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Cultura  

“A lo mejor soy más cancionero que poeta”, dice el escritor Ricardo Yáñez sobre su libro Desandar

Resalta el tapatío la influencia de la música ranchera en su escritura

Francisco Morales V. / Agencia ReformaCiudad de México

Julio 10, 2021

 

El poeta Ricardo Yáñez, captado en su casa Foto: Agencia Reforma

Cuando revisa el volumen de su poesía reunida, titulado Desandar, Ricardo Yáñez se detiene a pensar en algo que, aunque siempre lo ha sabido por dentro, nunca deja de sorprenderlo.
“Hay muchísima canción ahí”, reflexiona, mientras desanda por el libro que reúne 50 años de versos, y confiesa. “A lo mejor soy más cancionero que poeta”.
Para Yáñez (Guadalajara, 1948), un autor discreto, de maneras amables y modales finos, pero de risa estruendosa y franca, dicharachero y sentimental, todo comenzó en un percance que puso en peligro su vida cuando apenas tenía tres años.
“En ese entonces yo escuchaba canción ranchera porque estaba convaleciente de un atropellamiento y mi madre me puso a escuchar la música que ella escuchaba.
“Aprendí qué era literatura, sin saber qué era literatura, con la canción ranchera, pero era canción ranchera no de antes, sino de muy antes”, explica sobre lo que llama su “prehistoria”.
Esta forma natural de imbricar las rimas más populares de la canción con las formas clásicas, como la del soneto, de saltar de un lado al otro sin dificultad, lo convirtieron en un autor con una obra singular y de culto.
Hijo de padre albañil y madre trabajadora del hogar, comenzó a conjuntar el acervo de canciones que aún lleva prendidas de la solapa, como La barca de oro o La modesta, postrado en la cama.
Son las palabras, ritmos y métricas que forman las perlas de sabiduría de Yáñez, como en esta canción de su libro Vado: “Dichoso el que puede oír / lo que el silencio le dice / a mí no me dijo nada / y por eso más lo quise”.
A los 17 años, cuenta, su padre dejó la albañilería para convertirse en tracalero y a la casa comenzaron a llegar muebles adquiridos para su reventa, como un librero que ya nunca se fue y que, por inercia, comenzó a llenarse de volúmenes.
Cuando se recuerda a esa edad, leyendo las últimas 50 páginas de El Quijote de un tirón, no puede contener a raya unas lágrimas.
“No sé si le habían dicho que soy muy emotivo”, se excusa. “Nunca había pensado en esto, por eso es que me emociono de repente”.
Desde la secundaria escribía versos para canciones sin música que, a causa de la incredulidad de sus compañeros, lo llevaron a ser acusado de plagio, pero siempre respaldado por su maestra.
Cuando llegó la hora de elegir una carrera, la mala aplicación de una prueba de IQ en la Universidad de Guadalajara le diagnosticó que tenía una inteligencia muy por debajo de la media.
“Es una gran fortuna que yo creí que el máximo de IQ era 100, y no 120, entonces nunca me deprimí. Fue una maravilla, porque salió que era casi tonto”, bromea.
Con la anuencia de los directivos de la universidad, tras rectificar los resultados, eligió la Facultad de Filosofía y Letras.
“Yo veía las materias: Latín, Estilística…, puras cosas raras, y entonces dije: ‘Esto es lo mío’, pero lo dije por esnobismo, un esnobismo ranchero. Es decir, yo me quería diferenciar del ambiente del que venía. No era el esnob como se entiende, acá el presuntuoso, etcétera; era nomás: ‘¿Cómo le hago para salir del medio en el que estoy? Pues estudiando Estilística’”.
Aunque no concluyó la carrera, Yáñez se ha vuelto uno de los cultivadores del soneto más persistentes, pero sin olvidar su origen.
“Yo venía de la calle y, así como las fiestas de quince años son casi de princesas y de príncipes en los barrios bajos, para mí el soneto era como una fiesta de ésas; yo tenía que pasar por ahí, era de rigor para alguien que venía de abajo”, explica.
Para ganarse la vida, antes de entregarse a la literatura, Yáñez incursionó en el periodismo, donde ha tenido una carrera larga como fundador del Unomásuno y La Jornada, además de jefe de la zona centro de la agencia Notimex y en diversas publicaciones culturales.
“Yo nunca había leído un periódico antes de entrar a trabajar a un periódico. Lo compraba, claro, pero para ver qué películas había”, confiesa sobre el momento en el que decidió ir a tocar puertas de las redacciones, donde comenzó como reportero de deportes.
“Nunca he sido periodista de cepa, me he ido formando en el camino, y sí, me pongo la camiseta del periodismo porque me salvó la vida, incluso económica; me dio una mirada general que yo no tenía”.
Aunque ya en 1971 había despuntado como poeta, ganador del Premio Punto de Partida, fue hasta 1985 que se dejó convencer por Adolfo Castañón de publicar su primer libro en el Fondo de Cultura Económica, Ni lo que digo, que, hasta la fecha, sigue siendo su más querido.
“No me complace porque lo haya hecho bien, sino porque sigue gustando. Es mi primer libro y lo hice como un pobre venadito que venía de la serranía; lo hice así como Dios me dio a entender”.
Con títulos como Dejar de ser, Antes del habla y Estrella oída, quizá una de las labores que más le enorgullecen es la de tallerista, fundador del primer taller en forma en Guadalajara y que después llevaría a todo el país, hasta la fecha.
“Se puede decir que no ha pasado semana desde el 86 que haya dejado de dar taller. Es una pasión que a veces compite mucho con el poeta, pero no puede ser, porque soy tallerista, porque soy poeta”, explica.
Actualmente becado por el Fonca para escribir dos libros, recién terminó uno nuevo, de canciones, claro, y prepara uno de poemas en prosa, cuando apenas, en una semana vertiginosa, había concluido otro, compuesto de medio centenar de décimas que le salieron de golpe.
En ese torrente de canciones y poemas que le brotan del alma desde que era un niño, tiene una fuente inagotable.