24 septiembre,2022 5:21 am

La pausa

Cosas que la gente olvida

Alan Valdez

 

En algún momento, cuando me explicaban el mundo y sus límites, recuerdo que mi maestra decía que antes, otros hombres, que ocupaban más tiempo que nosotros a mirar el cielo, no para saber si debían salir con paraguas, sudadera o lentes de sol, sino más bien para entender porqué frente a la luz un cuerpo no puede renunciar a su sombra, consideraban que el mundo tenía una caída, y que lo que sostenía a ese mundo plano eran un conjunto de cuatro elefantes sobre el caparazón de una tortuga, y que ésta, a su vez, reposaba firme con el fervor de un monumento apenas erigido, sus patas sobre la espalda interminable de una cobra. El mínimo titubeo en ese equilibrio explicaba los temblores.

Después de los datos nada científicos, pero que, en su sospechosa repetición, nos deja asumir la capacidad y constancia telúrica de nuestro país cada septiembre, sólo me queda preguntarme cuál criatura de ese zoológico sagrado cometió la imprudencia de rascarse el lomo o una pata sin avisarle a los demás animales de aquél orden, que en algunas tradiciones asiáticas (sobre todo la hindú y la china) dominó la representación del cosmos, y sin que nadie tuviera la intención de cuestionar su legitimidad, al menos hasta que apareció, como siempre, un griego barbado a desmitificar el mundo en favor del logos.

En el año 255 a. C. el matemático y también director de la legendaria e inflamable biblioteca de Alejandría, Eratóstenes de Cirene propuso la circunferencia de la tierra con una medida de 39 mil 614 kilómetros, número que hoy en día se determina en 40 mil 008 kilómetros. Esta pequeña diferencia en la medición, más allá de implicar imprecisiones, nos habla de algo mucho menos perecedero, evidenciando que Eratóstenes tenía acceso a un conocimiento de las cosas que a nosotros nos parece ajeno, y que le fue provisto por algo que infravaloramos demasiado en el acontecer contemporáneo por estar encadenados a la repetición de las ciudades, sin mucha conciencia de porqué, y que es así de evidente, la observación.

Aunque ahora se logra medir por medio de instrumentos satelitales que obviamente rebasan la tecnología disponible de la Grecia antigua, lo que se expone en el logro errado mínimamente de Eratóstenes, no es la evolución y progreso de las herramientas que ayudan a determinar la constitución de la naturaleza con una exactitud nauseabunda por demasiado escrupulosa, sino que la ambición humana por el conocimiento, no es producto de esta supuesta y discutible relación siamesa con la tecnología, y más bien, determina que esta ambición es el rasgo esencial que permite a la humanidad conformarse de la manera más genuina, apoyándose en su necesidad de preguntar y responder, es decir, la curiosidad, pulsión y deseo que nos ha guiado por este camino que inició con nombrar a las piedras como dioses, a los ríos como fronteras entre la vida y la muerte, a la noche como el único silencio, al día como el único lenguaje, y que nos dio la intuición para domesticar el fuego a pesar de intuir que en dicho acto estaba nuestra propia condena, o para saber que las estrellas, como el mar, nunca se terminan, pero nosotros sí, y entonces llamarle a lo que pasa entre una ola y otra, tiempo.

Así que eso de mirar, pero mirar con asombro cómo ocurren las cosas, por más interiorizado que tengamos sus procesos de tanto repetirlos en la gravedad cotidiana, es la mejor vía para entender que cada elemento que constituye esta experiencia atravesada por el tiempo y el espacio, puede ofrecernos, si somos pacientes, algo insospechado, de la naturaleza y, en consecuencia, de nosotros mismos. Esto no quiere decir que todos tengamos la obligación de volvernos un hito que cambie radicalmente la historia gracias a haber estado observando el mundo como un griego barbado e instruido en el arte de la contemplación. Si ocurre semejante osadía en la vida de alguno de ustedes, por supuesto que voy a celebrarlo, pero ubiquémonos unos pasos antes, en la hora simple, que es en realidad la que le da forma y sentido a levantarnos cada mañana.

Sin embargo, me siento obligado a contrastar mi idea anterior para clarificarla. Observar cada fenómeno que pasa como si fuera la primera vez que lo experimentamos, es un ejercicio que quizá sólo los niños, nuevos inquilinos de esta trama, están disponibles para realizar, en la medida que su atención no se consuma por la televisión u otras pantallas. La gran ventaja de esa pérdida de atención al exterior por parte de los niños es que a las madres les permite respirar (los padres dónde están, nunca he sabido) entre una labor y otra.

Es inevitable iniciar declarando que entre más vivimos, las cosas pierden su lustrosa condición de irrepetibles, porque si bien algo hemos aprendido como especie es que los patrones, la reiteración de movimientos y formas, lo conocido, lo que nos permite antelarnos, nos genera eficacia y ahorro de energía física y mental, y consecuentemente, seguridad. La sorpresa en este sentido vendría a ser enemigo de la supervivencia.

La vida tecnológica se ha encargado tan bien de desproveernos de los factores sorpresa, porque ahora todo está disponible y cronometrado, todo tiene un lugar al alcance de nuestras perezosas manos, todo es medible y ajustable por medio de una aplicación en el celular, desde pedir comida a domicilio un domingo por la tarde cuando el sol por un instante parece no estar seguro de querer continuar la próxima semana, hasta nuestra urgencia de amor o, siendo más sinceros, de encuentros sexuales casuales. Así, cómo carajos podríamos observar el mundo y encontrarnos en él desde una perspectiva no utilitaria, desde un lugar que nos permita asumir en su narrativa algo que no habíamos considerado antes y que nos deje transitar por esta vida de maneras menos monótonas. Si lo pensamos un segundo, lo primero que ocurre es que concluiríamos que la contemplación cargada de la eterna sorpresa, parece una idiotez tremenda que sólo los amantes obligados del ocio estarán contentos de atender, y aún podríamos agregar que eso de sorprenderse, en esta economía, pues simplemente es, no sólo improbable, sino ingenuo. Hay que trabajar. No hay tiempo para estar pensando estupideces (por no decir más). Frases así las he escuchado, o yo mismo lo he concluido.

Aquí parecería el mejor momento para que el pesimismo se presente en la página sin tregua alguna, sin embargo, su antónimo también desea protagonismo, y aunque se sugeriría que todo está ya dado, en el fondo deseamos escapar de la repetición. Todos anhelamos que nuestras vidas en verdad tengan un relieve no dispuesto por el trabajo o la escuela. No queremos ser reducidos al trayecto diario. Queremos, sin más, significar. Que el cansancio y el sudor valgan la pena. No ser un uniforme, un gafete, un cubículo, un cheque, una deuda, una llamada telefónica del banco, una matrícula, un nombre vacío. Como dije unos párrafos atrás, la curiosidad tiene como motor principal el deseo, y todos deseamos. A veces hasta se podría pensar que los humanos no somos más que deseos en latencia, apostándolo todo por ser cumplidos. Y como la mayor parte de nuestra naturaleza, esta paradoja nos condiciona de la forma más básica posible, sin poder renunciar a ella.

No se va a tratar de observar la motricidad del mundo para transformarlo, como irresponsablemente se dice en los discursos de superación personal baratos que sólo juegan con la necesidad de certidumbre de las personas, sino, prudentemente, hacer una pausa, mínima, pero pausa al fin, de la vorágine de la rutina y permitirnos nombrar de otra forma lo que sucede. Si la geografía de este planeta ya está descrita y digitalizada totalmente en Google Maps, ya sólo queda describir la geografía personal, el mapa de lo que somos, en la medida en que la exploración del interior, rudimentaria acaso, pero ambiciosa, está comenzando a volverse prioridad en esta década después de que la pandemia nos mostró que la salud mental es una urgencia médica al igual que otras clásicas dolencias que necesitan atención. Normalizar esto, quitarle sus estigmas y prejuicios está en sus fases tempranas, al menos hablando del lugar que tiene en la discusión pública, pero es importante que ocurra porque la domesticación del interior es la única forma de sabernos algo más que animales creados para el trabajo y la rutina.

Antes de que la maestra acabará por exponer las grandes exploraciones del siglo XV y XVI que terminaron por concluir empíricamente que el mundo en verdad era redondo, con Magallanes siendo el antihéroe naval más necio de la historia, el cual se empecinó a encontrar el estrecho que lo llevaría a las islas de las Molucas, recuerdo que pensaba que, si el mundo era redondo, entonces su fin, por pura geometría, tendría que estar exactamente detrás de mí. Esa idea nunca ha dejado de juguetear en mi cabeza, así que de vez en cuando miro de reojo por mi hombro, pensando en lo imposible que es el fin del mundo, pero que, al mismo tiempo, su conquista sólo necesita de alguien que me ayude a rascarme los omóplatos.

Claramente por pura estadística no todos vamos a descubrir algo que intervenga en la relatoría mundial al grado de modificar nuestras costumbres y creencias, sin embargo, y lo digo con todo el respeto que se puede tener para las grandes ambiciones de cualquiera que esté leyendo esto, la primera victoria, quizá la única en verdad, y que acaba por funcionar como efecto dominó para el resto del entramado social, es el conocimiento de lo que habita dentro de nosotros como la única vía para entender el afuera. Sin esa claridad, cualquier propósito que implique lo externo es irrealizable.

Epicteto, otro griego barbado, ya hijo de los años después de Cristo, el 55 siendo concretos, filósofo estoico, para variar, dio modestamente algunos consejos, uno de ellos implica reconocer qué cosas están dentro de nuestro dominio y cuáles no. Las que no podemos controlar son innecesarias de discutirlas ansiosamente, porque no importa cuánto lo deseemos, cualquier intervención es inviable, pero las que sí, requieren de toda nuestra atención, pues acaban conformando la mayor dimensión de lo que somos. Con todo esto, no pretendo ser didáctico o moralino. En esta página dejo testimonio de una pequeña cartografía interior, que ustedes sean testigos voluntarios o no de este recorrido, en verdad, es mera coincidencia, así como Colón llegando a las Bahamas, y llevando la cruz por todos lados.