25 julio,2022 5:08 am

Una invocación para que llueva

Silvestre Pacheco León

 

Escribir para mi plática sobre la lluvia que compartiré con productores y consumidores del eco tianguis Zanca de Zihuatanejo, fue como una invocación para que lloviera después de nueve días de verano, con temperaturas que hacen sudar en la sombra y producen golpes de calor y hasta muertes, cuando la temperatura del cuerpo sube por arriba de los 40 grados como está sucediendo en España y Portugal.

La invocación tuvo su efecto porque en la madrugada del viernes el cielo se compadeció de nosotros trayendo hasta la ciudad la nube obscura que desde la noche cubrió el cielo de toda la comarca.

Llegó sin aspavientos y vació su carga, fresca y cadenciosa en la madrugada, suficiente para refrescar el ambiente y lavar las calles de la ciudad recién bañada, muy a propósito para recibir a los cientos de visitantes del bajial que llenan las playas los fines de semana buscando refrescarse.

El calentamiento global y sus consecuencias están presentes entre nosotros y lo estamos viviendo como todo fenómeno natural cuyo efecto lo padecen más quienes menos tienen.

En Zihuatanejo las altas temperaturas han empeorado el clima de violencia que se ensaña con los transportistas dejando sin servicio a cientos de trabajadores que se desesperan bajo el candente sol aguardando en las paradas de combis que algún automovilista bondadoso les haga el favor de encaminarlos a sus centros de trabajo porque a la hora de la salida no les quede otra que caminar sudorosos hasta sus casas.

Pero como ya estamos a finales de julio en el campo las milpas crecidas ya cubrieron totalmente de color verde el suelo de los sembradíos como suele pintarse el color de la esperanza de los mexicanos que se están esforzando para que nuestro país alcance la soberanía y autosuficiencia alimentaria para no depender de otros países para lo que vamos a comer.

Con la semilla mejorada, el fertilizante gratuito y las lluvias suficientes no puede esperarse otra cosa para el trabajo extenuante que los campesinos están invirtiendo en sus cultivos aunque el pensamiento mágico que alimentaba el destino de las comunidades rurales ya no domina más, y han quedado para la historia las costumbres y tradiciones superadas por los hechos tan abruptos que ahora dominan el mundo, máxime que en el caso mexicano el abandono del campo por el modelo neoliberal ha provocado una ruptura en la continuidad del conocimiento campesino que está dificultando la vuelta a la agricultura de autoconsumo como es el propósito de la iniciativa para superar la dependencia alimenticia.

Antes los pueblos vivían con la creencia de que alguna deidad manejaba a voluntad el ciclo de lluvia y que bastaba ofrendarla para que estando bien con ella se ocupara de regar la tierra.

Con ese pensamiento mágico vivía sus días la gente del campo.

Recuerdo que en los primeros días del mes de mayo, entre sueños escuchaba en mi pueblo, el sonido de la flauta y el tambor que muy de madrugada anunciaban el paso de las danzas prehispánicas acompañando a la comitiva encargada de hacer el pedimento de lluvia.

Era una fila de hombres y mujeres que pasaba cerca de mi casa para tomar el camino a lo más alto del cerro donde se suponía que era la residencia de la deidad que controlaba la lluvia, y cada año, con la cooperación voluntaria, una comitiva llevaba el Huentli hasta la oquedad del cerro del Cimal para departir con su dios, nombrándolo como el “amigo” para no contravenir la creencia católica.

Todo el día se bailaba y se danzaba, bebiendo mezcal y comiendo, rogando al dios que trajera la lluvia, tranquila, sin ventarrones, y suficiente para que la siembra rindiera buena cosecha y el hambre se ahuyentara.

Convencida de haber sido escuchada en su ruego, la gente bajaba del Cimal con la tarde, todavía alcoholizada pero contenta.

Después de esa fecha el trabajo consistía en preparar la tierra y las semillas que se sembraban con el primer golpe de agua.

Eran los tiempos marcados por la naturaleza que se cumplían al pie de la letra año tras año, comenzando con la primera lluvia el día de Santa Rita, el 22 de mayo, indicando que  no habría cambios en el ritmo de la vida y entonces comenzaban las siembras que terminaban el 24 de junio, el día de San Juan, cuando mucha gente vivía en la creencia de que esa noche se abrían los encantos que eran descritos como lugares de eterna fiesta, con riquezas inconmensurables al alcance de la mano, disponibles para quien tuviera la virtud de encontrarlos si era capaz de resistirse  a las distracciones del lugar donde había comida y bebida hasta el hartazgo, porque de lo contrario, se quedaba encerrado con la única posibilidad de salir al año siguiente.

Pero, más allá de aquellas leyendas, era la fiesta comunitaria del Santo Patrón,  Santiago Apóstol, del 25 de julio, la que marcaba el inicio del final de las labores del campo las cuales concluían ocho días después con el apoteótico baile del Ocoxúchitl al cual siguen concurriendo miles de fieles devotos.

Después de la fiesta los campesinos vivían confiados y resignadoa para cosechar lo que les diera la tierra, siempre generosa como la madre con sus hijos.

Esa cultura del apego a la tierra que se perdió en algún momento de la historia de cada pueblo estaba ligada a la lluvia que era como el milagro que provocaba los cambios en la naturaleza.

Las primeras señales para leer sobre el futuro surgían como una invasión de hormigas tepebianas, grandes y negras cuyo piquete era de dolor. Avanzaban como si vinieran huyendo, entonces se sabía que se estaba frente a un buen temporal.

La experiencia para conocer el tiempo iniciaba durante las cabañuelas que se cuentan en los primeros doce días del año cuando la naturaleza adelanta lo que pasará cada mes. Con ese conocimiento en el campo todo mundo sabe si lloverá durante el día identificando la orientación de las nubes cargadas de agua.

El oído está educado para escuchar el peculiar sonido de la lluvia cuando se aproxima sin el preámbulo de los truenos. Entonces todo mundo grita, “¡metan la ropaaa!”.

Los truenos del cielo que de niños intuíamos como un choque entre nubes eran también un anuncio de la intensidad de la tormenta. Cuando hay viento y estruendo se prevé que será breve pero tempestuosa, quizá con estragos porque una lluvia de torrente muchas veces desborda las avenidas pluviales.

Los tlapayauclis son las lluvias menudas con cielo encapotado. Suelen ocurrir al final de la temporada, por septiembre y octubre. A veces duran días y el trabajo queda paralizado.

Antes a los tlapayauclis no se los relacionaba con los ciclones ni los huracanes porque ni los noticieros reparaban en esa minucias cuyas  consecuencias también resultaban de gravedad porque la lluvia menuda lo humedece todo y provoca deslaves, caída de árboles y mantiene elevado el nivel de los ríos.

Antes las granizadas eran esporádicas y por eso llamativas pues tenían algo de espectacular ante los ojos de los niños, pero son muy destructivas para las milpas porque rompen sus hojas y dejan  desnudas y vulnerables a las matas.

Por eso ante la nueva realidad generada por los cambios que sufre la naturaleza debido a la frenética actividad económica que la contamina y la calienta el régimen de lluvias se retrasa y escasea. “Lo peor está por venir”, dice la activista ambiental sueca Greta Thunberg al respecto señalando que mientras el mundo siga empeñado en priorizar las ganancias del capital, la crisis del calentamiento se agravará. Eso es lo que está ocurriendo ya en Monterrey donde parece haberse desatado la guerra por el agua.