3 enero,2023 5:22 am

La epifanía del fulgor kamikaze

Federico Vite

(Segunda de dos partes)

 

¿Qué tipo de desarrollo propicia la gente que frecuenta este puerto? Sergio González Rodríguez, en El hombre sin cabeza (España, Anagrama, 2009, 182 páginas), afirma lo siguiente: “Acapulco, al igual que toda la provincia a la que pertenece, llamada Guerrero en honor a un héroe independentista que fue presidente del país, lleva un signo de tierra arisca y violenta.

“Acapulco ha dejado de ser un destino favorito de los extranjeros para convertirse en un puerto al que vienen a disfrutar los viajeros de otros lugares del país. De Michoacán, de Jalisco, de Colima, de Nayarit, de Sinaloa, de otras partes en las que el comercio, el trasiego, los negocios del tráfico de estupefacientes han mejorado la economía.

Primero llegaron los grandes jefes, y se instalaron por temporadas en los lugares que antes fueron exclusivos de banqueros, industriales, empresarios. Después acudieron los competidores de aquéllos. Ciudad intempestiva, proclive de origen al negocio inmobiliario y las grandes inversiones, a los acuerdos de poder lícito e ilícito, era idónea para el crecimiento de la economía subterránea o informal. Acapulco, un ensamble de lujo y hambre, como la definió un cronista. Las inversiones que sirven para limpiar la procedencia turbia del dinero, fueron la plataforma de un negocio que persuadía con la frase ‘plata o plomo’”.

González recurre a la crónica de viaje, el ensayo y el relato autobiográfico para mostrar el presente de Acapulco. Es indudable que este puerto ha dotado de bellos momentos a muchos de sus habitantes; a otros tantos, me temo, les marcó con la tragedia y la muerte. Es conveniente jalar los hilos de la memoria para intuir a los muertos por el fuego cruzado de las balaceras, en los desaparecidos (cada vez más), en los extorsionados, en los que huyeron de acá porque los violentos amenazaban su vida. Recordar lastima.

A diferencia de la diversión desenfrenada que ofrecía Viajes Boccaccio en los años 70 del siglo pasado, ¿qué ofrece Acapulco? Se convirtió en un paraíso enfermo, iluminado ciertamente por el fulgor de los kamikazes, por el resplandor del sol negro que produce lo ilícito. “Acapulco es violento, corrupto y permisivo, especialmente permisivo”, decía yo, en la novela Bajo el cielo de Ak-pulco, pero me quedé corto.

Asomarse actualmente a la industria sin chimeneas es optimista, pero nos recuerda González Rodríguez que con cierta regularidad en el puerto ni siquiera el turismo es un aliciente económico: “Hay un índice muy alto de desocupación hotelera, la violencia terminó con Acapulco, el narcotráfico es ahora lo que da vida a la ciudad, ya que sus inversiones están en todos lados, los narcos son los dueños”. Obviamente todo esto se deduce con leer las noticias, con oír las declaraciones impertinentes, toscas e ignorantes de los políticos y los funcionarios públicos. Todo eso está signado en varios textos y en varios discursos desde hace años.

Esencialmente, González Rodríguez señala todo eso que cualquier visitante observa a las primeras de cambio: la fachada del puerto está desgastada, rota y despintada, las barcas son viejas, los muelles ruinosos;  muchos sitios se han caído, la belleza natural ya no basta para habitar un sitio caro, porque Acapulco es un lugar caro: la luz, el gas, la comida, el transporte, el cine, etcétera. Por si fuera poco, todos sus servicios tienden a menos, se acercan a lo pésimo; por ejemplo, es común encontrar calles que desembocan en la Costera con fugas de agua espectaculares que forman pozas, charcos que con el trajín de los paseantes deviene en lodazal. Los camiones de turistas rompen las tuberías (una y otra vez se repite el proceso reparación y fractura, el Sísifo de la administración pública) de agua potable porque circulan por sitios que no son adecuados para ese tipo de vehículos pesados; también generan montones de basura donde se estacionan y a las pocas horas ya huele a orín, a detritus y a vómito. Los paseantes de esos camiones que llegan de excursión se apropian de la calle, tiran barrio y reproducen usos y costumbres acá, donde las reglas son laxas y la policía un decorado del paisaje. Sume a eso que los robos de autos, las riñas, los asaltos a tiendas, los fraudes, el alza de precios y los hostigamientos laborales aumentan en periodos vacacionales.

Esto es una ciudad venida a menos, “su progreso” se yergue sobre los hombros de la Zona Diamante. A pesar de que sabemos que el turismo no va salvarnos del estancamiento ni del encarecimiento de la vida, un encarecimiento que poco a poco se normaliza, porque “es el precio que se paga por vivir en el Paraíso”. Los productos y algunos servicios aumentan repentinamente debido a la cuota variable que fijan los extorsionadores. Por eso encontramos precios dispares en muchos productos y en muchos servicios (estacionamientos, por ejemplo). Por eso se encarece la vida. Es una ciudad avejentada, insisto, con problemas graves de seguridad, de recolección de basura, de agua potable; un sitio que pide a gritos una renovación, impedida, claro está, por todos esos grupos que detentan el poder. Vivir en Acapulco implica experimentar la anomia.

Si el turismo que recibe el puerto no abre una puerta para fusionar nuevos discursos empresariales, ¿qué puede esperarse? No hay manera de ser optimista. Ninguna. Lo grave del caso es que tampoco hay una solución a corto plazo. Es tiempo perdido exigirle al gobierno una respuesta, porque sabemos que todo lo politiza y se pierde la gravedad de los hechos en el fútil ruido de las arengas y los pleitos trasnochados entre conservadores y liberales. Pleitos que sólo suman puntos en el raiting político, pero no inciden en la calidad de vida. “Bangkok en miniatura en medio de frenazos, baches, calles abruptas. Como en otros destinos turísticos del país, prolifera la depredación sexual de niños, niñas y menores de edad en cualquier parte. Miles. Las prostitutas, incluso niños y niñas, son tan baratas como un gramo de cocaína: diez o veinte dólares”, asevera González.

Puesto así, Acapulco es un sitio ligado indisolublemente a la servidumbre. Nos gusta que los demás la pasen bomba, que se sientan a gusto, que hablen bien de nosotros (Habla bien de Aca), con eso basta. En suma: lo que están haciendo es convertirnos en futuros e ínclitos dependientes, no sólo en lo económico sino en lo mental y tristemente en lo político. Somos dependientes del turismo. ¿En el futuro seguiremos alimentándonos con las mismas migajas? Tampoco se puede ser optimista al respecto.

Después de estos apuntes es necesario detener la marcha para enunciar una pregunta mucho más pertinente: si nuestro fulgor como destino turístico duró apenas 50 años, ¿nuestra recuperación será mucho más larga que la época de esplendor?

Uniendo las opiniones del editor Jorge Herralde, del escritor Sergio González y del empresario Aarón Fux encontramos un paisaje en el que se ha detenido Acapulco desde hace treinta y cuatro años. Revertir este proceso de autodestrucción es imposible, no hay mucha luz para un puerto de claroscuros, ni de broma, pero sí puede buscarse el equilibrio. Se debe aceptar que el rumbo es directo al precipicio y frenar es necesario, un poco, lentamente, hacerlo como quien respira hondo y asume el fracaso igual que una epifanía y activa así el inicio de otro ciclo, uno más amable para los que aquí habitamos.