23 marzo,2024 4:24 am

Moringo

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

 

No recuerdo su nombre. Pero le decían Moringo. Un adolescente de cabello puchunco. Delgado. Bromista. Quizá más de lo necesario dirían muchos vecinos. Sus shorts floreados nunca dejaban de hacer el mismo sonido de velcro despegándose cada vez que sacaba su cartera de las Chivas.

No era feo ni tampoco guapo. Solo era joven y dorado. No sé si continúa siendo dorado. Joven, estoy seguro, ya no lo es.

Jugaba al futbol en la tierra, en el pavimento o en la playa como un pequeño prodigio deportivo. De esos que se merecen ir a probarse a un campo de pasto robusto, pero bien recortado, en la Ciudad de México. Jugaba sin tenis. O, de hecho, debo puntualizar mejor, jugaba descalzo. Teníamos bastante suerte los morros de la colonia de que prefiriera echar reta ahí, en medio de una terracería separada por cuatro piedras, en frente de la tortillería Linda Vista, que en las canchas donde hasta árbitro tenían. Y digo que teníamos suerte, porque jugar con él, más allá de evidenciar nuestras pobres, pobrísimas aptitudes para el juego, en realidad acababa siendo la única oportunidad que todos tendríamos para entender las palabras innato y talento como un binomio inseparable.

Como todo prodigio, Moringo estaba en medio de dos mundos. Nosotros, los sospechosamente pubertos que no terminábamos de entender la secundaria. Y sus hermanos y los amigos de su hermano que trabajaban en la construcción, que compraban, a veces, condones, y después de comprarlos iban a casa de muchachas y bebían con ellas hasta horas de la noche donde ya no cabe ni una sombra más.

Moringo no iba a la escuela. Le ayudaba a su madre a vender comida por las tardes. Picaditas de variados ingredientes, enchiladas, tacos dorados, tortas… En fin, esos manjares grasientos y quesosos que le alivian el mal del siglo a cualquiera que no tenga la mínima intención de cocinar después de una jornada de 12 horas.

Cuando nosotros íbamos temprano a la escuela, tapizados con esos uniformes horrendos a mil rayas (¿de verdad tenían mil rayas?), veíamos ir en la dirección contraria a Moringo y a su madre con dos morralillas en camino hacia mercado de Icacos. Ese era el único momento en que podía vérsele con calzado de algún tipo. Sandalias para ser exacto y playera al hombro. Esa nunca se la puso. O dicen que sí, que una sola vez, cuando atendió la misa de su hermano. Pero yo no estuve.

La madre de Moringo, Angélica, además de vender comida y que le dijeran no muy creativamente, La Morena, lavaba ajeno. En el cerro donde estaba su casa había un amate. Debajo de ese amate un ojo de agua. Por carga de ropa cobraba 60 pesos. También planchaba. Y cuando no estaba haciendo ninguna de las tres actividades anteriores, vendía a catálogo productos de Avón. Mi madre y mi abuela eran clientas suyas y yo indirectamente, porque los desodorantes que empecé a utilizar terminando mi último año de primaria, eran parte del catálogo de los mil productos que La Morena ofrecía por todo el cerro de la H. Galeana.

Angélica tampoco utilizaba zapatos. Igual que Moringo tenía los dientes más blancos que he visto en mi vida. Hablaba con un acento muy marcado de la Costa Chica. En las fiestas de la colonia se ponía unas arracadas de oro circulares, que, si ella bailaba al ritmo del chile frito, las arracadas enormes y redondas como los ojos de un animal hermoso, también bailaban. Solo en esas ocasiones se ponía calzado. Sonreía y tomaba cerveza con la misma agilidad con la que un camello bebe antes de un viaje de mil años. Mujer alegre, o al menos eso aparentaba.

Desde mi casa veía su casa, o más bien la copa del amate que le daba sombra al techo de lámina y a las cuatro paredes de hueso de palma donde vivía La Morena con sus dos hijos. Alguna vez escuché hablando a mi padre y al señor que nos echaba la manguera por 100 pesos para llenar la pila y los tinacos, sobre el oficio de encontrar ojos de agua. Apuntó con su machete que tenía el mango cubierto de cinta de aislar negra, primero hacia la bahía y después hacia puntos específicos de los cerros. Y era cierto, había árboles más frondosos, verdes a pesar de que no era temporada de lluvia, y que resaltaban sin esfuerzo alguno en las laderas pardas y llenas de bejuco de lo que burocráticamente se conoce como Parque Nacional El Veladero.

Ahí debajo de las frondas de amates y parotas, que de tan verdes podría decirse que su sombra también era verde, está enterrada el agua. Y don Federico bajaba el machete, tomaba el dinero y le decía a mi padre que le aventara un grito cuando ya todos los contenedores estuvieran llenos. Una hora después, mi padre se echaba el grito de ¡Fede, ahí fue!, y don Fede aplacaba el flujo del agua, cerrando la manguera con un alambre y poniéndole una piedra encima para darle aún más seguridad y profesionalismo a sus servicios.

Los sábados era cuando La Morena lavaba más ropa. Y Moringo caminaba cargando con una palanca dos cubetas con trapos húmedos de allá para acá, las veredas de tepetate que atravesaban como venas secas la colonia no pavimentada. Yo no entendía cómo andaba descalzo sobre la tierra rojiza del cerro, sin que el calor del medio día en cada piedra le molestara en lo más mínimo la planta de los pies. A veces veía a mi abuela cuidar su jardín, revisando el mango y el nanche de su huerto, igual, descalza, sin queja alguna, y me animaba a preguntarle qué cómo le hacía para que no le doliera el suelo. Ay mijo, a todo se acostumbra uno, menos a no comer.

Cuando Moringo no estaba ayudando a su madre y cuando tampoco estaba ocupado siendo un prodigio, volaba culebrinas. Se trepaba a piedras enormes y lustradas por el sol como pirámides recién hechas. O dependiendo el aire de Santa Lucía, buscaba azoteas y se ubicaba en ellas, claro que sin pedir permiso. La nuestra, por ejemplo, era de sus favoritas. El signo del allanamiento el siguiente: unas pisadas sobre la casa, graves y rápidas como el palpitar de un pecho en asombro, recorrían toda el área de la losa, hasta que dejaban de escucharse porque la culebrina ya había alcanzado la altura necesaria para sus livianas acrobacias en papel china.

El retumbar de los pasos llegaban hasta nuestro comedor, oportunamente, a la hora de la comida. Mis padres, y si mi abuela estaba comiendo con nosotros, también chistaba la boca, y como si se hubieran puesto de acuerdo antes de que yo llegara con el kilo de tortillas y la Coca de dos litros, replicaban al unísono las mismas palabras, en el mismo tono, chingados chamacos cabrones, un día de estos se van a caer, aunque fuera solo un chingado chamaco cabrón.

Un día de marzo, igual que este día de marzo, donde el aire va con prisa como si tuviera que estar en algún otro lugar menos este, y acompañado de un caldo interminable de res con hueso, que nada más de verlo ya estabas lleno y sudando, rebosante en zanahoria, repollo, chayote, calabaza, garbanzo y acompañado al gusto por chile serrano trozadito, las predicciones se cumplieron.

–Mijo, tape las tortillas cuando saque una.

–Sí Maaa, pero me pasas los chilitos.

–Pero con cuidadito que ahorita te enchilas de más.

–Ma, me pasas más refresco.

–Ves, qué te dije. Ya estás sude y sude. Te vas a llenar de pura Coca y la comida, nada.

 

En mi cazuela el chayote flotaba como una embarcación perdida en medio de un mar preciosamente sazonado. Y ahí, con un pedazo de hielo enfriándome la lengua pero que más bien con su frío solo me recordaba mi decisión de ponerle chile a mi caldo como si tuviera el propósito de borrarme las papilas gustativas, se escuchó un grito. Y tantito, uno nada más después, el golpe sordo de un bulto de cemento recién aventado. Ambos sonidos llegaron a la mesa como los últimos y definitivos comensales.

Nos levantamos, dirigiéndonos con tanta rapidez, que recuerdo que mi abuela aún tenía una tortilla hecha rollo en la mano, mi padre cargaba el hueso al que le estaba indagando el tuétano y yo llevaba la botella de dos litros entre las manos. Sacamos casi la mayor parte del cuerpo por la ventana para entender si acaso, algo de la caída.

Había varias ramas de almendro cubriendo la silueta. Mi madre apuró a mi padre para que saliera a auxiliar o algo. Yo seguía buscando desde lejos sangre entre el suelo y la espalda descubierta del muchacho. Y mi abuela, al lado de mí, repetía algo sobre Dios o San Juditas.

Después, muy poco después, como hormigas advertidas del pan sobre la mesa, los vecinos se reunieron alrededor de Moringo. Y un señor no dejaba de decir, es que se te acaba el piso jalando el hilo. Y es que esto otro, y aquello también.

Moringo no había muerto, respiraba y de hecho pronunció algo en cuanto escuchó la voz de La Morena. Las hormigas se replegaron a sus casas media hora más tarde de que los paramédicos se llevaron al chamaco, por supuesto que después de haber chismeado y examinado todo lo que tenían que averiguar del accidente, rumiando centímetro por centímetro el lugar de la caída como si se tratara de migajas de una concha.

Yo también me acerqué a donde había caído. Era exactamente un lugar en medio de dos piedras del tamaño de una banca de parque, donde la tierra había sido ablandada gracias al paso de la corriente de agua jabonosa que irrigaba la manguera de nuestro lavadero a esa parte del barranco. Aún así era una caída de 10 metros.

Arajo ese Moringo debe estar bendecido el chingado chamaco. Pero no entienden, pues. Escuché a mi abuela, entre enojada y sorprendida.

Durante bastante no vimos a Moringo. Angélica siguió vendiendo cena, lavando y repartiendo sus catálogos por todo el cerro. Empezaron las lluvias. El mar cambió de color, y entonces lo volvimos a ver cruzando el tepetate de la H. Galeana, descalzo como siempre, cargando dos cubetas de ropa humedecida.

Una tarde echando reta de nuevo con nosotros, por fin nos contó sobre la caída. En realidad, no se acordaba de nada, mas que nunca antes había volado tan alto una culebrina. Habló de su hermano que se fue a trabajar a Los Cabos. Él también quería irse y llevarse a su madre. Y soltando una risa nos preguntó si para viajar en autobús era necesario ponerse zapatos. No recuerdo qué le contestamos.