30 junio,2020 4:47 am

La sombra de un gigante llamado “Ulysses”

Federico Vite

 

A merced de una corriente salvaje reúne las memorias de Henry Roth bajo el pretexto impuro de la ficción. Los tomos que integran una de las empresas más ambiciosas de la literatura norteamericana son Una estrella brilla sobre Mount Morris Park (1994), Un trampolín de piedra sobre el Hudson (1995), Redención (1996) y Requiem por Harlem (1998).

El héroe de esta empresa novelística es Ira Stigman. En Una estrella brilla sobre Mount Morris Park se narra la mudanza de la familia Stigman. Se van del judío East Side al barrio irlandés de la calle 114 en Harlem (un traslado real que modificó la conducta de la familia Roth). El joven Ira tiene problemas para ejercitar su sexualidad; también padece algunas inconformidades acerca de su religión (es judío) y siente una terrible vergüenza por su familia. Todo un drama que problematiza la existencia de un escritor.

En la segunda entrega, Un trampolín de piedra sobre el Hudson (1995), Roth hace de su vida un cauce literario y ese hecho le da grandes dividendos. Narra los años escolares de Ira Stigman y la introducción de ese personaje al mundo de la escritura. Describe cómo se consuma la vocación literaria.

Al analizar su pasado, Stigman organiza sus textos con ayuda de una computadora a la que llama Ecclesias y con ella se confiesa sin inhibiciones. Habla con ese aparato como si fuera un terapeuta. De esta forma, curiosa por cierto, se construye la voz narrativa en tercera persona que fluye con absoluta naturalidad durante toda la saga. Esos abrillantados senderos del pasado culminan siempre con descripciones notables sobre la vida de aquel Nueva York de entreguerras.

Ira confiesa a Ecclesias que a los catorce años de edad tuvo una relación incestuosa con su hermana menor. Gracias a ese hecho, afirma Stigman, se convirtió en un escritor, pues cruzó el umbral de la normalidad y eso los condujo inexorablemente a la vocación transgresora de la literatura.

En Redención (traducción de Pilar Vázquez, Alfaguara, Madrid, 2002, 533 páginas) el lector testimonia fragmentos vitales del viejo Ira Stigman, quien intenta salir de los achaques rememorando su intenso amor por Edith Welles, con quien disfrutó aquella Manhattan de los años 20 del siglo pasado. Recuerda entonces, con ese halo de intimidad que prodigan las biografías asistidas por la ficción, sus andanzas. Acepta que se dejó arrastrar por el atronador bullicio y el libertinaje de la bohemia neoyorquina. ¿Quién podría resistirse a ese manjar demasiado humano?

Pero vayamos al punto, Edith mantiene relaciones sentimentales y sexuales con otro de sus alumnos, Larry, quien además es el mejor amigo del protagonista. Stigman no logra salir de ese torbellino fascinante para un escritor en ciernes. No logra más que equívocos. Pero el asunto mayor de este volumen no es la sustancia bohemia, sino las afectaciones literarias que forjaron la sique de un narrador como Stigman.

Henry Roth plantea en toda la saga de A merced de una corriente salvaje conflictos éticos que rigen la vida de un judío. Pero aparte de los coquetos devaneos de un hombre en ciernes que necesita mucho sexo, también se enfrasca en el análisis de obras fundamentales de la literatura; en este caso, Ulysses, de James Joyce. No debe perderse de vista que a Roth se le consideró un autor que capitalizó muy bien el monólogo interno en su primera obra Llámalo sueño (1934). (Por cierto, novela comentada hace algunos años en este espacio, un libro difícil de encontrar.) En Llámalo sueño, Roth hizo que un niño de los barrios bajos neoyorquinos diera rienda suelta a sus pensamientos ceñidos a la inseguridad y el miedo.

No sobra decir que al ingresar a la sique de Stigman, el lector comprende mucho mejor la obra de los judíos norteamericanos de la posguerra: Saul Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, Joseph Heller y E. L. Doctorow, un grupo que le debe mucho a Henry Roth.

Vuelvo a Redención. Ira tiene noventa años y redacta en su autobiografía pasajes sensuales y flirteos mayores. Pero a la par de esa “carne de cañón” hay una novedad gustosa y sabia. Me refiero a la importancia de Edith, profesora de inglés, como tutora. Ella regresa de Europa y vuelve con aires de cambio. Compró algunos libros prohibidos, como es el caso de Ulysses. Pero a la par de la obra cumbre de Joyce refiere The waste land y The love song of J. Alfred Prufrock, ambos poemarios de T. S. Eliot. Esos libros signarán la vida de Stigman.

Ira y Larry, jóvenes entonces, albergan ambiciones literarias, pero se encuentran perdidos. Cito a Larry, quien increpa a Ira por su escaso bagaje cultural: “Allí en Woodstock te empeñaste en leer a Joyce, ¿no? Tuviste que admitir que no entendías la mitad de lo que estabas leyendo. Seguro que con La tierra baldía te pasa algo similar. Tienes que tener un montón de conocimientos, una formación literaria, y no sólo de la literatura en lengua inglesa, sino también en otras literaturas, la griega, la latina, referencias esotéricas de todo tipo”.

La pregunta esencial, también formulada por Larry, es la siguiente: “–¿Y crees que Joyce y Eliot te guiarán hacia la futura realización de tus ambiciones literarias?”.

La respuesta de Ira abarca todo el volumen. En las disquisiciones literarias radica la valía de Redención.

Ira narra la experiencia estética de sus lecturas trascendentales y señala a Ulysses como un parteaguas. Después de ese libro hubo un cambio prácticamente biológico en él. Cito: “Era la palabra exploración la que le despertaba ahora, la que le seguía rondando por la cabeza con algo semejante a la sensación original que le sacudió cuando anotó por primera vez la palabra. Él mismo construía una exploración de la degradación en el alma de un escritor del siglo XX, un judío americano de primera generación, alienado de su pueblo por una serie de circunstancias, y tal vez, en parte, justificablemente alienado. Pero sería una exploración de la vileza orgánicamente conectada con la sensibilidad de alguien que se profesa artista […]. San Agustín nos ofreció el hombre completo, algo que no hizo Joyce. Joyce abrazó las Unidades, pero esquivó la Unidad. Algo que él, Ira, se estaba empeñando en no hacer ahora, al tiempo que luchaba contra la vejez y se acercaba a la eternidad”.

Roth analiza la complejidad de la creación artística y la construcción de la voz narrativa. Disecciona el espíritu de su tiempo con rudeza. Y créanme, logra un monumento difícil de obviar si a usted le interesa la obra de Saúl Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, Joseph Heller y E. L. Doctorow. Ya sabemos, pero no está de más confesarlo: la literatura es un asunto plural.