29 septiembre,2018 7:34 am

“No soy deportada, pero sé qué se siente no ser aceptada”, dice “Dreamer” que regresó a México

Hija de padre estadunidense y madre mexicana, ahora estudiante del doctorado en Lingüística en una universidad de EU, Elena Costello Tzintzun vino a México y se quedó para “dar clases de cómo ser maestro de inglés o español a gente como nosotros, binacional”

Texto: Guillermo Rivera / Foto: Cortesía de Elena Costello Tzintzun
Ciudad de México, 29 de septiembre de 2018. Desde adolescente, Elena Costello Tzintzun ha vivido entre Taxco, Guerrero, y Columbus, Ohio. Hasta que decidió a aventurarse a vivir un año sola, en París, Francia, fastidiada del bullying extremo en la escuela.
Su mamá, Ana, nació en Michoacán –de ahí el apellido purépecha–, y su papá, Leo, es de Ohio. Se conocieron en la tienda de ropa donde ella trabajaba en Morelos, a donde se había mudado la familia. Ana tenía 19 años. Leo –“un gringo güerejo”, describe Elena– contaba ya unos dos años en México. Fue a Morelos porque su papá se había casado con una mexicana de Miacatlán.
“Comenzó a venir a México, tiempo de hippies”, cuenta frente al Monumento a la Revolución Elena, joven de tez blanca y baja estatura. A Leo, unos amigos lo invitaron a Taxco y le gustó, y luego conoció otros pueblos, como Tecapulco, “y siguió paseando, de vago”. Tenía 23 años. Ana y Leo se casaron y se fueron a vivir a Columbus, Ohio. Allá nacieron Elena, primero, y luego su hermana y su hermano.
Al lado de donde conversa Elena con El Sur se encuentran las oficinas de News Comienzos, la organización fundada por Israel Concha que ofrece servicios gratuitos para readaptarse en México a las personas repatriadas que llegaron pequeñas a Estados Unidos, los dreamers.
Elena se integró al equipo. Estudiante del doctorado en lingüística, su tutor le envió un artículo sobre News Comienzos publicado en un diario estadunidense. “Debes hablar con ellos”, exhortó. “Me comuniqué con Israel. Le dije que podía dar cursos, porque doy clases de cómo ser maestro de inglés o español a gente como nosotros, binacional. A dreamers. Y también de cómo ser intérprete, con eso estoy comenzando. Con unos 20 alumnos a los que debo explicar que hay dos formas, cuando hablas al mismo tiempo o cuando esperas”, dice Elena.
“No soy deportada, pero sé qué es no ser aceptada en ningún país, o que te critiquen por cómo hablas. Inglés y español son idiomas de conquistador, no podemos decir que por estar en un país se debe hablar una lengua. Me interesa el trabajo en la organización porque tengo familiares sin papeles en Estados Unidos, y también por lo que vivió mi mamá. Me siento apegada a esa comunidad binacional, estamos entre dos países, dos culturas e idiomas”.
Luego parece cambiar el tema, pero no.
“Fui a un museo, en Xochicalco, Morelos. Mostré mi credencial de estudiante de allá, y me dijeron: ‘Sólo para mexicanos’. ‘Soy mexicana’. ‘Yo qué culpa tengo de que hayas abandonado a tu país y tu gente’. No soy deportada, ajá, pero sé que a los deportados también les dicen que tienen la culpa de que un país los rechace. De alguna forma, somos de dos países y ciertas personas en los dos nos rechazan”.
Bullying aquí y allá
“Mi papá fue abusivo en todos los sentidos –comparte Elena–. Le decía a mi mamá que no era legal en Estados Unidos, que si lo dejaba o intentaba divorciarse, le quitaba a los hijos y la deportaban. Él tenía el poder, era hombre güero. Ella, mujer migrante, mexicana. Por nosotros, mi mamá aguantó hasta que fuimos adultos. En 2004 pidió el divorcio”.
Antes de la separación, sus papás compraron una casa en Taxco, en la que hoy vive Elena. Su papá era inversionista en la Bolsa de Valores, pero “le quitaron la licencia porque era corrupto. Sigue vivo, en Ohio”.
Pasaban las vacaciones en ese municipio de Guerrero, y Elena estudió ahí primero y sexto de primaria y tercero de secundaria.
“Sentía mucho racismo en Estados Unidos. Me decían groserías por ser mexicana, me empujaban, me escupían. De cientos de estudiantes blancos, era la única mexicana; soy güera, pero nunca escondí mi origen. Mi mamá es morena y nos recogía en la escuela”.
–De tus años de primaria en México, ¿qué te gustó?
–Hay mucha libertad para los niños. Siento que hay más preocupación del uno por el otro. Allá no es lo mismo.
Además, admite Elena, se enamoró de las picaditas, bueno, de toda la comida.
Por ese bullying excesivo en Ohio decidió estudiar un año de secundaria en Taxco. “Mis papás me dejaron venir. Mi mamá vino a acompañarme a inscribirme, pero se regresó. Hace 24 años las cosas eran bien diferentes, había más seguridad”.
Una tía de Morelos la visitaba constantemente, pero Elena, en general, vivía sola. “Mil veces esa libertad a estar en un país donde sufría discriminación”, suspira.
Pero también en Guerrero padeció discriminación.
La única vez que le han dicho “mojada” fue justo en sexto de primaria, en Taxco, y fue en inglés: “wet back”, le gritaron. Elena preguntó a su mamá qué significaba. Su mamá le respondió: “No hay suficiente agua en ese río para mojarle la espalda a nadie”. La niña no comprendió. “O me decían: ‘si eres mexicana, ¿por qué no hablas español?’, porque apenas lo hablaba”. Cuando llegó a estudiar su año de secundaria, le dijo a una maestra: “Yo ya sabo español”.
“Aprendí mejor con el tiempo. Aún me salen cosas raras. La convivencia logró que comenzara a hablarlo, aunque me costaba el humor”.
Entre migrantes y “gringos güeros”
Tras esa experiencia en Taxco, Elena regresó cada primavera, verano y Navidad. Estudió las licenciaturas en Economía y Lingüística en la Universidad Estatal de Ohio. Recientemente concluyó la maestría en Lingüística y ahora estudia el doctorado.
“Estudio gente que ha crecido con dos idiomas. El de casa, normalmente español, y el que aprende en la escuela o comunidad, el inglés. Es el caso de los repatriados, estudio cómo aprenden los idiomas”.
Decidió hacer una profesión relacionada con esos procesos de los que es parte. “Muchas veces nos hacen sentir mal cuando nos dicen ‘por qué no hablas bien español’ o ‘por qué no hablas bien inglés’. La verdad, hablamos bien los dos, pero es una variedad diferente. Eso me gusta estudiar y enseñar a mi gente”.
Elena estudió lingüística porque pensó que se dedicaría a los negocios, pero su primer trabajo fue de intérprete de español a inglés. Jamás incursionó en la economía. “Me mandaban a todos lados de la ciudad, hospitales, escuelas, lugares de la comunidad donde se requiriera. Nunca lo dejé, me seguí de intérprete en un hospital pediátrico, y aún cuando comencé a trabajar para la universidad ayudando a estudiantes latinos, seguí en ese hospital”.
En su trabajo en la universidad, un profesor –de papá mexicano y mamá estadunidense– le aconsejó: “Anda, Elena, solicita ingresar al programa de maestría-doctorado, yo te apoyo”. Elena dudó. No pensó que la aceptarían y no sabía que recibiría una beca completa. Pasó. Va en su quinto de cinco años de posgrado.
En la última década trabajó sobre todo en la sala de emergencias del Nationwide Children’s Hospital de Columbus.
–¿Qué casos recuerdas?
–Un mexicano de 16 años llegó a Ohio en busca de su papá. Migró solo. Al llegar, de sorpresa, dijo que se sentía enfermo. Lo llevaron al hospital. Tenía cáncer de hígado, falleció luego de unos años en el hospital.
Vio de todo, con mayor frecuencia pacientes nacidos en Estados Unidos con padres latinoamericanos que no hablaban inglés. Así que le tocaba interpretar para ellos lo que el hijo o hija y el doctor platicaban en la consulta.
“Legales o no, los menores de 18 años eran atendidos, gratis. Es un hospital que recibe ingresos del gobierno y privados”.
Renunció hace un año, tras toparse con un racismo cotidiano, de superiores e iguales. “Por ley, ya que el hospital recibe recursos públicos, a los pacientes hay que proporcionarles un intérprete”, dice Elena y luego recuerda: “Una mamá mexicana llegó con su niña enferma a la sala de emergencia. Era de madrugada, yo trabajaba ahí de seis de la tarde a las seis del otro día, esperaba en mi oficina a que me requirieran en alguno de los 14 pisos del hospital”.
A la niña, que hablaba inglés y tenía 13 años, le efectuaron una cirugía, pero nadie se lo comunicó a la mamá. “Más o menos a las cuatro de la mañana, me dice el de seguridad: ‘Le dijeron a una mamá que no puede ver a su niña hasta que traiga a su propio intérprete. Pero no es así, para eso están ustedes, ¿no?’. Nadie explicó a la mamá lo que pasaba. Yo estaba ahí y nadie me habló. Eso me hizo enojar mucho. Se los dije. Fue por racismo, porque el servicio no les cuesta y yo recibía mi pago”.
Jamás, por idioma o cualquier cosa, se debe prohibir a su mamá ver a su hijo o hija, enfatiza Elena.
Un día le avisaron de un paciente cuyo nombre era Olivia García. Elena llamó a una agencia para solicitar más intérpretes, pues era de día y los 40 intérpretes fijos no se daban abasto. En la agencia, una mujer le dijo: “Ya me han llamado cinco veces por esa paciente hoy y cada que llaman dicen un nombre distinto”. Elena respondió: “Así es. Es que aquí se espantan cuando ven un nombre en español. Los blancos lo deletrean mal, aunque esté en una computadora frente a ellos”.
La mujer se quejó. Los gerentes le dijeron que eso era racismo contra blancos. Elena se defendió: “Era un nombre sencillo, también se usa aquí. Aunque chiquito, hay racismo”.
“Me mandaron a tomar clases sobre diversidad y racismo. Me encabroné, eso es lo que yo estudio. Y ya no, renuncié. Hay más hispanohablantes en Estados Unidos que en otros países donde el español es oficial. No entiendo por qué los gringos güeros no aprenden a deletrear García”.
Violencias distintas
Para Elena es complicado, en ocasiones, interpretar a cubanos. A veces el contexto en el que crecieron las personas lo complica. “Son culturas distintas. Me llamaban cuando el español era la segunda lengua y la primera era alguna lengua indígena: náhuatl, zapoteco o mixteco. No es que hable, pero comprendo un poco esas culturas porque he convivido con gente que las habla”.
De nuevo encontró racismo. Un médico se quejó de que una paciente, mixteca de 19 años que hablaba poco español, no lo veía a los ojos. Sus ojos, a veces, se fijaban en el piso. “No me mira porque imagina cosas”, sentenció el médico. “No es así –objetó Elena–, a veces, culturalmente, para mostrar respeto se ve para abajo, o quizá no, pero no puedes decir que escucha cosas sólo porque no te ve a los ojos”.
Sí, reitera, era un racismo excesivo.
Desde junio Elena radica en Taxco y no sabe cuándo regresará a Ohio. Sus próximos exámenes son en marzo, así que por el momento se relaja. En esa ciudad de Guerrero se casó con un profesor de artes que conoció hace algunos años en un congreso en su universidad. Él y sus dos hijos, a quienes Elena ha hecho suyos, la acompañan.
–¿Qué piensas de la violencia en Guerrero?
–Vengo de un lugar donde la violencia es diferente. Hace poco, en Ohio, a una niña de 11 años que robó comida de un supermercado, un policía le aventó una pistola de electroshock. ¡Una niña que no tenía para comer! No digo que en México no exista, pero no la he visto a ese grado. Júzgame, pero pienso que la violencia aquí es menor. O son violencias distintas. Aquí ocurren cosas a gente inocente, pero allá esa violencia se acepta. Aquí nos espantamos, no lo aceptamos. Sabemos que no está bien.
Se detiene y luego lo explica mejor: “Tan sólo en mi ciudad, Columbus, donde hay casi un millón de personas, en 10 días asesinaron a 160 personas. Así que no me pueden decir que Taxco es menos seguro. Dos o tres veces al año, en mi universidad, un hombre me enseña su pene. Eso no me ha pasado aquí. Yo me siento más segura aquí que en Estados Unidos. Es la verdad”.