31 octubre,2018 7:50 am

Relato sin ángeles / 2 y última

Pozole Verde
 
José Gómez Sandoval
En una manifestación contra los crímenes de mujeres conoció a Pablo. Él, reportero de uno de los diarios más leídos de la ciudad, vio en ella una de las cabezas de la protesta y la acosó con preguntas sobre la causa y le tomó fotos y al otro día se juntaron para comentar la nota periodística y al cabo de un tiempo se dieron cuenta de que coincidían en muchas cosas, sonreían juntos y se llevaban bien. A los dos meses de conocerse hubieran vivido juntos, si no hubiera sido porque Paloma se negó a subirse al caballito que Pablo había alquilado para ella, un domingo en la laguna de Zempoala. Paloma pataleaba para alejarse del pony y Pablo insistía en obligarla a montar. Cuando el burro de Pablo dijo no seas cobarde y desistió, Palomita se echó a llorar. Ella la abrazó y se dedicó a consolarla. Al rato reclamó a su novio su intolerancia, la idea tiránica y estúpida que tenía sobre la educación infantil y dos que tres cositas más que pusieron muy lejos la posibilidad de una relación más cercana, pero no fueron suficientes para decretar su separación…
–Es que no sé llorar –le hubiera contestado a Rita–. Pero no quería más que vender sus cosas y pensar en su hija y en Pablo… Corría peligro, pero, entendía, no la quieren para venderla o traficar con sus órganos. Jugaban con ella como gatos con el ratón. Si quisieran matarla o desaparecerla, no se hubieran tomado la molestia de pedirle que preparara sus papeles…
Un dolor infinito le oprimía el pecho y le hurtaba la respiración, pero no quiso contestarle a Rita cuando ésta le dijo que en su lugar estaría envuelta en lágrimas… Y eso que Rita se refería sólo al despido de la chamba, a la reventa de sus cosas, quizá a la maldición de las casas donde ha vivido…
–¿Y de veras no sabes quiénes te están haciendo esto, manita? –preguntó Rita.
Eran tantos que no tenía ni la menor idea.
En el MP le dijeron que, si a los tres días su hija no aparecía, darían entrada a su denuncia. El círculo de las amenazas se había ampliado, o hasta ahora advertía cuán ancho era. Hasta algunos periodistas que alguna vez, no hace mucho, alabaron la “coherencia de sus palabras” y su enjundia, se negaron a publicar lo del secuestro de su hija y el acoso físico y sicológico que los malditos le estaban aplicando. Antier, dos ellos la acusaron de esquizofrénica y lesbiana compulsiva…
Los que fueran, eran muchos y actuaban en muy secreta armonía para aniquilarla. ¿Para qué la hicieron arreglar sus papeles? No le iban a conseguir clases en una universidad. Antes de tirarla al borde de la carretera o de hacerla aparecer en los diarios como conflictiva lideresa de mujeres en pie de guerra asesinada en una barriada de la ciudad mientras ejercía la prostitución, le iban a sacar jugo. Pero, ¿para qué?…
El enfrenón de llantas la hizo parpadear: casi llegaba a su estación. Maldita lesbiana, puta de a dólar, murmuraban los escalones del camión mientras descendía, te va a cargar la chingada, gritaba la acera caliente. El que la amenazaba por teléfono no era un sicario drogado. ¿Quién era, entonces? ¿Un político rencoroso, un burócrata malpagado y servil, cualquier compañero de trabajo?
–¿No te echarían mal de ojo, manita?
En la pasada reunión regional de mujeres consiguieron organizar un grupo desesperado por tanto asesinato de mujeres en la ciudad, una reunión donde se reafirmó no sólo la conducción autoritaria y desigual de las sociedades “dizque modernas”, sino también, en concreto, la ineficacia de las policías municipales y estatales, de quienes se sospecha complicidad criminal, y aun de los pelotones de soldados que algunas noches salen de su escondrijo para vigilar la ciudad, los que, de acuerdo a su propia bitácora de servicio, actúan como si aislaran, o blindaran, el perímetro donde se va a cometer la violación y el crimen de una mujer. Enlistaron miles de crímenes de mujeres: estudiantes, amas de casa, obreras y prostitutas violadas y asesinadas sistemáticamente olvidadas por las autoridades a lo largo de décadas. No llegamos a la mitad del año y, según nuestras cuentas, no hay día en que no sean violadas y asesinadas tres o cuatro mujeres en la ciudad y poblaciones aledañas. Los años pasan y hasta la vez ni un solo caso ha sido resuelto. ¡Ni uno solo! En tres meses, las mujeres que estamos aquí nos reuniremos de nuevo. Una comisión especial va a analizar las pruebas de la supuesta complicidad de funcionarios y policías en hechos que atribuyen a la delincuencia organizada. ¡Basta de abusos machistas! Alto a los asesinatos de mujeres. ¡No somos objetos, malditos! No más complicidades entre políticos, policías y crimen organizado. ¡No pasarán!…
Empezó a seguirla una camioneta negra sin placas y con vidrios polarizados. Aparecía de vez en cuando, inesperadamente. Calma, no te pongas paranoica, tal vez es pura coincidencia, quiso tranquilizarla Pablo. ¡En tres días he visto la maldita camioneta cinco veces! Además, oigo ruidos en el teléfono, como si alguien estuviera escuchando desde que descuelgo. Pero ¿por qué iban a espiarte? ¡Me están atemorizando! Pero ¿por qué, si sólo estás tratando que se aclare tantísimo asesinato de mujeres? ¡Por eso!, reaccionó ella, sin tener claro el asunto. El recuento de víctimas era lo de menos –quiso pensar–. Lo que les ardía era que hubiéramos señalado a los victimarios en su propia investidura. Que desnudáramos un sistema policiaco y social en que las mujeres dejamos de ser personas respetables en público para volvernos, si nos encuentran solas, en un par de nalgas apetecibles y desechables y nada más.
Alguien dijo a su lado: Señora, o usted avanza, o permita que pase el que sigue, y volvió a apretar la carpeta de los papeles y, sin volver a ver al joven de la voz, dio dos pasos adelante. Acariciando el resorte que, por las esquinas, cerraba la carpeta, recordó la voz que le dijo: en cuanto te den la constancia de no antecedentes penales, ponte atenta al teléfono.
La cola avanzó y dio otro paso. Se sintió ridícula, por discursiva, cuando pensó que su vida estaba pasando, como hebra de unos cuantos hilos, por el ojo de aguja de una civilización convenenciera que tiene a su madre como mujer sagrada y a las demás no las baja de putas. Cuáles casas: la historia de su vida, ella misma.
Una cosa era que Pablo se hubiera alejado por un desacuerdo ocasional y otra que lo hubieran secuestrado. El director del periódico no la recibía, pero le respondió la llamada dos veces. Ya hacía una semana que no sabía nada de Pablo y estaba muy preocupada, como no creía que el hambriento director le hubiera dado vacaciones quería saber si le habían asignado algún reportaje especial donde no funcionara el teléfono o el internet, o qué macabras ondas se traían con él. ¿De veras no se ha dado cuenta de que Pablo está desaparecido?, preguntó, y del otro lado no se oyó ni el silencio. ¿En serio no sabe nada de nada sobre Pablo, señor director?, ¿de veras el gremio de periodistas va a hacer como que la virgen del gobierno le habla y no va manifestarse por la inmediata presentación de su colega? ¡Todo a su tiempo, señora!, gritó el director, por salir del paso; modulando la voz le suplicó que tuviera paciencia, y no volvió a contestarle el teléfono.
Los reporteros se escondieron y en los otros diarios los directores habían instruido a sus secretarias para que no pasara ella ni sus llamadas. La vida o lo que así llamamos de vez en cuando… Le temblaban las pestañas. El rededor de sus ojos se corrugó como papel.
En unos años, Paloma se iba a atrever a montar un corcel. Pero no iba a llorar. Algo le decía que también Pablo estaba vivo. No vivía entre ángeles, pero Paloma y Pablo estaban vivos.
El camión arrancó y árboles y casas empezaron a volar a través de las ventanillas sudorosas.
Acababa de avizorar el edificio de cemento de la Procuraduría cuando advirtió que uno de los jóvenes escandalosos se había colocado a su lado y con comediante disimulo le pasaba una mano por la cintura y acercaba su vaho a sus mejillas. No hizo caso. Su estación se acercaba y empezó a abrirse paso entre la gente. Tres meses. El plazo de tres meses. La impunidad. Políticos y funcionarios corruptos. El descarado compadrazgo de delincuentes y policías. A la reunión asistieron representantes de organizaciones feministas de muchas partes del país. Quizá ver a tantas mujeres combativas juntas y organizadas los asustó, pero ¿por qué ella? No quería ni pensarlo, pero qué…: ¿a las demás les estaba yendo igual?…
Las llantas chirrearon y el piso tembló bajo sus pies. Tuvo que recargarse en un anciano para no caer. Uno de los muchachos saltó para agarrarle las nalgas, pero se fue de trompa contra un cincuentón trajeado, de bigote pintado de negro y delgadito. El sol pegaba duro y sólo hasta que se detuvo para sacar sus lentes oscuros y escuchó las bocinas de los autos varados se dio cuenta de que mientras bajaba en el autobús había empezado una batalla campal entre pasajeros. Adelante estaba el puente alto que llevaba directamente a la Procuraduría, del otro lado de la carretera nacional. Tomó aire. Era el último paso. El primer escalón estaba limpio de palabras y reflejos, pero al segundo vio a una pianista sin dedos y, devolviendo los lentes a la bolsa, dejó que el aire caliente le golpeara el rostro, y avanzó.
Desde arriba, el edificio parecía una iglesia de cemento sin cúpulas. Su entrada, un oscuro y aterrador estacionamiento de automóviles sin placas.
Trató de mantener la calma ante la mirada sediciosa que los agentes le untaban en las piernas. Tiene días corriendo en un callejón sin salida como loca, y la de la ventanilla le pregunta por lo que falta en sus papeles.
–¿Mande?
–Que me enseñe todos sus papeles –deletreó la empleada torciendo la boca–. Todo estaba en orden, excepto el pago del trámite de No Antecedentes Penales, que tenía que realizar en Hacienda.
Hacienda quedaba del otro lado de la ciudad. Si alcanzaba a pagar, difícilmente podría regresar a tiempo. Y mañana era sábado… El zumbidillo aquel empezó, suave, en sus sienes, aunque esta vez no lo siguió el terror que la obligaba a semigirar la cabeza como muñeca asustada. No sabía cómo, pero mientras estuviera viva, no pasarían. Recogió sus papeles, los guardó en la bolsa de gamusa y apresuró el paso para escapar de la mirada untuosa de los agentes.
Afuera el sol estaba encima del paso a desnivel, bajo el que corrían ríos de automóviles. Mientras se detuvo para sacar los lentes de la bolsa, advirtió que el puente parecía mucho más alto que hace rato, y que su cuerpo carecía de sombra. El zumbido de los autos se confundía con el de su cabeza. Un sol tras otro en toldos, parabrisas, espejos. Y ella sin sombra. Dejó que su bolsa resbalara de su hombro y que el viento caliente le echara el pelo hacia atrás y le sacara chispas de los ojos. Los autos zumbaban sobre el asfalto reverberante y, los ojos humedecidos y chispantes, aferró las manos en el barandal.
Pero no iba a llorar.
Ni muerta pasarían. Su sombra se agachó, levantó la bolsa de gamusa del suelo y, enderezando los hombros, se puso lentes.