26 junio,2018 4:04 am

Novelas sobre el desasosiego (2 de 3)

Federico Vite
Asocio la inclemencia y la brutalidad a mi presente. Pienso que Noticia de un secuestro (Diana, México, 1996, 331 páginas), de Gabriel García Márquez, muestra la plasticidad del Estado de derecho en Colombia. Gabo nos explica, con peras y manzanas, un episodio bíblico de un país consumido por la violencia, una geografía que padeció muchas cosas horrendas, como las que ahora experimentamos.
García Márquez cuenta que en octubre de 1993, Maruja Pachón y Alberto Villamizar, le propusieron que escribiera la historia del secuestro de Maruja y lo que Villamizar hizo para que Pablo Escobar se entregara a las autoridades. Aceptó el reto y durante el proceso de escritura e investigación, los tres (Gabo, Maruja y Villamizar) comprendieron que era imposible desvincular aquel secuestro de los otros nueve que ocurrieron al mismo tiempo en Colombia. “No eran diez secuestros distintos —comenta el autor a manera de prólogo—, sino un solo, colectivo, de diez personas muy bien escogidas, y ejecutado por una misma empresa con una misma y única finalidad”. Esa empresa fue conocida como Los Extraditables, estaba integrada por narcotraficantes de Medellín y su jefe era Pablo Escobar. “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”, indicaron en sus comunicados de prensa.
El autor pidió a cada uno de los entrevistados que revisara el manuscrito para evitar errores de interpretación y para corregir las declaraciones. Dio ritmo al relato encabalgando las escenas del interior (casas de seguridad, casa de los familiares) con las del exterior (negociaciones políticas, conferencias de prensa, pesquisas) y siguió la cronología lineal de los hechos, aunque dio algunos brincos al pasado para mostrarnos datos relevantes de las personas involucradas en este pasaje aciago de Colombia.
Como en casi todos los secuestros, el modus operandi fue el mismo: dos automóviles, previamente robados, inmovilizaban el vehículo de la víctima, los captores la extraían y le vendaban los ojos; después, la ocultaban en el asiento trasero de la unidad móvil destinada para la fuga. Finalmente asesinaban al chofer a balazos. Las armas tenían silenciador.
Recluyeron a la gente en sitios lúgubres; estaban vigilados, a veces, por hombres drogados y violentos, alcoholizados; otras tantas, por tipos amables. La comida era pésima; las medidas de seguridad, extremas. Un equipo de dos vigilantes permanecía en el mismo cuarto día y noche, sin perder de vista a sus presas. No había privacidad ni para ir al baño, pues la puerta debía estar siempre entreabierta. En caso de que un comando policial los sorprendiera, los guardias debían matar a sus cautivos.
Durante la mudanza de una casa de seguridad, los secuestradores y sus víctimas se encuentran con un grupo de policías. En el fuego cruzado muere Diana Turbay, directora del noticiero de televisión Criptón y de la revista Hoy x Hoy; era hija del ex presidente de la República y jefe máximo del Partido Liberal, Julio César Turbay Ayala. Este es el momento más álgido de todo el caso, donde se tensa al máximo la situación y los nervios de acero de los protagonistas se ponen a prueba. Es cuando el Gabo decide soltar todo el discurso político y conocemos la versión de los reporteros y de los civiles involucrados. Nos brinda un paisaje panorámico de los hechos.
Una de las personas más interesantes, y bien perfiladas en el reportaje, es Alberto Villamizar, esposo de Maruja, quien funge como negociador. Para consumar el anhelo de la liberación debe resolver las peticiones de Los Extraditables. Esencialmente tiene que pedirle al presidente de Colombia, César Gaviria, que suspenda los operativos de la policía y el Ejército en Medellín, que evite las detenciones y los maltratados a los pobres (así defiende Escobar a su gente) y, sobre todo, debe garantizar que no habrá extradiciones a Estados Unidos.
Pablo promete entregarse, pero necesita la palabra de oro de Villamizar. Aquí es cuando el Estado de derecho se va moldeando a placer por los designios de Escobar. Todo depende del humor de Escobar; el Estado trata de acoplarse a él y gracias a la intervención del padre Rafael García Herreros, un sacerdote reconocido por sus campañas humanitarias, la resolución del caso llegó a bueno término.
García Márquez logra uno de los mejores retratos de Escobar que he leído. Habla de él colateralmente. Traza sus fantasmales apariciones, sus temibles amenazas veladas, su inteligencia y, sobre todo, muestra su gran habilidad para negociar. Dibuja muy bien a ese gran manipulador, un hombre que hubiera sido un estupendo ajedrecista.
Escobar dicta lo que le conviene a Colombia; secuestra a varios periodistas y a gente cercana al poder. Se moldean las reglas, se atropellan los derechos de miles de ciudadanos por darle cabal cumplimiento a las peticiones de Los Extraditables.
Ese hombre problematizó lo que Mankell sugiere en las investigaciones del inspector Wallander: ¿cómo sobrevive la democracia si los fundamentos de un Estado se van minando de a poco por el incremento brutal de la violencia? ¿Era viable un camino menos tortuoso para Colombia? ¿Cuál es la experiencia que tenemos de esto? ¿México ha tenido una situación similar?
A esa pregunta asocio de manera directa el reportaje La verdadera noche de Iguala, de Anabel Hernández. Este documento nos muestra que un delincuente excepcional como Pablo Escobar no es el único capacitado para manipular personas y objetos, no es el único capacitado para ofrecer una versión total de los hechos y llamarle a ese caldo de cultivo la verdad. Pienso en la mentira histórica que el Estado creó para explicar la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. El Estado manipuló personas y objetos para ofrecer una versión débil, estrambótica e inverosímil; torturó a muchísima gente para inventar una realidad oscura. Estos hechos nos indican que es viable, sobre todo en Guerrero, escribir las novelas del desasosiego desde una perspectiva: la obsolescencia de las instituciones encargadas de impartir justicia y la constante exigencia de los derechos humanos. A veces creo que el desasosiego es nuestra tradición literaria.