9 marzo,2024 4:46 am

La nocturna inquietud de los animales

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

I

Indagando desde nuestras precarias formas, supimos que hay abstracciones útiles. Intentamos contar cada destello. Cada párpado levantado guiñándonos una verdad lucífera. Cada una más brillante que la anterior. Pulcra. Azul. Excesivamente azul. Sólida, pero sin llegar al volumen en realidad. Mostrándose a cambio de que aceptáramos el deterioro como parte de la hermosura del cuerpo. No podíamos abandonar el cielo que arriba se presentaba, por fin, desplegado sin paciencia alguna. El mito se había hecho tacto. Su piel se nos antojó nuestra, por supuesto. No había ni un hueco para una estrella más. Obviamente, apagamos las linternas que habíamos dispuesto para la noche. No hacía falta. No volvieron a hacer falta.

Buscamos nuestros nombres en cualquier dirección de la noche. Dirigiendo los sentidos velozmente, pero sin llegar al demasiado movimiento que todo lo destruye. Las posibilidades eran tan extensas que el error y el acierto convivían sin contradecirse. Inventamos constelaciones nuevas. Animales que generosamente nacían de nuestra saliva nocturna eran pronunciados. Corrimos siguiendo una brisa. Ya sé que todos dicen que el aire es invisible, pero la brisa era tan dócil, que al andar atrapados en ella, era muy difícil no advertir la gracia en la crin de un caballo. Un hermoso caballo hecho de la primavera que avanzaba hacia nosotros. Y que brillaba. Su galope, el nuestro. La hierba olía a animales a punto de descubrirse el filo y por eso el fruto. El ciervo lamiendo el ámbar. La luciérnaga, esta vez menos intermitente, admiraba su deseo reflejando Orión en un pequeño, pequeñísimo charco de agua. Y el búho a la espera, antelándose al silencio de cada encino.

Y seguimos. No perseguidos por la noche. No sometidos por la noche. Sino por algo, algo seguramente lo mismo que animó a las personas, las iniciales, a dibujar con carbón y rojo sobre las paredes de la cueva. Una sola papila probando la ternura de un mes recién abierto. Y nosotros teniendo la primicia del negro no como sinónimo de muerte, sino el cordón umbilical. El principio.

Sin embargo, apenas estábamos comenzando a entender.

Íbamos buscando a unas vacas, según. Los cencerros sonaban más allá de aquella loma. Aún así, su tañido atravesaba el suelo y su humedad de lluvia inesperada por la tarde. Y podíamos oler el cobre repicando de tan sedosa que estaba la pradera. Un olor almendrado como cabello de adolescente enamorada. Aún con la raíz llena de calcio. Frío y dulce como fruta que se conserva en el refrigerador para el desayuno. Y dijiste, para allá, ven, vamos, vamos, es todo derecho, ándale, cruzando el arroyo, ándale. Aquí estoy.

Y fuimos persiguiendo un aroma como de piedra recién humedecida. Casi de lo dulce, hasta se antojaba quedarse dormido, no para buscar el descanso, sino para regalarse enteramente al sueño como única y necesaria vocal que aprender. Después, claro, olvidarlo todo. Nos lo merecíamos. Lo pensamos, pero ninguno hizo nota en voz alta. De todas formas, lo sabíamos. Todo lo sabíamos.

Nos volteábamos a ver. Decir que estábamos enamorados sería apenas. Con una mano equilibrábamos el paso y acariciábamos la hierba y las hojas que comenzaban a huir del amarillo. Con la derecha, nos alcanzábamos la sombra. Y sin que nadie se diera cuenta, guardábamos un pedazo de ese color para otro día. Para más tarde. Para hoy, por ejemplo.

Nunca fuimos más jóvenes. Nunca fuimos más nosotros que ahí, debajo de ese reloj que se movía a nuestra imagen y semejanza. Saltábamos piedras y troncos caídos. Éramos atletas teniendo de público al abedul y al firmamento. Y las luces, anonadadas de nuestra digna agilidad, brillaban más. Nos volteábamos a ver, y lo que había dentro de las pupilas de ambos no era más que el cielo repleto de sí mismo. Todo lo vimos. Todo.

 

II

 

Buscar a las vacas eran un pretexto. Solo queríamos escabullirnos. Ver si era cierto eso que decían de la noche. Ver si encontrábamos en ella la misma forma que intuíamos adentro de nuestras manos cada vez que jugábamos a medirnos el pulso.

Nadie nos había advertido en realidad qué hacer. Pero sentados sobre pacas enormes de pastura de avena, como faraones desubicados de siglo y cornamenta, nos preguntábamos, tú por qué estás en este lugar. Y sentíamos que los colores nos pertenecían y como si una voz venida de ayer, o anteayer se recorriera hacia nosotros, presentando geometrías de las que hasta esa tarde no habíamos escuchado mencionar, continuábamos queriendo decirnos el nacimiento.

Recién llegados, aún sin decidirlo del todo, o al menos sin haberlo dicho con la lengua, nuestras vidas, que parecían también recién convertidas, se irían angostando en el lenguaje del otro, hasta que la posibilidad de traducción fuera más que nada una necedad, un sinónimo de lo predecible que se harían los signos de nuestra hambre y miedo adolescente.

A pesar de que el hallazgo estaba ya más que prometido. No hacíamos nada con él. Postergábamos su profecía. No por este juego adulto de hacer que el deseo no muera porque uno ya ha muerto. Sino por algo menos dramático. No teníamos prisa porque en ese llano, en una provincia olvidada por Dios, las horas ni siquiera conocían los números. No había sentido de ir o regresar. Los cuerpos no envejecían. O al menos no los nuestros que se reafirmaban su belleza a pesar del polvo y el aire de Semana Santa. Dorados por un sol cada vez menos frío, comenzábamos a decirnos qué nos gustaba del otro.

En una tarde, en nuestro castillo de pastura, nos prometimos encontrarnos en medio de la noche. Usar de coartada a los bovinos. Llegar a la cima del cerro que veíamos desde acá. Y justo en la última punta de esa corona, volvernos a preguntar para qué habíamos venido a esta orilla. Pactamos el plan. Nos sentimos paganos. Yo me escabulliría de la galera. Tomaría el rifle, para hacer más creíble mi personaje y la majadería. Y tú convencerías a tus hermanas de un dolor de estómago. Saldrías a la letrina. Y creyendo que nadie te observaba. Saltarías la cerca hacia el otro lado del camino. Ahí nos encontraríamos.

Si llegaban a descubrirnos, teníamos la mentira perfecta: Asustada por un ruido detrás de los manzanos y el corral, pensaste que alguien se estaba robando a las vacas. Como yo trabajaba para tu padre, irías a avisarme rápido a mi choza. Me dirías, ándale que nada más se oyen las espuelas vibrando y la respiración violenta de los cuatreros. Como tu padre y tu tío ese fin de semana se habrían ido al pueblo por refacciones y herramienta, nadie sospecharía de por qué me llamaste a mí primero. Saldría con el rifle. Apurado hasta atravesar el hilo que por costumbre llamábamos río.

 

III

 

Cruzábamos la pradera que iba pronunciando su inclinación de montaña, nos detuvimos a ver el cielo. Desde que había comenzado el invierno no había estado así de despejado. No sé cuánto tiempo lo miramos. Y seguimos, seguimos yendo. Y hasta pareciendo que la vida y nuestra vida habían acabado de pactar nuestras travesuras, clarito escuchamos los cencerros del ganado que nos llegaban dulces desde aquella loma.

Pero no hicimos caso de los signos. Al menos no hasta que Ellos empezaron a mostrarse uno por uno. A una altura suficiente, los vimos. Aún así, no nos soltamos las manos, al menos no en su inicio. Y eso facilitó sentir cómo el asco y terror iba de tu cuerpo al mío ante esas sombras, que estoy convencido, eran animadas por varios corazones, seguramente algunos más lentos que otros.

Cargaban los cencerros en el cuello como un alhaja preciosa. Porque el cobre, a su manera y bajo cierta luz y en ciertas noches, sabe resplandecer como las joyas de un sacerdote severo con sus devotos. La extrema claridad de marzo nocturno permitía que observáramos la escena desde lejos. Pero quisimos acercarnos. Aún no estoy seguro por qué. Pero fuimos. Era casi un llamado, una iniciación a una manera de la sangre. El aire ya no olía dulce, y aunque la brisa cargaba con una fetidez producto del hierro transportado por las venas, seguimos como si un anzuelo se hubiera encajado en nuestras nucas.

Era obvio que el deseo inicial que nos había persuadido a la noche y a la montaña, había sido manipulado por el deseo de presenciar lo que no se debe. Callados, creyendo que aún estábamos a una distancia discreta, veíamos la precisión de taxidermista de las sombras enjoyadas. Los animales a su alrededor ya no producían ruido alguno. Pero tampoco las sombras, aún y a pesar de lo agresivo de sus rutinas sobre aquella carne.

Se me ocurrió alzar el rifle, pero antes de cualquier ademán, un disparo nos hizo abrazarnos. Cerramos los ojos. Y compartimos la misma respiración, cada vez más fuerte, sobre todo cuando sentimos las bruscas pisadas abriendo la hierba seca a unos metros, poquísimos metros de nosotros. La huida de Ellos no duró tanto. Pero nosotros continuamos abrazados, sin abrir los ojos hasta que sentimos que ya no ocurría ni siquiera el aire.

Lo primero que me preguntaste al alejarnos era que si sabía usar el rifle. No, contesté. E intercambiamos apresuradamente la pólvora de lugar. Hiciste tronar el seguro del .22. Y viéndome a los ojos como siendo otra persona, te cercioraste de que hubiéramos sentido lo mismo. Corroboramos las anécdotas. Tú dirigiste el regreso. Sin decir nada más que la pura respiración, acompañando la velocidad de nuestra retirada. Volteando insistentemente hacia atrás, sobre todo cuando escuchabas algo que no implicaba únicamente nuestros pasos aplastando la hierba.

Cruzamos el hilo del río. Esta vez no tuvimos precaución de no mojarnos. El cielo seguía igual de limpio y luminoso, pero ya no lo apreciábamos. Yo iba detrás de ti. A veces tenía que apurar mis huellas para no quedarme tan atrás. Sentía miedo, mucho, pero también irte persiguiendo sin preguntarme si de verdad ese era el camino de regreso me gustaba.

Al llegar a la orilla de la vereda que daba a una de las cercas de tu casa, me devolviste el rifle. Cuélgalo de donde lo hayas agarrado, me ordenaste. Te sacudiste el vestido. Me besaste en la mejilla y antes de saltar la cerca de madera, me volteaste a ver diciendo, No le cuentes de esta noche a nadie.

Aún no lo hago.