3 abril,2024 4:33 am

La crisis política sin fin de Perú

Gaspard Estrada

 

El pasado lunes, la presidenta de Perú, Dina Boluarte, realizó un cambio sustantivo en su gabinete, remplazando a no menos de seis ministros: el ministro del Interior, Víctor Torres, fue el primero en dimitir, seguido de los ministros de Educación y Asuntos de la Mujer. Los ministros de Producción, Comercio Exterior y Agricultura hicieron lo propio horas después. No se trata de un mero ajuste. En efecto, Boluarte está siendo investigada tras adquirir presuntamente un conjunto de relojes de lujo sin declararlos como parte de su patrimonio. La policía allanó el domicilio y el despacho de la Presidenta el pasado viernes en busca de esos relojes. Es la primera vez en la historia de Perú que la policía entra por la fuerza en el domicilio de un presidente en ejercicio. Boluarte ha negado haber obtenido estas prendas de forma ilícita.

Esta nueva crisis política se produce antes de una votación parlamentaria destinada a aprobar la elección de Boluarte como primer ministro. Los legisladores han hecho circular una resolución para destituirla por “incapacidad moral permanente”.

La solicitud fue presentada por legisladores de varios partidos, entre ellos Perú Libre, al que Boluarte perteneció en el pasado. Para destituir a Boluarte, se requieren 87 votos del Parlamento unicameral de 130 escaños, y hasta ahora, cinco partidos que suman 54 votos expresaron su apoyo a la presidenta tras el allanamiento. En su solicitud, los legisladores citan la investigación contra Boluarte, así como problemas en todo el país, como el aumento de la delincuencia.

Bolarte, sexta presidenta de Perú en los últimos seis años, ascendió al cargo en diciembre de 2022 después de que el ex presidente Pedro Castillo fuera obligado a abandonar el poder y arrestado por acusaciones de corrupción y rebelión. Como era la compañera de formula de Castillo, pocos apostaban por su capacidad para permanecer en el poder teniendo frente a ella un Congreso controlado en su mayoría por la derecha. Pero Boluarte llegó a un acuerdo con las facciones conservadoras del Congreso, las élites empresariales y las fuerzas de seguridad, lo que hasta ahora ha garantizado cierta estabilidad al país. Las feroces crisis constitucionales que enfrentaban al Congreso y al Ejecutivo, que han estallado periódicamente desde 2016 y han provocado la dimisión de tres presidentes, se han calmado. Las manifestaciones son ahora esporádicas.

Sin embargo, bajo esta calma superficial, Perú sigue luchando contra una serie de agravios. En la sierra, cuyos habitantes, en su mayoría indígenas, se han sentido durante mucho tiempo abandonados o maltratados por las élites de Lima, el resentimiento sigue latente, sobre todo por la muerte violenta de decenas de manifestantes en esas zonas. En todo el país, la opinión pública es hostil a los políticos, los partidos políticos y las instituciones democráticas, muchas de las cuales se consideran corruptas e interesadas. Cuando los políticos se aventuran fuera de la capital, rara vez están seguros de recibir una cálida bienvenida.

Parte del descontento tiene su origen en la economía. Tras el colapso hiperinflacionario de finales de los ochenta, las reformas de libre mercado y la prudencia fiscal indujeron un “milagro peruano” de crecimiento, impulsado por la minería empresarial y la demanda china de materias primas. Sin embargo, muchos peruanos nunca vieron esos beneficios. La pobreza sigue siendo elevada, sobre todo en las zonas rurales, mientras prospera el crimen organizado. Para el 70 por ciento de los trabajadores empleados en la economía informal –una de las tasas más altas de América Latina–, la protección del empleo, unos servicios públicos adecuados o cualquier forma de movilidad social ascendente parecen perspectivas cada vez más remotas. Las consecuencias de vida o muerte de un mercado laboral estratificado y de una desigualdad extrema se hicieron dolorosamente patentes en la pandemia. Muchos peruanos no pudieron dejar de trabajar, mientras que los hospitales, desbordados, se esforzaban por ofrecer asistencia. Las largas colas que se formaron para adquirir tanques de oxígeno a precios excesivos encapsularon los fallos del Estado a los ojos de muchos.

Mientras el Estado parece incapaz de atender los problemas de Perú, los partidos se han transformado en un conjunto cambiante de fuerzas improvisadas, generalmente carentes de identidad y experiencia, y propensas a la corrupción, haciendo que los políticos peruanos se hayan desacreditado. En este sentido, no sorprende que las encuestas muestren que más del 80 por ciento de los peruanos esperan que las elecciones deberían celebrarse antes de la fecha prevista en 2026. Veremos si esta nueva crisis hace que la clase política escuche –por fin– la voz de la sociedad, o si las cosas cambian para que al final, nada cambie.

 

* Director ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC), con sede en París.

 

X: @Gaspard_Estrada