Prensa y transición democrática

Jorge Salvador Aguilar

 Para la comunidad de El Sur.
Aunque once años no es nada, cuánto sudor se ha derramado en este tiempo.

La prensa ha jugado un papel contradictorio en la transición democrática. Durante las siete décadas que duró el viejo régimen, la totalidad de los medios de comunicación electrónicos y la inmensa mayoría de los escritos, fueron un dócil instrumento del poder para imponer su interpretación sobre la realidad política. Los escasos periódicos y revistas que intentaron un periodismo más crítico, sólo servían como válvula de escape de la inconformidad de ciertos sectores sociales politizados y terminaban por fortalecer al poder.

Tanto la prensa sometida, como la crítica, se movían de acuerdo con las órdenes de la misma batuta, ejecutando partes específicas de la misma partitura; esa sinfonía escrita desde el poder es reseñada magistralmente por Maurice Joly (Diálogos en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu) cuando dice, asumiendo la voz del Estado “instituiré… bajo el titulo de división de prensa e imprenta, un centro de acción común donde se irá a buscar la consigna y de donde partirá la señal. Entonces, quienes sólo estén a medias en el secreto de esta combinación, presenciarán un espectáculo insólito: verán periódicos adictos a mi gobierno que me atacarán, me denunciarán, me crearán un sinfín de molestias”.

Quien haya ejercido el periodismo en la época del régimen casi único, sabe que Joly tiene razón, ni los periodistas que eran incondicionales del régimen, ni los que lo criticaban, podían desoír las sugerencias de la oficina de prensa gubernamental, desde donde se dirigían los coros de la opinión pública. Según este autor francés, en ese sistema, ni los periódicos más críticos podían “atacar jamás las bases ni los principios de mi gobierno; nunca harán otra cosa que una polémica de escaramuzas, una oposición dinástica dentro de los límites más estrictos”.

Ahora, quienes quieren granjearse el favor de la prensa, suelen exagerar el papel de ésta en la transición. Es verdad que un pequeño sector de periodistas, pagando su cuota de persecución y aislamiento, hizo importantes aportes al análisis de la realidad nacional, que le permitieron a la sociedad contar con puntos de vista más objetivos sobre importantes acontecimientos políticos, como el movimiento estudiantil de 1968 o la guerra sucia, que mediante las crónicas y entrevistas de Carlos Monsivaís y Elena Poniatowska y algunos otros, dejaron al descubierto los perversos mecanismos del poder.

En los ochenta esa corriente crítica se amplía un poco, surgen diarios como Unomasuno y La Jornada, que sin transgredir los límites establecidos por el régimen, ejercen un periodismo más objetivo, y le dan voz a los movimientos sociales emergentes. Pero concientes de que su sobrevivencia depende del sistema político, procuran respetar, en lo fundamental, el guión escrito por éste.

Aunque una parte de la prensa se concibe a sí misma como artífice de la transición democrática, y hoy se ha erigido en juez de ésta, al igual que el resto de las instituciones del sistema, aquella está en una etapa de transición, tratando de adaptarse al nuevo régimen, surgido a partir del año 2000.

Igual que el Congreso, que los partidos, que las instituciones financieras, la prensa anda en busca del papel que le corresponde asumir en la actual sociedad. En los últimos acontecimientos se ha mostrado extraviada, jugando nuevamente al ritmo que le va marcando el poder. El caso más patético ha sido el de los videos.

En una historia que evidentemente se armó en las más altas esferas del poder político y económico, éstos le asignan a los medios de comunicación el de simple mensajero, determinando los momentos y el ritmo de los flujos de información, de acuerdo con la estrategia de esos intereses; los medios de comunicación asumen ese papel alegremente, acuciados por la lógica comercial, sin el menor análisis que contextualice la información, que le permita al auditorio, a los lectores entender las circunstancias y los interese implicados en este caso.

Y es que las grandes cadenas de televisión y radio y gran parte de la prensa escrita, son integrantes de los poderosos grupos económicos y políticos que se disputan el país, de ahí que si bien, en algunas ocasiones son usados por éstos, en muchos casos los intereses son coincidentes y ejercen el periodismo no sólo con el afán de desentrañar los juegos del poder e informar a la sociedad sobre las motivaciones que están atrás de éstos, sino empujando los intereses del grupo con el que se identifican.

De la misma manera que la prensa nacional intenta acomodarse a las nuevas circunstancias, ocurre a nivel estatal. Sensibles a las posibilidades del cambio en Guerrero, los medios estatales están tratando de influir en él, para retardarlo o favorecerlo, impulsando el proyecto con el que tienen mayor afinidad.

Este compromiso de la prensa con los distintos actores políticos subordina, en menor o mayor medida, el ejercicio periodístico a la política. Basta ver u oír un noticiero o abrir cualquier periódico, para detectar inmediatamente esta subordinación. Desde los artículos de fondo, hasta las notas, pasando por reportajes y fotografías, todo indica la alineación de los distintos medios a un grupo, un candidato o un partido determinado, lo que va en detrimento                           de un periodismo profesional.

Así, hemos pasado de aquellos periódicos uniformados, en los cuales la primera plana se diseñaba en la oficina de comunicación social del gobierno, a periódicos que reflejan la distribución de simpatías entre los diferentes candidatos y partidos. Algunos dirán que éste es un avance; tal vez lo sea. Pero en una sociedad democrática debemos caminar hacia una prensa que, responsable de su papel como celosa vigilante de las acciones del poder, ajena a siglas y a presiones del mercado, sea los ojos y oídos de la sociedad, frente a las desviaciones y abusos de aquel; ojalá no tardemos en arribar a ese momento.