13 abril,2021 5:24 am

Un maestro del resentimiento social

Federico Vite

 

Pu (México, Océano, 2003, 160 páginas), de Armando Ramírez, es mejor conocida como Violación en Polanco, primer título de esta novela que fue publicada originalmente en 1977. Este libro es una muestra de la inexpugnable conquista estilística que algunos autores mexicanos realizaron a finales de los años 70 del siglo pasado. Autores, por supuesto, que no pueden ser olvidados nomás porque los autores contemporáneos reciben premios utilizando los mismos recursos estilísticos, con algunas variaciones, que los escritores anteriores usaron con solvencia y picardía. Sobre todo, picardía. No se trata de una defensa de lo añejo sino una propuesta por comprender la literatura como una apropiación de las herencias que dejaron por aquí y por allá algunos autores como Armando Ramírez, a quien se le asocia con dos libros esenciales en la bibliografía del tepiteño: Chin Chin el teporocho (1972) y Crónica de los chorrocientos mil días del año del barrio de Tepito (1973).

En Pu, Ramírez toma el culto cinematográfico como punto de encuentro con la violencia. El cine, visto como un templo y como expresión vital irremplazable, mitiga la realidad espantosa de los tres personajes (Rodolfo, Genovevo y Abigail) que conviven en un entorno hipersexualizado, tanto en la pantalla como en la butaquería, donde hay tremendas formas de satisfacer los placeres carnales; ya sea mediante la masturbación, viendo a las actrices del momento (europeas, norteamericanas y mexicanas), o simple y sencillamente recurriendo al viejo truco del fellatio entre camaradas, amigas y buenos samaritanos. En las funciones vespertinas se relacionan estos personajes con algunos homosexuales que laboran con Chuy, una prostituta que les enseña a Genovevo, Abigail y Rodolfo cómo debe trabajarse el cuerpo para tener más y mejor placer. Abigail es novio de Chuy, pero no es celoso ni posesivo; sabe que ella es una prostituta que siempre está en pos del dinero. Ella es una maratonista del esfuerzo físico vigoroso. Pero lo esencial es que este grupo de amigos frecuenta el cine para obtener sexo, dinero y placer; aparte de todo, atienden con azoro los bloques informativos. Paralelo a la vida coqueta de un grupo de jovencitos corre el otro relato en el que un “delfín”, camión de transporte colectivo del entonces Distrito Federal, avanza por Paseo de las Palmas, en Polanco. Genovevo, Abigail y Rodolfo acaban de secuestrar a una mujer blanca. Van en el autobús. La violan, la torturan, la empalan y finalmente la arrojan al gran canal de aguas negras de la otrora gran Tenochtitlan.

Aunque muchos críticos y escritores quieran negarlo, Pu proyecta una sombra sobre la literatura nacional. Ramírez moldea el rencor social como pocas veces ocurre en los libros de este país; libros, no sobra decirlo, que circulan comercialmente y que sin duda alguna poseen esa cuota de incomodidad que propicia exabruptos en algún sector del público. Hubo incomodidad, claro, pero no fue censurada la novela. Simplemente pasó de largo; le hicieron un vacío, como usualmente lo hace el continente literario con las personas que tienen un hallazgo escritural, pero no es de la misma casta.

La voz narrativa de la novela es la de Rodolfo, un escritor que viola, con sus otros camaradas, a una mujer blanca de Polanco. Este personaje, por cierto, quiere escribir fotonovelas (porque ahí están los grandes públicos y el dinero) y le interesa hacer algo para el cine. Él es quien describe los hechos, tanto en el cine como en el “delfín”. La psique de Rodolfo ilumina las dos pistas; la del presente y la del pasado. Su mirada es abrumadora; procesa el odio con una naturalidad que hiela. El rencor, como motor esencial del relato, es verosímil y convincente. La venganza se consuma y cierra esta proposición literaria con intensidad. A la par de Rodolfo, conocemos a Genovevo, un guarura devoto de la virgen de Guadalupe. Quiere una casa para que su madre no viva en un chiquero. De Abigail sabemos que es un todo terreno de la vida. Las biografías de los personajes están llenas de contradicciones y eso hace más potente la propuesta de Pu. Hay un motivo para que ellos actúen así: el resentimiento. Lo interesante acá es que literalmente se experimenta el rencor social. Se palpa esa urgencia por ensuciar la belleza, porque es lo único a lo que puede aspirar alguien nacido entre los desesperados. En este tópico, Armando Ramírez es ejemplar.

La manera más eficaz de crear suspenso es mediante el corte abrupto del relato. Ese corte, en Pu se realiza mediante el uso del punto y aparte, con eso le basta a Ramírez para crear una convención capitular. Evita la capitulación ortodoxa, y le resulta mucho más elegante usar el punto y aparte para marcar los cambios temporales en las dos historias. Comprime dos monólogos de largas parrafadas; los enrama, pero es notoria la división entre ellos. Quedan en perfecta tensión.

Los monólogos en Pu, literalmente usados como caballo de batalla en una partida de ajedrez, revelan a Ramírez como un joyciano y señalan que la urbe es en sí el Mictlán. Los personajes, vistos como hijos de la Revolución Mexicana, son los herederos de un proyecto de nación que propicia la pobreza. La herencia ideológica es la heterogeneidad de la miseria. Así inicia Pu: “Putas, putos, grifos, manfloras, cocos, transas atracadores, todo eso y más formábamos el grupo diario que se reunía en el cine, la primera vez que fui; fue cuando pusieron escupiré sobre sus tumbas, una película cachonda que habla de coger entre un negro y muchas blancas, en un lugar donde los negros no pueden cogerse a las blancas pero las negras si pueden ser cogidas por los blancos”. No usa ortográficamente la puntuación ni las mayúsculas, pero obedece a la gramática y a la sintaxis. Tiene sus reglas y las respeta. Así arranca pues, bajo la venia de J’irai cracher sur vos tombes (Escupiré sobre sus tumbas), de Boris Vian, un manifiesto punzante sobre el odio por el otro, el que tiene una vida mejor.

Antes de liquidar a la mujer blanca de Polanco, la violan, la torturan, la humillan y la pasean por las zonas oscuras de una ciudad cuya historia está relacionada con la muerte, la guerra y la venganza. Con un principio y un final definidos, las dos historias siguen el orden cronológico de los hechos. Ramírez es tradicional en ese sentido, pero extravagante en otro: el tratamiento de la violencia. Otro dato importante es que la oralidad musicaliza el relato y se expande cuando la psique de Rodolfo describe, por ejemplo, las hordas de oficinistas que intentan abordar transporte público en horas pico, cuando el “delfín” circula por el entonces Distrito Federal “como un cuchillo penetrando en las entrañas de esta ciudad”.

Ramírez logró con Pu lo que muchos autores contemporáneos intentan crear recurriendo a las narrativas policiales. Eso me lleva a una pregunta obvia, ¿hablamos bien de los contemporáneos porque no conocemos a los autores que nos precedieron o simplemente hablamos de ellos para preservar un estatus y mantener nuestro ego generacional a salvo? Sirva este libro como ejemplo.