13 mayo,2023 5:21 am

¿Son las trivialidades, tragedias?

COSAS QUE LA GENTE OLVIDA

(Segunda parte)

Alan Valdez

No sé qué piensen ustedes de que el ocio es la madre de todos los vicios, yo tengo que aseverarles que no creo en esa frase. Para mí, el ocio no es necesariamente una carencia de virtud. A veces, sin duda alguna, es importante entregarse sin reservas al no hacer nada.
Justo ahí, en la ausencia de propósito, el mundo está emancipado de cualquier prejuicio, es decir, al no tener la obligación de pensarnos hacia atrás o hacia el futuro, generamos la fascinante pero escasa oportunidad de habitar esta hora como nunca se ha habitado hora alguna, algo así como utilizar tu nombre en la gravedad del presente que implica sólo respirar y permitir que el cuerpo circule su sangre dentro de nosotros como la única verdad asequible.
Todo esto para decir que Pedro, Pedro que iba en un Jetta sin placas, Pedro que fumaba mientras afuera la noche ya había ganado la pugna sin retorno contra la tímida luz anaranjada de lo que ya ni se podía llamar a sí mismo día. Pedro que iba con dos desconocidos sin saber hacia dónde. Pedro, sí, el imbécil, era el único y certero rostro del ocio, y lo abrazaba sin hacer berrinche alguno, porque al estar en la orilla de su vida, es decir, el presente como el único y posible acontecimiento, pues lo que tenía que hacer era entregarse al ocio sin cuestionar nada.
No se preguntaba por la dirección del viaje, ni por el nombre de los otros dos pasajeros, no pensaba en su familia, no extrañaba a nadie ni tampoco se preocupaba por si había amado o lo habían amado. Pedro, el ocioso, el viajero, Pedro, el imbécil, era tan solo un cuerpo vaciado, listo para recibir de nuevo los colores en la plenitud de sus ojos como sólo un recién nacido podría hacerlo.
No tenía miedo, no tenía hambre. Miraba todo sin esperar nada a cambio. Si fuera otro siglo, alguien hubiera pensado que Pedro estaba listo, no para la muerte, sino más bien para la resurrección.
El Jetta negro avanzaba por calles estrechas donde sólo pasaba un auto a la vez. Parajes que ya después de un rato evidenciaban la falta de servicios públicos. A veces las luces del auto alumbraban la silueta de animales, que asustados por la severidad con que el auto se pasaba los topes y los baches, daban saltos casi improbables para su breve anatomía. Y Pedro ahí, sólo poniendo las manos contra el asiento del piloto para evitar irse de boca.
Los otros dos pasajeros, Roi y su secuaz, reían a carcajadas cuando a propósito pasaban por un charco y el agua alcanzaba a mojar a quien sea que estuviera en aquellas colonias sin nombre. Si se miraban bien, en realidad, el rostro de esos dos, aunque se mostraba ya carcomido por el ansia de quien ha conocido el dinero con fines de lucro, eran rostros que aún no abandonaban del todo la adolescencia. En cambio, Pedro, el ocioso, sin duda alguna ya era más grande que esos dos mocosos violentados de la mente por quién sabe qué artimaña química.
En un punto el auto abandonó la ambición urbana del trazo de las calles para inaugurar una velocidad entendida para la carretera. Tráilers con doble remolque, trocas con cuanta cosa imaginable, apenas sosteniendo la carga con unas sogas que ponían a prueba la tenacidad de un nudo casi de grado militar. Autos que de tan pegados que van al asfalto por la cantidad de pasajeros que llevan, se manejan con una lentitud que los haría llegar a su destino a la par que el mismísimo fin del mundo. Y de a ratos, uno que otro paradero anunciando birria de chivo, refrescos y baños públicos de a 5 pesos.
–¿Qué tranza papito, ya te jeteaste? –Dijo Roi tratando de sobreponerse al volumen de la música. Y Pedro, saliendo de su meditación sobre el número de rayas amarillas que dividen un carril de otro, contestó como si estuviera pidiendo un trago en una cantina, –Todavía no, papito, pero ponte un cumbión mejor. Ya me cansaron los pinches corridos, pa.
Llegaron a una gasolinera. El operador se acercó a la ventana del piloto y le preguntó que cuánto. Roi contestó que tanque lleno y mientras el hombre con overol verde olivo se alejaba, el Roi sacó un fajo de billetes lo suficientemente gordo como para alimentar a una familia un mes. Arrancó patinando llanta porque pues, ¿por qué no? y con la misma astucia con la que se incorporó de nuevo al ritmo de la carretera subió el volumen del estéreo para hacer sonar La muerte del preso que se fugó por ir a bailar.
La canción animó a Roi a ir más rápido, como si fuera persiguiendo los acordes agudos de la guitarra, como si el único propósito de su existencia fuera el de abarcar esa canción como el credo donde confiesa estar listo para morir si es el caso o listo para vivir aún más, si ese también es el caso. Y rebasaba un auto y otro y otro más con la pericia de quien no sólo ha escapado de la justicia, sino con la misma habilidad que sólo alguien que ha matado por aburrimiento sabe hacerlo.
Entraron en ese lugar de la noche donde un frío amable pero constante se empieza a reafirmar en el viento. Pedro, el ocioso, el viajero, el acróbata, parecía ser parte de este trío desde siempre, y les pedía cigarros como si él hubiera puesto una cajetilla entera. Sacaba la mano jugando a surfear el aire como cuando era niño y al sentir la mirada de Roi por el retrovisor sólo le alzaba el mentón con el clásico y rápido movimiento que siempre va acompañado de un ¿Qué paso?.
¿Papito, allá atrás todo a gusto, toó Agustín, o qué? Ni preguntaste a dónde vamos. ¿A poco sí muy verga o ya sabes pa ónde la cotorreamos?
Casi estaba a punto de contestar cuando el carro metió un frenón para evitar la colisión con un auto que de la nada les había cerrado el paso. Una Ford Escape blanca se estacionó en diagonal frente a ellos, impidiéndoles cualquier maniobra hacia en frente. Roi le dijo a su copiloto que en chinga sacara la otra arma de la guantera, al mismo tiempo que le quitaba el seguro a su fusca personal.
Volteó a ver a Pedro y le dijo, Carnal, te callas a la verga y no dices ni madres y si hay pedo te agachas y pues ni pedo, le rezas a diosito o a tu jefa o a quién vergas quieras, pero te agachas y no hagas mamadas que te necesitamos enterito pa cuando lleguemos.
El copiloto que se había resistido a hablar durante todo el viaje al ver bajar a cuatro hombres con armas largas interpeló a Roi con un ¡A la verga, a la verga, a la verga, no mames, son cuatro carnales y traen fusca pesada! ¿Y ora?
Pedro, el agachado, sólo escuchó cómo desde afuera gritaba una voz que insistía en un Por andar de mamonsitos patinando el ranflo, pues ya los cargó la verga y a ver si se van a patinar a su puta madre.
Se bajó Roi del auto junto con su acompañante. Era difícil para Pedro que estaba agachado escuchar algo nítidamente de las averiguaciones que estaban ocurriendo afuera. Sólo sentía cómo su pulso le comenzaba a apretar la garganta y la saliva comenzaba a amargarse en su boca con tal insistencia, que el sabor le recorría no sólo la lengua, sino cada una de las separaciones entre diente y diente.
Oyó una primera detonación y Pedro, el de la saliva amarga, el que no preguntó a dónde chingados lo llevaban, el que amaneció con unos calzones de encaje, el que se besó con un ruco llamado Simón, el que se besó con Luci, el que se peleó en el baño, el que pateó a un indigente mientras sostenía una cerveza de media y prendió un cigarro por el filtro, se despabiló del estado de shock en el que había entrado al escuchar el primer plomazo y rápido pero discreto se salió de la parte trasera del auto tratando de evitar que lo vieran, no sin antes emparejar la puerta para medio fingir que alguien más no se había salido del auto.
La noche si algo procuraba era un conveniente anonimato para las balas y para la huida. Arrastrarse fue poco para lo que Pedro, el imbécil, había hecho para no ser descubierto en su fuga. Se había convertido uno con el negro del piso hasta llegar a la orilla que le proporcionaba un considerable refugio.
Se oyeron, ya no una, sino bastantes detonaciones seguidas, emanadas de armas automáticas que no necesitan recortarse para seguir echando plomo y después, sin más, como abriéndole la carne al suelo de la carretera, las llantas rechinaron en todo aquel paraje al que Dios no había regresado, seguramente, desde que se le ocurrió la reverenda estupidez de inventar el mundo.
Pedro estaba hecho bolita y olía a grasa para autos y tierra. Por la prisa se había raspado con el suelo con tanta fuerza que su nariz parecía más bien un borrador que se usó con mucha, muchísima fuerza y que aparte de virutas de piel, sangraba.
Duró escondido hasta que sintió pasar más autos. Se levantó, cruzó el camellón que divide un sentido de la carretera con el otro y se dispuso a caminar en dirección hacia donde él creía, estaba la ciudad.
No volteó hacia atrás, y sólo sentía las piernas pesadas y una humedad provista por el orín que le había conquistado las piernas por el miedo. Se brincó un corral y trató de alejarse lo más que pudo de la carretera por miedo a que lo anduviera buscando la Escape blanca.
Pasó rato caminando, hasta que el cuerpo le exigió un descanso y lo obligó al suelo. Boca arriba, y sintiendo unas piedras picándole la espalda como si de los dedos del diablo o una de esas criaturas que se aparecen cuando todo ya está a nada de caducar se tratara, le echó una mirada al cielo, y el cielo, obviamente no le respondió ni le dijo nada, pero si acaso algo le regaló fue la luz intermitente de un avión que seguramente iba a aterrizar en la ciudad en la que Pedro, el viajero, el imbécil, el agachado, Pedro el de la nariz de borrador sangrante, Pedro, el que no sabía dónde chingados estaba, había decidido 38 horas antes, en el baño de un lugar al que ni las moscas entran, pedirle encendedor a un sujeto que se hacía llamar Roi, y luego, entre la poca nitidez de esa imagen de un baño miado hasta los dientes, Pedro se quedó dormido.
Después, el día apenas. Era ese lugar incómodo en los relojes donde los párpados tímidamente comienzan a renunciar a las formas de la noche. Pedro, el imbécil se levantó. Sacudió su pantalón con la misma fuerza, pero sin la gracia que todos reconocemos en el aplauso de una foca amaestrada, y comenzó a caminar. Tenía algunas ideas de cómo había llegado a esa parte del mundo, pero ninguna idea que valiera la pena seguir pensando, que le explicara cómo había llegado a esa parte de su vida.
Caminaba y a lo lejos veía cómo el sol se desprendía de sus lagañas tras unos cerros que nunca había visto. Pensó en su ex y en sus dos hijas, y al ver un pájaro volando cerca de él, y casi como los marinos católicos que se aventaban hacia la nada inmensa y azul, sintió que ese era un buen presagio para no asustarse más por el abismo.