EL-SUR

Lunes 21 de Octubre de 2024

Guerrero, México

Opinión

Ya voy payaso

Alan Valdez

Octubre 12, 2024

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Escondo la botella entre mi playera y el abrigo. Es ilegal cargar con alcohol a la vista si vas caminando por la calle, aunque vaya cerrado. Me sorprendo del anuncio. Respondo a tu advertencia con un ¿Naaah maames, aunque vaya cerrado?, ¿es en serio? Y hablamos unos minutos sobre cómo es beber en la calle en Latinoamérica. Concluimos que nunca, bajo ninguna circunstancia, se debe confiar en la policía.
Llegamos a donde la festejada. Cumple 44 años llamándose Lis. Al tocar el cerco de la casa para anunciarnos, un perrito muy amable se acerca a dar la bienvenida. Le falta una pierna. Le dispararon, especificas, pero no desarrollas más la historia. Y como yo quiero saber los pormenores de su plomo, le pregunto qué pasó, mirándolo directamente a sus ojos de perro, sin embargo, solo mueve la cola y se dirige hacia la mesa donde están los invitados y la comida con la misma gracia de un veterano que recién ha pulido sus medallas.
Pongo el vino sobre la mesa. Entre el destapacorchos, el nice too meet you, too y el yo aprendo el Español cuando fui en Chile por 2 años, me llega la noticia de que el perrito se llama Gunnie. El pistolita, carajo.
De tanto repetir que soy mexicano comienzo a creer que ese es mi único nombre. Después del pastel y la canción de cumpleaños cantada así en español como en inglés para que nadie se sienta desplazado de su lengua, decidimos, por el frío, pasar del patio a la sala.
Lis y su esposo Víctor son peruanos. Del Perú yo no sé. Y le pregunto a ella por qué dicen El Perú y no solo Perú. Me contesta de manera muy clara. Quedo excesivamente convencido de por qué los peruanos se refieren a su país usando siempre el artículo antes del nombre. Sin embargo, una disculpa, dije que quedé convencido, pero no que podía reproducir semejante respuesta.
Los invitados se van yendo, hasta que la reunión pausa su tropezado bilingüismo. Me doy cuenta de que hablar del ceviche es una experiencia fundacional para los peruanos. Así que mejor me callo sin decirles que el ceviche con el que yo crecí además de jitomate también lleva cátsup. Mencionan 34 millones de personas. Yo digo 129 millones. Cuando acabo de decir el número, me percato de que nunca voy a entender lo amplio de esa cifra.
La fiesta se reduce aún más hasta que solo quedamos cuatro personas. Ellos comparten lugares de Sudamérica que yo solo he visto en los libros. Venezuela y sus panaderías portuguesas, Uruguay el sutil y pequeño. Petrópolis, sus montañas, el frío de esas montañas, lo bienvenido nunca negro y el suicidio de Stefan Zweig y su esposa Lotte Altmann en 1942. Aprendo sobre la doctrina de pasarse de chirrete, lo piedrero, lo chimbo, lo coñazo, y me divierto hasta que la cosa se pone seria al llegar al término deslograr. Y en medio de sus risas, en silencio, hago un recuento breve de todas las veces en las que yo, por supuesto, me he deslogrado.
Lis habla de la poeta peruana Blanca Varela. Me muestra un libro que en la contraportada trae un comentario de Octavio Paz. Paz dice de Varela, en su conocidísimo tono amplio e inaugural, que ella es Un poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto. Lis se detiene en la expresión Un poeta. Luego aparece casi como en efecto dominó el conservadurismo religioso en Lima, la derecha, Vargas Llosa, y al final, nos pregunta si alguien quiere más vino.
Sobre la mesa de la sala hay cajas de pizza a medio terminar. La cumpleañera nos ofrece llevarnos comida, más pastel. Lo que sea que sobre, somos bienvenidos a tomarlo. La reunión acaba. Son las 11. Algo he conquistado yéndome temprano de una fiesta y al mismo tiempo algo se acaba de clausurar. Te ríes de mi comentario mientras echamos las botellas vacías y las cajas en una bolsa de plástico que ya reniega de su exceso de volumen.
Lis nos da pastel a los dos. Me da pena decirle que no me gusta el pastel. Pero supongo que debe ser de mal gusto negarle a alguien la emoción de su cumpleaños. Sobre los platos de plástico que contienen las rebanadas que ella ha dispuesto para ambos, como tapa, obviamente, pone otro plato. Nos despedimos. No vuelvo a ver al perro mientras cruzamos el jardín.
La calle tiene árboles grandes. Su respuesta al otoño invade las aceras con muchas hojas. Hace frío, pero aún no tanto. La nieve en este momento de octubre es apenas una promesa. Y la calma de mis reflexiones cursis y solitarias sobre el paso del tiempo se interrumpen cuando veo filas de universitarios dirigiéndose hacia alguna fiesta que apenas está comenzando. Los miro, percibo su deseo adolescente y la única y verdadera respuesta que tengo es envidia, pero no te digo nada. Hasta que sí.
Y es imposible pausar la envidia porque los universitarios siguen apareciendo, replicándose esquina tras esquina yendo a una fiesta a la que hace mucho ya no estoy invitado. Se mueven, lúdicos y dorados a pesar de la noche, hacia lugares que yo también he conocido, pero en cambio yo llevo un pastel entre dos platos y me doy cuenta de que lo único que podría apaciguarme en ese momento, por más estúpido que suene, es la aparición de un impúdico payaso.
Me preguntas que por qué estoy tan callado. Y me resisto a contestar diciéndote que nada, que solo esto, que allá el árbol y que por esa ventana una persona en bata puede que nos mire. Pero no me crees, e insistes hasta que ya no tengo de otra más que confesarte mi parábola del pastel y del payaso.
¿Qué más se puede hacer con una rebanada de pastel en la mano mientras son las once de noche y te diriges a una parte de tu vida que apenas te aprendiste? Te quedas callada. Suena exagerado, lo sé. Pero construyo toda la escena, aunque ya no insistas.
Imagina que, de esa calle, justo después de que cruzan esos universitarios, detrás, al último, casi como si fuera el cadete más pequeño de un desfile, viene un cuerpo colorido, chillante, pelucoso. ¿Existe esa palabra?, bueno, digamos que sí, pelucoso. Tú y yo justo también vamos cruzando cuando él lo hace. No miramos sus ojos, pero sí sus zapatos, y ahí es más que obvio lo que está a nada de pasar. Él lo sabe y yo lo sé.
Así que persigue sospechosamente mi mano izquierda. Reconoce rápidamente el círculo blanco que bien lo ha aprendido de memoria. Recuerda cientos de horas ensayando frente al espejo la caída, el aplauso y la segunda caída. Claro que se la sabe porque él la ha inventado. Es un profesional de la talla extragrande, del pantalón a rayas color amarillo y del trompetín que también es amarillo. Y aunque por la nariz roja y desbordante no puede oler en realidad la fruta del pastel, predice su jugo, el kiwi, la fresa, el durazno en almíbar cubierto de azúcar glas y un poco de vela derretida y sabe, claro que lo sabe, que no hay de otra más que dar la cara y claudicar ante el espectáculo.

—¿Y luego?
—¿Y luego qué?
—Pues qué pasa con el payaso y el pastel.
—Pues no sé, hasta ahí, supongo.
—O sea, ¿si se lo avientas o no?
—Pues supongo que sí.
—Pero, ¿qué pasa con él?
—No sé, igual llega a su casa, se limpia la cara y mañana a las seis se levanta a trabajar de repartidor en una empresa de paquetería, que obviamente odia.
—¿Por qué los payasos siempre son tristes?
—No lo sé, pero debe ser duro dedicarse a fingir la risa.

El resto del trayecto comparamos las diferencias entre las fiestas venezolanas y las fiestas en México. Ambos países comparten la costumbre de juntar dos sillas para hacerle cama a los niñitos en los bailes. Se podría hablar, de hecho, de un clásico latinoamericano.
A la mañana siguiente, mientras busco una fruta que alistar antes de irme al trabajo, veo el pedazo de pastel hasta el fondo del refrigerador. Me observa, renegando de su nuevo lugar en este mundo, estudia mi gesticulación matutina y me siento juzgado, pero tampoco puedo hacer mucho. Saliendo de dar clases tengo una consulta médica. En la recepción me piden identificarme. Digo mi nombre. No me entienden. Me piden deletrear mi apellido. Me equivoco tres veces. Yo estoy seguro de cuál es mi nombre, pero al parecer en inglés eso da lo mismo. Me dan una etiqueta, la pego en mi camisa y me dirijo al área de fisioterapia del hospital.
Hay un largo pasillo y mucha gente caminando lento asumiendo el goteo también lento de unas bolsas de plástico colgadas de un gancho, llenas de un líquido que tiene un nombre impronunciable. Paso la capilla del hospital. De lejos veo una cruz y al mismo tiempo un anuncio con una flecha que señala hacia dónde queda la Meca. Me confunde el sincretismo, pero lo dejo pasar porque esta mañana he dudado de mi nombre tres veces. Puertas más adelante, un piso colorido, unos jueguitos con formas de animales, que, a pesar del motivo infantil, procuran más depredación y locura que juego, aunque muchas veces llegan a ser lo mismo. Y en la última pared, justo encima del zapatero, hay un cuadro y en ese cuadro, un payaso.
Me acerco. Nos reconocemos de ayer o de mañana. El cuadro tiene un título. Se llama A person holding three balloons. Sin embargo, en la pintura, el payaso está agarrando solo uno y mira hacia arriba. Hacia el cielo de la pintura que no alcanza a ser azul, pero tampoco blanco.
Abandono el área de juegos sin haber resuelto nada. Y cualquier conmoción hacia el payaso se disipa al ver a una mujer sosteniendo la mano de una anciana repleta de mangueras mientras es empujada en una camilla. Por fin llego a la otra recepción, doy mi nombre, pero esta vez no me piden repetirlo. Me siento en la sala de espera. Yo, eso lo tengo muy claro, no sé esperar, pero obligado a los minutos, contesto mensajes atrasados. Y te respondo uno diciendo, deja namás salgo de consulta y voy payaso. ¿Cómo que voy payaso?, contestas. O sea, que voy para allá, pues. No vuelves a contestar nada.
El doctor Jeff, alto y médico, se acerca hacia mí con un Hi Alan, nice to meet you. Regreso el saludo. Me avisa que cruzaremos el área donde dan rehabilitación a los niños y que precisamente hoy celebran un cumpleaños. La sala está llena de caminadoras, colchonetas, barras paralelas y pelotas grandes. Es cierto, hay un cumpleaños. Oigo risas, y una voz dirigiendo esas risas.
Lo primero que veo son los zapatos. Lo segundo, un pedazo rebosante de pastel. Lo tercero, una mano. Mi mano.