14 noviembre,2023 4:29 am

Narrativa de sanación en sociedad enferma

 

(Primera de dos partes)

Federico Vite

Durante la Feria de Libro de Belgrado, en Serbia, conversé el pasado 21 de octubre con el escritor italiano Stefano Redaelli después de la presentación de su libro Beati gli inquieti (Neo Edizioni, Italia, 2021). Había unas cincuenta personas en torno al autor y la traductora del italiano al serbio, una buena cantidad de italoparlantes se reunieron para atender la novela reciente de este autor que bien podría pasar por veracruzano o guerrerense. Es de tez morena, delgado y de estatura no mayor al metro setenta centímetros. Usa lentes de aumento de baja graduación; no deja de mover las manos, tal vez para explicar con un poco más de claridad los motivos de este libro en el que aborda la salud mental como pretexto para hablar de la realidad. “Toda la locura, la enfermedad en sí, es necesaria para nuestro género, como especie, la enfermedad es la causa de la creatividad. Los psiquiatras modernos, como Vittorino Andreoli, estudian la locura como una entidad, no como si hubiera causa y efecto entre realidad y locura, sino que coexisten en un mismo momento y espacio. Pero no podemos pensar esto desde una visión romántica, es decir, que se necesita ser un enfermo para convertirse en un gran artista. O peor aún, que se necesita ser un loco para hacer algo genial.Es necesario escuchar la locura para perfilar ciertos asuntos no se notan a simple vista”, asevera el novelista.
Beati gli inquieti nace de una pregunta, ¿qué tan difícil es no perderse en la enfermedad y regresar a la normalidad? Me explico, dice Redaelli, “lo complicado es volver al mundo. Mi protagonista tiene 35 años, es profesor de una universidad y se ha empeñado en escribir un libro sobre la locura. Inesperadamente empieza a enfermar de ese mal, pero debe buscar un empleo, debe pagar sus rentas, ya no piensa, como muchos italianos, en tener una casa propia sino en pagar las cuentas de todo: luz, gas, agua… Es un italiano como tantos que se ilumina cuando descubre que la sociedad, en realidad, está enferma. No se puede vivir así. El protagonista ya no puede regresar a casa como si nada hubiera pasado. No es peligroso para el mundo, pero el mundo es completamente peligroso para él.  Hablo de la marginalidad, es decir, de esa escasa gente que supera la enfermedad y el miedo a recaer”.
Cuando escucho el audio de la conversación con este escritor italiano entiendo más que nunca la validez de su aseveración, porque uno vive en un sitio caótico de por sí, pero no es posible vivir ahora en este lugar sin traer a cuento la enfermedad o la locura. No es posible pensar que el trabajo mejorará, que nuestros salarios aumentarán y que el ideal de progreso no se fundamentará nuevamente en retórica política. Pensar lo contrario es real. Aunque si uno asume que todo va estar bien, me temo, eso nos llevará a lo que tanto nos gusta: el pensamiento mágico. Basta con salir a las calles y notar que por lo menos los montones de basura siguen formando parte del paisaje, como las ruinas, son inamovibles pedestales del entorno, como el anhelo de seguridad, de agua potable, de luz eléctrica, porque en varios spots que se emiten en la radio de circulación nacional se habla de que Acapulco está al 100% en luz y en agua potable, pero eso obviamente no es cierto. Basta con darse paseos por Las Playas, por el Centro o por los Barrios Históricos; por La Laja, la 6 de enero o La Quebradora. Esos spots son mentira y se emiten con una maligna búsqueda de “tranquilidad”, para “normalizar” catástrofes. Allá afuera, lejos de Guerrero, se cree que todo está bien ya, porque tenemos un gobierno “no corrupto y muy humano”. Y la gente de verdad cree que todo está bien acá. Para el gobierno federal nosotros estamos bien, pero es como asistir a la realidad alucinante de un bruto, alguien que ve sin ver, alguien que oye sin oír y que piensa sin razonar. Vivir así, con la carencia, la zozobra y la inmisericorde violencia no es sano. En esas condiciones aceptamos cualquier idea, incluso la de un bruto. Soy de los que se niega a huir de Acapulco, pero quedarse es un error más grande cuando las aseveraciones gubernamentales no están puestas en la realidad sino en la supremacía de un relato fortificado por paleros. Todo es más caro, el pan, la tortilla, el pasaje, los aguacates, y al cuestionar el lanza los comerciantes dicen algo contundente: Subió la cuota. Hace mucho años estuve en Cuba el tiempo suficiente para saber que no quería volver nunca más a esa pesadilla. Ahora me siento en Cuba, sin el sabol, pero en Cuba: escombros, hambre, rencor social y desesperación, todo esto más la suma de una ideología ridícula de transformación social inexistente.
Escucho la conversación con Stefano; él asevera que la intención de su novela es focalizar algunos de los problemas más graves de la “supuesta normalidad”, pero no le interesa profundizar de manera clínica, digamos, en la raíz de la locura. Descubre, gracias a su personaje, que la salud social es delicada. Su protagonista, antes de caer enfermo, escribe algunas historias y el médico le recomienda que siga leyendo, que siga escribiendo, ¿para qué? Stefano utiliza ese ejemplo para describir su país: un hombre educado está fuera de las posibilidades del progreso entendido como una secuencia incalculable de pagos. Yo hago el ejercicio de pensar en mi país, pero no me deja mi ciudad, su imagen hiede, es un pensamiento enmohecido, una promesa que emana un olor a muerte, especialmente entre las ruinas.
Stefano comparte algunas ideas en las que refiere un aspecto insoslayable de su continente literario: “La literatura italiana está atravesada finamente por la idea de la locura y de la enfermedad. Gracias a ese cauce pueden entenderse las propuestas literarias italianas del siglo XX, porque hablan de una correlación de enfermedades. Por ejemplo, Italo Svevo, Luigi Pirandelo, Mario Rovino, siquiatra y novelista; Paolo Volponi, Alda Merini, Daniele Mencarelli y otros tantos que en este momento no vienen a mi mente”. Sumado a esto, Redaelli me da un dato asombroso: “En los últimos siete años se han publicado en Italia 30 libros que hablan de enfermedades, es una tradición comprometida que nos permite explorar lo colectivo, una tradición necesaria para entender el terreno que pisa la escritura. Yo no escribo porque estoy mal y quiero sanarme, escribo porque debo escribir”.
Me detengo acá. Pareciera una frase simple, pero está revestida de una novedad geográfica. Si se enuncia esto desde Belgrado, las cosas no cambian, pero si digo la misma oración desde Acapulco: “Yo no escribo porque estoy mal y quiero sanarme, escribo porque debo escribir”. ¿Qué cambia? Una ciudad enferma que requiere urgentemente de cuidados intensivos, ¿afecta nuestra escritura, afecta nuestra manera de entender la literatura? Yo creo que sí. Sin duda alguna. Pero no desde ahora, porque el puerto violento, el puerto atroz, el puerto pobre, el puerto generador de miseria, el puerto que contamina, el puerto siempre ha dado un tema de escritura y quienes lo usamos como dispositivo narrativo entendemos que afecta nuestra entendimiento de lo literario. No como si el puerto fuera algo similar a una hoja en blanco y dios escribiera sobre ella lo que nosotros copiamos. Yo veo al puerto como un abordaje de cauces realistas Si planteamos hablar literariamente de un puerto que debe sanarse, ¿cómo emprendería usted la tarea?
Debemos construir otro Acapulco, uno distinto al que había. El problema es que los vicios profundos de esta región son maleables y tienen una elasticidad que las instituciones desconocen, en parte, porque son artríticas y endémicas. Yo escribo porque debo escribir y también escribo porque quiero curar la herida que esta ciudad me dejó. No enuncio una ayuda sino un nuevo cuerpo de relato, algo que en palabras de Stefano es más o menos así: “la narrativa de sanación sirve para entender nuestra enfermedad, no para curarla”. Ese concepto lo abordo en la siguiente entrega.