochable que el miedo irracional al contrario.
Luego de la tormenta electoral, varios amigos que votaron por el PAN reconocen ahora que en su decisión influyó en buena medida el temor a la propuesta de López Obrador.
Vista así, la lectura de la elección no es sencilla ni una sola. No es un respaldo incondicional para Calderón ni un rechazo absoluto para las ideas del perredista. Ojalá y nadie se exceda en festejos ni claudicaciones. Esto aún no termina.

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