11 agosto,2022 5:32 am

Para recordar a Tayllerand

Humberto Musacchio

El paso de la Guardia Nacional directa, formal y absolutamente a la Secretaría de la Defensa Nacional es inaceptable y desde luego violatoria de la Constitución. El mero anuncio hecho por el presidente de la República ha suscitado una ola de críticas, advertencias y rechazos que deben ser escuchados para no hipotecar el futuro político del país.
La Constitución establece que “Las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil, disciplinado y profesional”, en tanto que el artículo 129 dispone que “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”.
Lo que dice la Carta Magna es bastante claro, aunque en la práctica se han violado tales disposiciones desde siempre, en tanto que fuerzas militares han cumplido tareas del orden civil y a lo largo de toda nuestra vida independiente se ha usado a los militares para reprimir la protesta legítima y legal de diversos sectores sociales.
Pero sería injusto referirse sólo a los aspectos negativos de esta actuación, pues es bien conocida y apreciada la intervención el ejército y la armada en funciones que, si bien son del orden civil, resultan más eficaces cuando las realizan cuerpos militares, como ocurre en casos de siniestro y otras emergencias.
Para la salud republicana no resulta conveniente que se emplee a las fuerzas armadas en tareas que corresponden a la policía. Sin embargo, ante el auge de la criminalidad –otra herencia neoliberal– Fox y Felipe Calderón hallaron muy cómodo sacar a los soldados de sus cuarteles y a los marinos bajarlos de sus embarcaciones para llevarlos a combatir la delincuencia en todo el territorio mexicano.
La creación de la Guardia Nacional, si bien prevista en la Constitución, obedeció a la necesidad de combatir con eficacia a las bandas criminales. Sin embargo, sus resultados han estado lejos de resultar satisfactorios, entre otras razones porque esa fuerza, supuestamente civil, está integrada en 80 por ciento por militares y sus jefes son también oficiales castrenses.
Lo cierto es que –con las excepciones que confirman la regla– tampoco se ha hecho gran cosa para capacitar, equipar y dotar de valores éticos a los cuerpos policiacos de todo orden. En lugares como la Ciudad de México algo se ha podido avanzar, pero no son raros los casos de corrupción y abuso de autoridad, los que con frecuencia resultan avalados por agentes del Ministerio Público y jueces indolentes, ineptos o dispuestos al cochupo.
Pero la actuación militar, pese a éxitos sonados, no ha sido la solución. La pretensión del Ejecutivo para trasladar formalmente la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa, obviamente está lejos de ser la panacea. En todo caso, se fortalecerá a las ya muy fortalecidas fuerzas armadas, ahora mismo encargadas de muchas y muy diversas tareas ajenas a su función.
Para reformar la Constitución, el gobierno federal no cuenta con mayoría en el Congreso, de ahí que en Palacio se estén evaluando otras opciones. Una de ellas es realizar el traslado de la Guardia al ejército mediante un simple decreto presidencial, lo que por anticonstitucional es inaceptable. La otra posibilidad que ahora se esboza es la reforma de una o más leyes, lo que tampoco procede porque de ese modo también se atenta contra la Carta Magna.
El presidente López Obrador dice que a fin de cuentas será el Poder Judicial el que decida si procede tal reforma. Tal vez los señores ministros incurran en un desaguisado y la convaliden, pero el daño que se haría a la nación es incalculable, como ha ocurrido en otros países.
Cuando los gobiernos llaman a las fuerzas armadas para realizar las tareas que corresponden al poder civil, se abre la puerta a hechos que las sociedades lamentan por muchos años. El caso más elocuente es el de Uruguay, donde un presidente civil, Juan María Bordaberry, entre 1972 y 1973 dejó la conducción de la cosa pública a las fuerzas armadas, mismas que de 1973 a 76 lo tuvieron como su pelele para después desecharlo e imponer ya sin disfraces un gobierno militar.
Las bayonetas –le dijo Tayllerand a Napoleón– sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas.