29 abril,2023 5:06 am

¿Son las trivialidades, tragedias? / Primera parte

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

Alan Valdez

El día apenas. Era ese lugar incómodo en los relojes donde los párpados tímidamente comienzan a renunciar a las formas de la noche. Se levantó de la jardinera. Era obvio que había pasado una parte, breve quizá, pero parte al fin de la madrugada ahí acostado. Sacudió su pantalón con la misma fuerza, pero sin la gracia que todos reconocemos en el aplauso de una foca amaestrada, y comenzó a caminar.
No tenía ni idea de cómo había llegado a unas cuantas calles de su colonia, o mejor dicho, no tenía idea de nada, salvo escenas salpicándole la cabeza como gotas de un líquido que sólo contamina. Y era tal la ansiedad que provocaba esa bola de imágenes informes, que prefirió cerciorarse de las cosas que sí tenía al alcance. Así que supo que no traía cartera y que la ropa interior que llevaba o no era suya, o sí acaso era suya, la mejor manera de explicar el excedente de genitales sobrepasando los límites de los calzones, específicamente en ese lugar oscuro que deja de llamarse ingle para ser otra cosa más propositiva, era que su ropa se había empequeñecido, mínimo unas tres tallas.
Después de esa tentativa de darle orden a su vida, continúo dirigiéndose a su casa, estirando la pierna derecha cada tanto, para sacarse la ropa interior que se le metía entre las nalgas. Caminaba por las sendas que siempre recorría para ir al trabajo, aunque esta vez, por supuesto, al trabajo no iba.
Y pasaba gente, gente de las 6 de la mañana, gente que se divide en dos categorías. Las que van lustrosísimas del pelo y las ropas, dirigiéndose a procurar la sana alimentación de la maquinaria desfasada, pero perpetua, de lo que se llama economía nacional. O, por otra parte, los lampareados, los sin cartera, los sin cara, los que huelen a manzanita podrida, las alimañas que los padres utilizan para asustar a sus hijos cuando no se portan bien. El coco, pues, y todos sus secuaces. Así que, la gente de las 6 de la mañana. Gente, mi gente.
Sentía todos los ademanes del veneno recorrerle el estómago. –Quién sabe qué chingados habré hecho, pensaba a la vez que un sentimiento tibio e inmediato de querer morir lo invadía casi como un sueño veraniego, un sueño que lo liberaría de todos sus males, pero no, él no moriría pronto, de hecho, sería más longevo de lo que su promedio familiar y el reporte del prevenIMSS hubiera augurado.
Llegó al edificio, sorprendentemente conservaba sus llaves. Abrió la puerta de su departamento después de subir cuatro pisos casi sacando los pulmones en cada exhalación, y sudando como si le hubieran echado un baldazo de agua casi como a un perro callejero, que cualquier histórico mártir, de esos que repiten de memoria en los honores a la bandera, se hubiera sentido celoso de su sufrimiento acentuado cada vez que flexionaba las rodillas para conseguir cada uno de los peldaños. Pero llegó. Se comenzó a desvestir, dejando un rastro de prendas hasta el cuarto, y decidió aventarse a la cama desnudo, lanzando el calzón que traía hacia cualquier parte del suelo. Una preciosa pieza roja de encajes cayó sobre sus zapatos, pero ni se inmutó ni dijo nada, y esperó a que su respiración regresará a un ritmo normal, o al menos normal para un fumador decidido.
En su cama, o más bien, en ese colchón que compró usado en un remate de muebles de un motel, volvió a sentir el veneno lamiéndole el estómago desde adentro, cosa que ahora ya no le hacía desear la muerte, sino otra cosa mas eficaz por incolora e indolora, la no existencia. Pero no consiguió concretar su deseo y así se fue quedando dormido.
En su sueño, que era más bien una asfixia del afuera en favor de un dudoso adentro, se le apareció su ex esposa y sus dos niñas que hacía más de dos meses no veía. Después, por algún capricho de la memoria, apareció el Papa Francisco en su papamóvil, recorriendo la Costera Miguel Alemán. Y ya si en esas andaba, el cierre del sueño era más que previsible. El asno cirroso de la isla de la Roqueta, se miraba alegre bebiendo una cerveza infinita de manos de, nada más y nada menos, que Luis Miguel.
Despertó cuando el brillo de Luis Mi le apretaba la sombra al colchón más de lo tolerable. Era Semana Santa. Era Martes Santo a las santas 4 de la santa tarde. Tomó un par de aspirinas, bebió agua o el agua se lo bebió, esa velocidad en los tragos dificultaba saber quién era quién. Y en el último trago camellesco, sólo sintió un sabor pastoso emanando de su estomago. La fe-ti-dez pura y dura se presentaba con pipa y guante.
Para ese momento de su vida su nombre ya no era necesario, pero llamémoslo Pedro, y la degradación en él fundó su iglesia. Pedro, hombre mediano por no decir que presa de la ingenuidad fomentada por las revistas para adulto, tuvo aspiraciones, quería salir en la televisión, besar mujeres de catálogo, andar en autos con rines cromados y atragantarse con la savia corrupta y sonora de la impunidad. Es decir, ser político, narco o futbolista. O las 3 (el orden de los factores no altera el producto).
Pedro se regocijaba de su conocimiento sobre el mar y lo utilizaba a la menor provocación. Que si el pez vela y tal anzuelo. Que si el pulpo es más antiguo que los hombres, que si la Quebrada se formó después de un huracán prehistórico. Y no se diga su supuesto conocimiento en el área de la seducción. Doctorado en corazones, presumía el mentado Pedro en cada convivio con su escuadrón de la muerte. Postdoctorado en el arte de la caricia. Tremendo imbécil. Este es Pedro.
Por puro milagro tampoco perdió si celular. Lo cargó. 12 mensajes en buzón de llamada. 39 mensajes en WhatsApp. Lo aventó a la cama antes de decidir qué hacer, y se fue a cotizar una vomitada de bilis al baño. Le gustó el precio y se la echó. Pedro, pura baba blanca rebosante y viscosa como sólo la autodestrucción lo garantiza. Se enjuagó el gaznate y mientras escupía, escuchó cómo le entraba una llamada. Y rápido, con un poco de exceso de saliva en la boca, contestó.
–Bueno, bueno, bueno.
–Ora, ora, papito, no pensaba que me hubieras dado bien el número.
–¿Quién carajos habla?
–No te hagas pendejo mi Piter, ayer hasta lloramos juntos. ¿Se arma el jale o no se arma? Quedamos que a las 6 pasaba por ti, a menos que la dirección ande truqueada.
Piter oyó la dirección. Era la dirección donde vive su ex esposa.
–Pero en fa papito, papito Piter, en fa, jálate, que ya vamos payaso, dijo la voz que se intercalaba con el ruido del tráfico. Y ya sin decir nada más, después del último en fa, la voz desapareció.
A Piter se le bajó el muerto. Se le enfrió el lomito. Y en ese segundo que duró como una semana, trató de pensar qué chingados había pasado anoche. Fue al espejo quebrado del baño. Semanas atrás, al término de una llamada sobre la pensión de sus hijas, le dio un chingazo. Y en el espejo se entrevistó, con un tono casi parecido al de un policía arquetípico de esos que salen en las películas gringas. Pero el otro Pedro, igual de imbécil que el primero, a decir verdad, no dijo ni madres.
Recordaba apenas pedazos de la noche: Uno. Era una cantina. Dos. El nombre Luci. Tres. Unos besos con un ruco llamado Simón. Cuatro. Unos besos con Luci. Cinco. Un pleito en el baño.
Seis. Una lloradita frente a un espejo con un tal Roí mientras sonaba, Si tú no vuelves de Shakira con Miguel Bosé.
De nuevo, el orden de los factores no altera el producto. Al no encontrar respuestas, sólo le quedó pensar en su ex y en sus hijas. Tomó un taxi y al paso de 40 minutos llegó al número 192 de la calle. El auto del ex suegro ahí seguía, permanente y polvoso, bajo la sombra de un ficus podado como si fuera un perro francés. Se fue a la esquina, se paró cuidando que su postura no lo delatase como alguien no bienvenido en la cuadra y se esperó a mirar cualquier movimiento sospechoso. De a ratos le llegaban más imágenes de la noche: Unas luces neón y unos labios retocándose en un espejo que cubría una pared completa de lugar. El tal Roi fumando Marlboro Blancos como si su permanencia en este mundo dependiera, minuto a minuto, de cada tabiro consumido en su boca.
Llego un Jetta sin placas. Unos weyes con playeras deportivas y gorras Ed Hardy iban de pasajeros. Definitivamente eran ellos. Nunca habían sido más ellos como en ese momento. Pedro tuvo la magnífica idea de gritar el nombre Roi, como queriendo que lo oyeran, pero aún más, como queriendo equivocarse de nombre.
Los dos sujetos voltearon, pero uno lo hizo más rápido que el otro. Ahí estaba, la aparición, un Roi hecho y derecho anunciando la asunción de Pedro.
–Cabrón, pensaba que eras culo, pero si viniste. Ámonos, pues, ámonos recio, ámonos ricky.
Las cosas pasaron demasiado rápido, Pedro no tuvo chance de decir nada, y así es como nuestro querido amigo va, frunciendo el ceño por la luz de la tarde en un Jetta negro sin placas a quién sabe qué nueva parte de su vida, pero va. Se pone cómodo en el auto, no reniega, hasta participa cantando el coro de la canción que va sonando. El aire a veces lo despeina y suspira al acordarse de la primera vez que durmió con su ex esposa, una noche donde todos se supone que dormían en casa del suegro. Y ahí, un Pedro acróbata, trepándose como un profesional, saltó la barda cubierta de cristales rotos de botellas de refresco que pretenden espantar a los amorosos de lo ajeno. Y cuando el recuerdo estaba en su punto, casi regalándole a nuestro Piter la imagen nítida de su espasmo, Roi habla. –Ah papito rey, pensaba que te ibas a echar pa tras, pero yo, neta, neta, yo sabía que después de lo que hiciste anoche, contigo no hay falla.
Pedro, el imbécil, el acróbata, el amoroso, se miró en un vago reflejo de retrovisor y recordó otra escena: En la calle había un vagabundo y Pedro, ah, Pedro, lo agarró a patadas mientras sostenía una cerveza de media en la mano y en la otra un cigarro prendido por el filtro.
Roi le pregunto –por qué tan serio mi Piter, y el recuerdo de las botas encajándose como espinas de cactus adentro del estómago de un vagabundo se volvió claro. Y Piter, nuestro Piter gritando –Esto es México, pinche gringo, esto es Met-si-cou pinche güero jodido. Y el güero jodido sólo decía -plis estop plis jelp, jelp.
La noche y el Jetta eran ya la misma cosa sin espalda, Pedro, el viajero, no hizo preguntas sobre el destino ni nada, y sólo se dedicó a compartir un cigarro con ellos. Al menos fue así hasta que entraron en una calle de terracería. Pero esto aquí no acaba, no este día.
Continuará….