29 octubre,2020 4:59 am

Morelos en Acapulco

Anituy Rebolledo Ayerdi 

(Cuarta parte)

 

Contra la ley divina

El General del Sur coincide con Hermenegildo Galeana sobre el peligro que representan Tabares y Faro para el futuro de la revolución. El costeño opina que debe aplastárseles cuanto antes y Morelos se apresta a ello. Al frente de dos compañías marcha hacia la costa del sur para atajar la conspiración. Lanza el 13 de octubre de 1811 una proclama condenando el plan siniestro bautizado como Tierra quemada:

“No hay motivo para que las que llaman castas quieran destruirse unas a otras, los blancos contra los negros, o estos contra los naturales, pues sería el yerro mayor. Que no siendo como no es nuestro sistema el proceder contra los ricos criollos, ninguno se atreverá a echar manos de estos bienes por mucho que lo sean. Por ser contra todo derecho semejante acción, principalmente contra la Ley Divina que prohíbe hurtar, deberá ser combatido”.

“La sola presencia del caudillo bastó, sin embargo, para atajar la contrarrevolución que amenazaba asumir colosales proporciones”. (México a través de los siglos).

Víboras 

El “señor cura”, como lo llama invariablemente Hermenegildo Galeana, está de acuerdo con este cuando compara a Faro y Tabares con dos víboras si bien disiente de su propuesta para exterminarlos. A las víboras –alecciona aquél–, en mi tierra las matamos con varas y no con machetes. Se corre el riesgo de que al cortarla de un tajo la cabeza le salte a uno al cuello para descargar todo su veneno. Un fin similar propone para las víboras de dos patas.

Ni un pelo

Mariano Tabares y David Faro están de nuevo en El Veladero. Los ha traído el coronel Galeana cumpliendo órdenes de su jefe de no tocarles ni un pelo. Los tránsfugas confían todavía en sus habilidades persuasivas pero, sobre todo, en la bondad del jefe Chemita. Imploran perdón llamándose engañados por fuerzas ajenas y extrañas a la revolución; el gringo llora.

El cura ha escuchado con aparente impasibilidad el cínico mea culpa de los dos traidores y en ningún momento ha expresado comentario alguno, ni un gesto siquiera. A prudente distancia, Tata Gildo observa la escena y hace un esfuerzo grande para no lanzarse contra el par de felones.

Nada de lo que sucede en aquella tienda de El Veladero tiene que ver con lo imaginado por Galeana. Morelos no cruza con su fuete los rostros de aquellas alimañas y tampoco le ordena a él pasarlos por los armas . Por el contrario, el futuro Generalísimo invita a Tabares y a Faro a su mesa de trabajo. Ahí, despliega un mapa de la intendencia de Antequera y sobre él señala con el dedo índice aquí y allá. Sucede entonces lo inesperado, lo verdaderamente insólito: Morelos ofrece a los extranjeros los mandos de una nueva expedición a tierras oaxaqueñas. Uno y otro logran asir sorpresivamente las manos del cura para besarlas y, arrodillados , demandan su bendición. Aquél los rechaza amablemente.

El rostro rubicundo de Tata Gildo se enciende aún más, su cabeza está a punto del estallido y su estómago da vuelcos. No da crédito a lo que ve y escucha. Son cosas, quiere explicárselo, que un campesino rústico como él no logrará entender jamás. Por primera vez tiene malos pensamientos de su venerado jefe Chemita y ello le da miedo. El hombre sale de sus cavilaciones cuando escucha la voz de su jefe ordenando:

Vámonos para Chilapa

–¡Vámonos para Chilapa! Don Leonardo Bravo la ha tomado y nos espera con un fandanguito, pozole y mezcal.

–¡Si, vámonos!, –contestan a un tiempo Tabares y Faro.

Galeana toma su lugar en la columna todavía con el rostro enrojecido. Va mentando madres a granel, en silencio, se entiende.

Cuando llegan a Chilapa no hay ni fandango ni pozole ni mezcal, solo el ladrar de los perros a las sombras de la noche. El general Bravo rinde al cura guerrero el parte de novedades de la gesta recién escrita, retirándose ambos al cuartel insurgente. Morelos lo lleva tomado del brazo.

Faro y Tabares se dirigen muy temprano del día siguiente al cuartel del Jefe para recibir las órdenes sobre la nueva misión, siendo interceptados en el caminos por soldados que los invitan a platicar con el general Bravo. Los recibe en una arboleda cercana un lugarteniente del comandante quien, sin ninguna consideración, les suelta a boca jarro que han sido sentenciados a muerte por el delito de traición. El par ríe a carcajadas comentando que el chiste hasta la cruda les había quitado, pero cuando se les muestra el pliego de la sentencia chillan y patalean olvidándose de sus grados militares. Exigen con insultos soeces la presencia del cura y, enloquecidos, amenazan llamar a sus aliados extranjeros para acabar con Morelos. Solo cuando el propio capitán les informa que la ejecución sumaria se hará en aquél mismo momento, los dos hombres se derrumban para ser llevados a rastras a un paraje cercano.

Un solo tajo 

La cabeza del brigadier portugués Mariano Tabares vuela por los aires separada de su cuerpo de un solo tajo de machete. Suena hueca al caer sobre un tronco seco para luego rodar unos metros por una ligera pendiente. Queda con la boca muy abierta, los ojos desorbitados y el rictus de espanto. El cuerpo, en tanto, se convulsiona espasmódicamente (como víbora, según el símil de Tata Gildo), lanza borbotones de sangre hasta quedar vació, inerte.

Cuando le toca su turno, el coronel estadunidense David (Farrel) Faro pedirá ser vendado y esta será la única variante de la cruel ejecución.

Dos soldados –uno pinto como jaguar y otro negro como pantera–, ensartan ambas cabezas con sus lanzas para levantarlas en calidad de estandartes. Luego, como chiquillos, simulan un desfile de la victoria vocalizando los sonidos de trompetas y tambores. El resto de la tropa festeja y ríe con particular entusiasmo sabedora de que los ajusticiados pretendían asesinar al jefe Chemita.

Fusilata en La Quebrada  

Más tarde, frente al Tribunal del Santo Oficio, el generalísimo Morelos será acusado de “conducta sanguinaria y cruel”, adjudicándole la ejecución de cien extranjeros en la parroquia de Acapulco. El aclara que no fue en la iglesia sino en La Quebrada del mismo puerto , rechazando el cargo pues la fusilata fue ordenada por la Junta Gubernativa presidida por Rayón. Ello ante a la negativa del virrey Venegas de canjearlos por el cura Matamoros, capturado por Iturbide en Puruarán.

Galeana, mariscal

“Porque las vicisitudes de la guerra son varias, y mi segundo, el brigadier don Leonardo Bravo está en México, he nombrado mariscal al licenciado Mariano Matamoros, cura de Xantetelco, por el mérito que en este año ha contraído organizando brigada en Izúcar, y defendiendo aquella plaza, a más de lo que trabajó en Cuautla; y otros que se agregan a su talento y letras. Por ese motivo lo he dado a conocer como mi segundo, a quien deberán ocurrir todos , en todo lo de mi cargo, en mi fallecimiento o prisión, quod absit”.

“Matamoros lo merece en las presentes circunstancias; pues aunque el brigadier de la primera brigada don Hermenegildo Galeana ha trabajado más, y es de más valor, inculpablemente no sabe escribir, y por consiguiente le falta aquella aptitud literaria, que recompensa en el otro el menor trabajo personal.

“Sin embargo, el expresado Galeana, por su valor, trabajo y bellas circunstancias es acreedor al grado de mariscal, y por lo mismo se lo he conferido en recompensa de sus fatigas, y para componer el juicio de los hombres, y prohibir una dispersión o desavenencia en un caso fortuito”.

(Texto de la carta dirigida por Morelos al licenciado Ignacio Rayón, presidente de la Junta Gubernativa de América, el 12 de septiembre de 1812).