14 enero,2023 5:05 am

Primero de enero

Alan Valdez

Cosas que la gente olvida

 

Era año nuevo en el Barba Roja. No recuerdo porqué acabé ahí, solo sé que estaba sentado en la barra y que había un mesero con un parche en el ojo, un tricornio y esas camisas blancas con holanes que seguramente alguno de ustedes sabe cómo se llaman. Las personas bailaban salsa y otros ritmos que jamás he aprendido a bailar, quién sabe si algún día aprenda. Y Santa Lucía ahí, enfrente de nosotros, sin importarle que acabara el año y empezara otro. Algo así de enorme es inmune a nuestra ambición por domesticar el tiempo. Qué envidia.

Hubo pirotecnia, aplaudimos y la euforia de sentir que por un momento ahora sí se harían bien las cosas, nos invadió a todos ahí en la borda de ese bar con temática corsaria, que seguramente se debe repetir en cada ciudad con puerto de este mundo.

La emoción de los fuegos artificiales también legitimó la cercanía, y así fue como la modesta celebración privada que me estaba patrocinando a mí mismo, se disolvió en favor de compartir cervezas con un grupo de cinco personas más. La música clausuraba las palabras de todos, obligando a acercarse a la oreja del otro y gritar para poder ser escuchado o lo más próximo a eso. Total, en esas circunstancias el entendimiento verbal da paso a la mímica. Ahí tiene que hablar el cuerpo.

Podría decir que intenté bailar, o algo parecido a dejar que alguien te conduzca con sus manos, mientras Willie Colón narraba, con un tono que no le pediría nada a la epopeya homérica, que En la sala de un hospital / a las 9:43 nació Simón. Hubo varia, pero varia canción de esas que lo hacen a uno preguntarse porqué el baile no es un deporte olímpico, sobre todo cuando se observan a parejas hacer unas maniobras dignas de ser una afrenta contra la física.

Se sabe, porque es una condición obligada de las fiestas, que siempre hay alguien devoto a las rondas de shots, y como también lo dicta la jurisprudencia de las celebraciones, beber de ese vasito de 60 mililitros repleto con cualquier clase de licor barato es un acto de confidencia, un gesto de participación y compromiso ciudadano, es, sin más, saberse parte de un fin colectivo, que muchas veces acaba en vergüenza pública, y que al día siguiente, en su justa proporción, radica en tener que tomarse un electrolito y, si ya es por demás grave la cosa, dos ibuprofenos, justo antes de buscar un buen lugar de barbacoa o de mariscos.

Como era de esperarse, el feligrés que disparó las tres rondas de tequila, y que ya traía la camisa abrochada únicamente de los tres últimos botones, se puso aún más espiritual y propuso llevar la fiesta a la playa, revelándose ante nuestros ojos, inyectados de deseo gracias al menjurje corsario, como un profeta, quizá como el único y más necesario profeta para ese preciso momento del año. Y como en todas las religiones, la elección de nuestro mito fundacional, iba a estar sostenido en la esperanza de saber que siempre hay algo mejor del otro lado. Y lo seguimos sin titubear, porque nos prometió que en el mar la vida, la vida, es más, siempre es más.

Obviamente, ir a la playa en esas condiciones no era nada recomendable para la tremenda farra que nos andábamos manejando, pero no importó mucho, como regularmente ocurre, para que algo sea considerado sin duda alguna como una tremenda farra. Así que yo y mi nuevo grupo de mejores amigos caminamos toda la banqueta que va desde la Condesa, pasando por enfrente del Fiesta Inn hasta llegar a la altura de la playa del Hotel Calinda. Bajamos por un acceso que más bien es un callejón con unas escaleras tan inclinadas que bien podrían ser la réplica de alguna pirámide de Teotihuacán, salvo que, hasta donde me tienen informado, las pirámides no tienen manchas amarillas de orina y colillas de cigarros blancos y rojos, acomodados como semillas mal sembradas, en casi todas las jardineras.

Cuando se acabó el concreto de los peldaños, nos descalzamos todos. La arena, a pesar de la hora, aún mantenía, si se escarbaba un poco, un calor pequeño que ayudaba a recordar que el sol no concede ninguna tregua en las costas. Alrededor había lanchas estacionadas, motos acuáticas, mesas, sombrillas y camastros. Toda esa utilería que en unas horas estaría preparada para los bañistas listos para tomarse unas fotos comiéndose un callo de hacha apenas salpicado con unas gotas tímidas de limón y una nada de sal para no comprometer el sabor de ese molusco y también, por qué no, de escribir el nombre de sus parejas con el dedo índice sobre la arena, en ese momento guardaban silencio debajo de lonas amarillas, que dejaban saber que el nombre de la palapa a la que pertenecían era de Deportes Acuáticos El Zambo.

Me quedé pensando bastante en la palabra zambo, y me puse a tratar de acordarme de dónde pude haber oído eso por primera vez. Y tanta fue mi insistencia que me llegó la imagen de un Alan de ocho años en las clases de historia de tercero de primaria, que estaba dedicado específicamente a enseñarle a los niños sobre la configuración del estado de Guerrero. El libro de texto era amarillo y tenía una reproducción en la portada del fresco de La lucha de la independencia del muralista Antonio Gómez del Payán. que fue pintado en el ex Ayuntamiento de Tixtla en 1984. En la imagen está un Vicente Guerrero encabezando la dirección de la insurgencia con su espada, luego un águila, un jaguar, y también Juan del Carmen, Pedro Asencio Alquisiras y los hermanos Galena y Bravo.

Por ahí del capítulo dedicado al ansia novohispana, había unas ilustraciones que en el pie de imagen se nombraban como cuadros de castas, datados en el algún sitio del siglo XVIII. Ahí aparecía la palabra zambo, y la definición tenía que ver con ser un hijo del mestizaje entre una persona negra con una persona indígena americana. Y junto a esa denominación había algunas otras combinaciones aún más caprichosas con su genealogía como cambujo, albarazado, cuarterón, barcino, coyote, sambaigo, gíbaro, calpamulato, morisco. Qué hermosa las ideas ilustradas y su ambición por clasificar al mundo y sus deformaciones, ¿no?

Dejé de pensar en todo eso cuando me distrajeron unos saltitos emanados de entre las lonas amarillas. Ahí unos gatos repararon en nuestro paso hacia el agua, con una sospecha similar a la de quien reconoce a un forastero, pero después de que empezaron a morderse las colas entre ellos, se olvidaron de nosotros para siempre. Nadie es tan importante.

Había más grupos de personas igual de espirituales que nosotros en la orilla. Se escuchaba la música de otras fiestas combinado con el sonido de las olas oscuras que iban y venían tejiendo con ese ademán, quién sabe qué clase de tela infinita para cubrir esa parte vulnerable que acompaña siempre esas últimas horas de la noche, y que en su oscilación, nos recordaban que nosotros envejecemos, pero el mar no.

En el brazo izquierdo de la bahía, justo en ese lugar donde tanto se menciona que Ricky Martin tiene una casa, se proyectaban luces enormes de varios colores. Y pensé en personas igual de ebrias que nosotros, pero con más dinero. Luego mi pensamiento de lucha de clases se disipó cuando recordé que en inglés a los destilados se le dice spirits, y creí tener una verdad sobre la embriaguez que no duró mucho, porque otro grupo se unió al nuestro.

Ahora ya no eran cinco mis nuevos mejores amigos, sino diez, doce, quince, no sé. El sabor a Fresca con tequila fue lo que ayudó a inflamar el desorden. El código de vestir era ecléctico, aunque en su mayoría, los pantalones arremangados hasta donde la pantorrilla lo permitía marcaban la tendencia de la noche. La gente bailaba, la gente se besaba, la gente se tiraba en la arena sin esperar nada a cambio, y yo tenía veinte años y sentía al menos por ese momento, que todo era suficiente.

Desperté cuando unas palomas estaban rodeándonos como si creyeran que, en los bolsillos, cargábamos el verdadero pedazo de pan que mitigaría el hambre ovípara de nuestro continente. Pero, si acaso cargábamos algo, era arena, algún encendedor raspado de la parte de abajo por haber sido utilizado como destapador de botellas de cerveza y quizá alguna miserable moneda que no ayudaría ni para pagar un camión Base-Caleta.

Me despedí de dos personas que más o menos ya medio se habían despertado, cambiamos los números de celular, a sabiendas de que el gesto era lindo para un primero de enero, pero que jamás nos volveríamos a ver, porque eso pasa casi siempre.

De la playa del Hotel Calinda hasta la playa del CiCi uno tiene que caminar un kilómetro y medio. Amarré las agujetas de ambos zapatos y me los colgué al hombro. A veces el agua me alcanzaba los pies, a veces yo alcanzaba al agua. Algunos vendedores ya recorrían la orilla con charolas repletas de comida, donde se asomaban rabanitos y jitomates espolvoreados con queso rayado; otras personas corrían con esa voluntad de quien ha trabajado esas pantorrillas en la arena por años, y otros más lo hacían ambicionando esa salud tan anhelada que uno se promete con las uvas en la última noche de cada año.

De vez en cuando volteaba ver hacia Las Brisas y veía la cruz que está alzada sobre ese cerro. Entre más me acercaba al CiCi distinguía mejor los barcos de la marina anclados a la bahía. Cuando llegué a las escaleras que dan acceso a la playa, busqué una jardinera para sacudirme los pies. Me puse los zapatos y me percaté de que solo traía un calcetín. Volteé a ver al mar una última vez, sonreí, recuerdo, y seguí caminando hasta llegar a la Comercial Mexicana. No traía ni un peso para pedir un taxi o tomar un camión hasta mi casa.

Ahora no estoy seguro de cómo fue que acabé decidiendo regresarme a la playa, pero regresé. Me quité la playera y la extendí como toalla, al lado puse los zapatos, me arremangué el pantalón lo más que pude y corrí hacia las olas de la playa de Icacos. Jugaba a que las olas no me atraparan, una y otra vez, hasta perder la cuenta.

El sol era amable, yo tenía veinte años, había perdido un calcetín y era primero de enero, y por unas horas no deseé tener la vida de nadie, más que esa donde yo corría, y la lengua del mundo me acariciaba los pies como un animal al que le has regalado un nombre.