9 abril,2020 5:12 am

Las Glorias del gran Púas

Aurelio Peláez

Es la Lagunilla-CDMX. Un domingo de hace algunos meses y camino, o más bien tropiezo a cada rato y me empujo, con cientos en el Tianguis ese que empieza en la calle Comonfort. Paso entre los puestos de ropa y llego al área de antigüedades y chácharas, donde a veces compro algo. Soy tan pésimo regateador que las más de las veces termino estafado, aunque luego se me olvida. Pero quizá el ánimo por curiosear en la vida de otros que ya no están puede más. Acá libros, allá fotos en sepia de familias difuntas, elepés, muebles, cuadros y la cerveza en mano con escarcha de limón y chile Miguelito que voy derramando a cada paso. Aquí todo mundo trae una michelada entre dedos. Chavos, chavas, sobre todo. Un festival de jóvenes. Veo una manta en el suelo y revistas de box, guantes firmados, fotos y todos aluden a un solo boxeador: el Púas. Y levanto la vista y ahí está él, serio, apenas sonriente. Quihubo, me dice. Quiahay, le respondo y lo miro. La inmediata memoria lo imagina arriba del ring repartiendo madrazos, cuando la tele era en blanco y negro y el box era mejor. La que sigue, es el reportaje que retrata su gloria y decadencia, Las Glorias del gran Púas (1978), de Ricardo Garibay, o la película donde él mismo se interpreta (1984), émula de ese libro. Otra imagen que llega: una foto de él con mi amigo Mario Raúl Guzmán, ahí mismo en la Lagunilla, que subió a Face, y una nota que después lo aclara todo, que publicó Marco Levario en Etcétera: encuentra al gran hijo pródigo de La Bondojo (en realidad nació en Iguala como Rubén Olivares en 1947) y le pide posar para una foto: “son 50 pesos”, “oye, pero si somos cuates”, “ahora son cien”. Me resisto pues a traspasar el metro que me separa de él y pedirle lo mismo. Hay un prurito en mi corazón que se resiste a mercantilizar la admiración por ese boxeador que sintetiza, eso sí, la leyenda de estos ídolos mexicanos, la épica que deviene en vil tragedia teporocha (“lo dejaron como al Toluco López”). Ha no mucho descubrí que a una cuadra de mi casa (Santa María la Ribera-CDMX) vivía Ultiminio Ramos. Después de varios intentos me recibió en su modesta casa cuya entrada era un Café) y me dedicó un par de horas y no le hice ninguna entrevista, sólo platiqué y de repente me sentí idiota porque no hice la tarea y se me acabaron los temas, aunque me autografió una de sus fotos; al mes de eso lo encontré de calle a calle, bajando de un taxi con alguien de su familia y le grité: “Adiós Maestro”. Y el cubano que llegó en los 50 junto con el Mantequilla Nápoles me respondió con un dejo de tristeza. Al mes se murió. Lo estaban tratando de cáncer. No sabía. Ahora frente a mí el Púas, setenta y tantos años, recuperado físicamente de sus excesos pero desfondado para siempre del mucho dinero que ganó (y que despilfarró), como alguien que llega al round 15 sin manos y sin piernas y pidiendo esquina, vendiendo, como los tantos anticuarios de domingos los recuerdos de alguien que fue y ya no es. Contrasta este vendedor con los otros, que sobrellevan el día con cervezas de lata en mano entre risotadas y regateo. En él hay como un dejo de nostalgia, como de amargura, como el vendedor que te estafa vendiendo algo que no vale lo que dice. Me despido levantando la mano y me contesta con desgano. No pregunté precios ni compré nada. Ni por el guante nuevo ese que estaba firmado “Púas” sobre la manta en el suelo… (quizá, colgado por ahí en la sala de mi casa, pensé furtivamente), como el que me encontré meses antes en el bar de la colonia, a donde entré a ver un partido de la Champions porque ellos tienen Sky y yo no. Y ahí el guante izquierdo en lo alto de la barra del bar. Pero el Púas no era zurdo.